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martes, diciembre 01, 2020

Geografía de la humillación

Obra de Peter Demetz
Todos los estudios refrendan que sentirnos humillados es una de las sacudidas sentimentales más intensas que pueden originarse en el entramado afectivo. Pertenece a la esfera del dolor, a aquello que nos inflige daño y que con su irrupción nos provoca desasosegante mutación. Dependiendo de la naturaleza coyuntural de la punzada, la humillación anexa a su vez sentimientos como el enfado (o gradaciones más intensas como la rabia), la indignación, la tristeza, la vergüenza, la frustración, el odio, la venganza. La humillación es tan pertinaz en ese dolor que puede volverse misteriosamente táctil, un alien cuyas pisadas notamos en su deambular sigiloso por nuestras entrañas. Una humillación es todo curso de acción verbal o no verbal que se despliega para miniaturizar o destituir la dignidad de una persona. Etimológicamente el término proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, que dio origen a homo, hombre, el ser que proviene del suelo en contraposición a la celestial procedencia de las deidades. De aquí dimanan palabras tan antagónicas como humildad y humillar. 
 
Mientras que la humildad es actuar bajo el recordatorio de nuestra precariedad y vulnerabilidad (la fatalidad humana de no valernos por nosotros mismos para prácticamente nada), humillar es ponerla sin consentimiento a la vista de un tercero. Si la demostración de esa insuficiencia y esa pequeñez es voluntaria, hablamos de la virtud de la humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de un acto de humillación. La finalidad de la humillación es la de menoscabar la dignidad con el objeto de lastimar los sentimientos autorreferenciales de la víctima. Los dinamismos de la humillación albergan una contradicción mayúscula. Para que una persona se sienta humillada previamente ha de sentirse dotada presupuestariamente de dignidad. El ofensor trata de roturar la dignidad de su víctima, pero precisamente al tratar de fracturarla se la confiere. El itinerario de la humillación puede ser muy variado en sus primeros jalones, pero su destino siempre anhela coronar el mismo pudridero: desarbolar la dignidad del vejado y tratarlo como si no la tuviera. Aquí descansa la violencia y sus divergencias instrumentales con el uso de la fuerza. La dignidad como valor es patrimonio de todas las personas, y sólo cuando nos maltratan con violencia sentimos cómo esa dignidad que nos acicala como seres humanos nos la arrancan a jirones.

Kant afirmaba que el ser humano no tiene precio porque tiene dignidad. Está sujeto a precio aquello que puede ser sustituido por algo, pero la dignidad no tiene nada que se le asemeje, es un valor incosificable e inexpropiable y por lo tanto incanjeable. Y lo es porque cada uno de nosotros es una pura irrepetibilidad. Más todavía. El valor de las cosas está en función del valor que tiene para nuestra dignidad. Al exponer ostentosamente la pequeñez y la insuficiencia en el otro, o al contribuir a ella usurpando cualquier opción de autorrealización y elección, la estamos subrayando asimismo en nosotros. La humillación nos recuerda de forma abrupta y descarnada nuestra propia fragilidad, de qué está forjada la textura humana. Dañar la dignidad de una persona es abaratar el valor inalienable que nos hemos brindado los seres humanos a nosotros mismos. Se rompe tanto nuestra condición de acreedores de dignidad como la de deudores de la de los demás. Si uno profana la dignidad en un congénere, la está profanando en todos los que habitan la superficie del globo.



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martes, julio 02, 2019

A veces me avergüenzo de ser un ser humano


Obra de Claudia Kaak
Hace un par de semanas pronuncié en la universidad Francisco de Vitoria de Madrid la conferencia El mayor invento de la humanidad, la dignidad humana. Era la tercera de las cinco conferencias con las que he celebrado el Quinto Aniversario de este Espacio Suma NO Cero y también la tercera de las cinco palabras elegidas como las más fidedignas tutoras de los artículos que he ido depositando aquí desde 2014. Las cinco palabras inventariadas han sido pensar, dignidad, ética, afecto, cooperación. Aunque las presento disgregadas, las cinco conforman un ensamblaje sin el cual es imposible entender la aventura de la posibilidad humana. La dignidad es el valor común que nos hemos dado los seres humanos a nosotros mismos  por el hecho de serlo. Es un valor que poseemos intrínsecamente, que nadie tiene que ameritar con actos o con acumulación de meritocracia de genealogía dispar. Ser un ser humano es suficiente para poseer la titularidad de una dignidad que entre todos debemos cuidar para que precisamente su condición de valor y por tanto de irrealidad se torne funcional al mejorar nuestro comportamiento en la realidad. Es una ficción que arbitra nuestra conducta cuando como seres humanos intersectamos con otros seres humanos en ese destino irrevocable que es la convivencia. Cuando en 1948 se redactaron los Derechos Humanos, y recuerdo que se redactaron tras comprobar nuestra capacidad depredatoria y nuestra letalidad en el quizá más aciago momento de la historia de la humanidad, este valor continuó siéndolo, pero además derivó en derecho. Los países que firmaron la Carta Magna aceptaron cumplir el derecho que supone que todo ser humano posee dignidad. La dignidad es tener derecho a tener derechos, concretamente ser titular inalienable de los Derechos Humanos.

