Obra de Ivana Besevic |
El mayor enemigo del ser humano es la ausencia de otro ser humano. En las ficciones hobbesianas se alerta de que el ser humano es un lobo para el ser humano, pero no es necesariamente así. La ausencia de seres humanos despoja a cualquier ser humano de aquello que lo hace humano. ¿Y qué es lo que hace humano a un ser humano? Somos los vínculos que entretejemos mientras estamos siendo. Todos nuestros sentimientos están hechos de tejido vincular, son entramados complejos de cómo nos afecta el mundo compartido. El filósofo Santiago Alba Rico abrevia esta explicación con el lapidario y perpicaz enunciado «soy un somos». Pertenece a su potente ensayo Ser o no ser un cuerpo, y unas páginas más adelante argumenta que «las instituciones son el equivalente humano de las alas de los pájaros y los caparazones de las tortugas». Cambiemos la palabra instituciones por el sintagma los demás y la afirmación mantendrá intacto su significado. Vivir vinculados es lo que nos hace humanos, de ahí que sea fácil alegar que «sin ti no soy yo». Curiosamente padecemos la paradoja de anhelar la libertad de poder desvincularnos, cuando una desvinculación categórica nos haría perder la posibilidad de esa misma libertad. Sin vínculos no hay libertad, sin interdependencia no hay posibilidad de autonomía, la capacidad de elegir los fines con los que queremos brindar de sentido nuestra existencia.
El antónimo del vínculo es la soledad. Mientras releo el vibrante ensayo de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, me encuentro con una definición que apuntala lo que estoy intentando desmigajar aquí: «Soledad: sentir que te has
desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras
para expresarte». Esta definición me recuerda una reflexión de la
escritora francesa Nancy Huston depositada en su libro La especie fabuladora: «Nadie aprende a hablar solo. El
lenguaje es exactamente la presencia de los demás en nosotros». Esta
idea puede servir para desgranar una nueva definición de soledad: la situación
prolongada en el tiempo en que no podemos compartir las palabras que nos ayudan
a dejar de ser borrosos para convertirnos en seres más nítidos. La soledad
arraiga cuando queda cancelada la opción de compartir las historias empalabradas que
conforman nuestra biografía y que nos permiten pasar de ser nadie a ser
alguien. La soledad nos condena a ser nadie porque bajo su mandato no nos podemos compartir con
alguien. He aquí por qué nos duele tanto que no nos escuchen. Cuando nos escuchan nos hacemos al relatarnos, porque el vínculo está hecho de narraciones imbricadas que nos donan identidad y conocimiento, perspectivas para calibrar con menor margen de error nuestra singular y siempre en movimiento ubicación en el mundo. Cuando dos personas se
enemistan dejan de hablarse, se desvinculan, porque el vínculo está
hecho de intersecciones lingüísticas que designan el mundo común, o lo construyen al declararlo.
En las sociedades arcaicas expulsar a un miembro de la tribu era
condenarlo a la muerte porque a partir de ese instante no dispondría de oídos
que escucharan la palabra en la que habitaba.
La soledad es la desvinculación con el otro, pero a la vez es la confirmación déspota de que somos un cuerpo, porque el dolor que patrocina la soledad no electiva nos engrilleta en sus reducidos confines, nos retiene en ellos, lo que refuerza la presencia hiriente de la soledad en un círculo vicioso que en cada nueva rotación se hace más doliente. Una hermosa casualidad hace que leyendo la novela La
ignorancia de Milan Kundera me encuentre con la siguiente reflexión: «La
palabra soledad adquiría un sentido más abstracto y más noble: atravesar la
vida sin interesar a nadie, hablar sin ser escuchada, sufrir sin inspirar
compasión».
El párrafo es sobrecogedor y sin proponérselo aclara la diferencia entre que una persona se sienta sola y esté sola. Apunta que la soledad más flagrante es
aquella que se manifiesta cuando comprobamos que nadie se siente concernido por
nuestro dolor, aunque estemos acompañados, que ese sufrimiento que pesa como el plomo (de aquí deriva la
palabra pesadumbre) lo tenemos que cargar a solas, sin el concurso asistencial
de ningún semejante. Cargar ese peso es no poder hablarlo, verbalizarlo con la
intención de que sea recogido por unos tímpanos, porque sabemos que cuando la
tristeza se comparte, la tristeza pierde irradiación y muta en menos triste. La soledad se exhibe en
la insularidad de nuestros sentimientos de apertura al otro cuando no hay un otro
con quien compartirlos. No existe vinculación. La soledad no es necesariamente sentir vacío, como se suele aducir, sino
estar lleno y no poder vaciarse al no hallar ningún puente que nos lleve a la geografía del otro. Nuestra proclividad a formular los enunciados en sentido negativo ha popularizado que «es mejor estar solo que mal acompañado». Es una comparación gratuita y muy fácil de argüir. Volteemos este lugar común y releámoslo en positivo: «Mejor bien acompañado que solo». Cuando esto sucede, se puede experimentar algo contraintuitivo y sorprendente. Cuando se está bien acompañado, la soledad momentánea y voluntaria también es una buena compañía.
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