Todo este preámbulo viene a colación de lo que le ha ocurrido a la activista alemana Carola Rackete, la mujer que ha plantado cara al ministro del interior italiano Matteo Salvini y ha impedido que mueran cuarenta migrantes que llevaban diecisiete días a bordo de un barco al que se le había prohibido atracar en la isla de Lampedusa. Carola Rackete ha quebrantado las leyes y los ha salvado. Los ha rescatado de morir porque son seres humanos por encima de cualquier otra consideración política. Leo una información de la Cadena SER en la que se anuncia que «la capitana fue arrestada posteriormente y conducida al cuartel de la pequeña isla por los delitos de resistencia y violencia contra buque de guerra contemplados en el código de navegación, que conllevan penas de hasta diez años de prisión». Cuando Hannah Arendt descubrió en pleno nazismo qué umbrales era capaz de franquear la condición humana, afirmó que sentía vergüenza de ser un ser humano. Es fácil sentir una vergüenza similar contemplando las imágenes en las que se ve cómo un tumulto de policías lleva detenida a Carola Rackete como autora de un gesto de absoluta intachabilidad moral. La ignominia crece cuando se ve cómo es insultada por la gente con exabruptos misóginos y escupitajos verbales aporofóbicos antes de que la introduzcan en el coche policial. En sus ojos activistas se ve cómo ha hecho lo que todo ser decente debía hacer, pero también se intuye decepción al comprobar cómo un acto loable que debería recibir la admiración de la comunidad es recriminado con imprecaciones irreproducibles. 

En el incisivo artículo de prensa La belleza de la dignidad, su autora, la reportera y especialista en DDHH Patricia Simón, especula que algún día estas imágenes se convertirán en película para que los espectadores se pregunten cómo fue posible aclimatarnos a tanta insensibilización para permitir algo así, un ejercicio de memoria similar a cuando vemos La lista de Schindler y nuestra mirada se horroriza y nos punza a interrogarnos cómo pudimos degradarnos tanto y naturalizar de un modo tan acelerado la abyección como para llegar a la nuda vida y a los hornos crematorios. Las preguntas que inspira la detención de Carola Rackete son de una descomunal sencillez valorativa. ¿Queremos vivir en un mundo en el que socorrer a personas destinadas a una muerte segura se castiga con el arresto y con la posibilidad de que un tribunal te pueda condenar a diez años de cárcel? ¿Queremos estar protegidos por leyes que decretan como delito o como comportamiento criminal (así lo ha definido Salvini) la epopeya de salvar vidas de migrantes náufragos? ¿Queremos delegar nuestra emancipación y nuestra decisión en mandatarios que no solo muestran imperturbabilidad ante el dolor humano que se derrama delante de sus ojos, sino que abren procesos penales a toda persona que trata de erradicarlo con el gesto mayor de todos los posibles, que no es otro que el de salvar la vida al que está a punto de perderla? Estos interrogantes son radicalmente éticos. Interpelan al ser humano que consideramos que sería bueno querer ser.

Leo un lúcido comentario del profesor Edgar Straehle en su muro de Facebook en el que anticipa cómo la autoridad intentará malentender el acto humanitario de Carola Rackete y sepultarlo de maleza semántica, desidentificar como ético el relato y llevarlo a los territorios de la ley, cuestionar la legalidad del hecho sorteando el trasunto más relevante del hecho, que es salvar vidas humanas: «Quieren encerrarla bajo argumentos como el del tráfico de personas, el de resistencia a la autoridad e incluso el de atacar una nave del ejército que le quería bloquear el paso. Lo que intentan es negar la trascendencia ética del gesto y convertirlo en otra cosa para despedazarlo desde la legalidad. Con ello, sin embargo, lo que hacen es evidenciar su potencia y su irrefutabilidad ética. No se atreven a negar la dimensión ética del acto en sí, porque saben que es inatacable». Su comentario concluye con que esa lucha, «es la lucha de la ética contra el cinismo político». Hace unas semanas escribí un artículo en el que postulaba que la hipocresía ya no es necesaria en la publicidad política. Nuestros representantes no necesitan enmascarar lo que piensan aunque lo que piensen sea axiológicamente abyecto. Saben que lejos de sufrir el ostracismo social o algún tipo de penalización electoral recibirán elogios y la demoscopia les atribuirá un crecimiento de correligionarios. Añadía en ese texto que «la institucionalización de la práctica hipócrita en las esferas de decisión demostraba la fe en unos valores éticos necesarios para sobrevivir en la arena pública. Se aceptaba publicitar la virtud, la excelencia, lo deseable, los contenidos de genealogía humanista, como pago mercadotécnico que imponían las elecciones democráticas. Me temo que este paisaje ha periclitado». Cuando escribí este artículo pensaba en sucesos tan deplorables como el que ahora le ha ocurrido a Carola Rackete.  

Justo estos días Luis García Montero ha publicado su precioso libro Las palabras rotas. Esas palabras rotas son las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla: bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Estas palabras son las primeras que se corrompen cuando nos corrompemos y las primeras que se quebrantan cuando quebrantamos al otro al tratarlo como un objeto en vez de como un sujeto. Estas palabras que señalan un horizonte de transformación emancipadora se destrozan cuando los mandatarios del mundo son capaces de anteponer la política a la vida humana, el rendimiento electoral a la vida humana, la economía a la vida humana, la geopolítica a la vida humana, la maximización de los márgenes a la vida humana, la ventaja personal a la vida humana. Cuando los elegidos para articular la dignidad humana demuestran que la dignidad humana tiene para ellos un papel muy secundario, resulta inevitable sentir la misma vergüenza e indignación que sintió Arendt contemplando la atroz devaluación de la dignidad y la consecuente putrefacción ética de la vida en común. A mí me gusta afirmar a menudo que el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y de bondad debería ser Nosotros. Interpelar a la bondad y a la inteligencia (como capacidad para alumbrar buenas ocurrencias, pero también como categoría moral) es condición inesquivable para sentir y respetar la dignidad humana que nos hemos conferido para protegernos de nosotros mismos y a la vez elevarnos sobre nosotros mismos. Sin bondad y sin inteligencia ética la vida humana siempre se instrumentalizará y se subordinará. Si además es vida humana pobre, es muy fácil que la subordinación acabe en defunción. Para evitarlo nos dimos el derecho de la dignidad. Y el deber de respetarlo.
 


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martes, mayo 21, 2019

«Es una buena persona», el mayor elogio en el vocabulario humano


Obra de David Jon Kassan
Me llama mucho la atención cómo las grandes virtudes de la agenda humana tienden a ser sinónimas. A medida que he profundizado en el estudio y la indagación del entramado afectivo que nos constituye como subjetividades autónomas e interdependientes a la vez, he podido comprobar que las palabras vinculadas con la excelencia del comportamiento tienden  a formar una red prácticamente sinónima. El significado de una palabra da sustento semántico a otra, pero esta otra hace lo mismo con la primera. Pienso en términos como cuidado, amor, amparo, compasión, bondad, amabilidad,  respeto, admiración, consideración. Empecemos a desgranar estas palabras para esclarecer en qué lugares y en qué ficciones éticas nos depositan cada vez que las pronunciamos y nos pronuncian. En El aprendizaje de la sabiduría, José Antonio Marina comparte una preciosa descripción del cuidado. «Cuidar a otra persona es prestar atención a sus sentimientos, procurar ayudarle en sus problemas y estar interesado no solo en su bienestar, sino en su progreso, dos componentes de la felicidad». Casi setenta páginas después Marina vuelve a posar su mirada sobre el cuidado: «Cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso». En su sentido prístino, el amor no vinculaba con la atracción física ni con la sexualidad, sino con el cuidado, con la protección de la fragilidad y la precariedad que supone haber sido nacido y colocado en una existencia con la que no nos queda más remedio que hacer algo hasta que se termine. El amor es la responsabilidad de que un yo cuide de un tú, una responsabilidad facultativa inspirada por las inercias del afecto. 

Cuidar, amar y amparar son verbos que indican tareas homólogas. El amparo es acoger al otro y guarecerlo de las intemperies que sitian la debilidad humana, pero cuidar, como se ha colegido antes, significa exactamente lo mismo. Estamos empezando a vislumbrar la sinonimia de las grandes palabras. La conducta que catalogamos como humana es aquella en la que uno se preocupa del otro, es decir, lo ampara y lo cuida para amortiguar su condición frangible, la de un ser menesteroso que no se basta a sí mismo ante el indomable tamaño de las dificultades anexadas a estar vivo. Al cuidarlo es bondadoso, porque la bondad consiste en cuidar y ampliar las posibilidades para que el bienestar y la tranquilidad comparezcan en la vida del otro. Esta donación de ayuda surge porque el receptor es considerado valioso, un sujeto portador de dignidad, el valor común que nos hemos arrogado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Somos valiosos y tenemos dignidad porque una vez derrocada la necesidad podemos elegir libremente. Entre todo el repertorio de elecciones puesto a nuestra disposición, la más sublime de todas es la de los fines con los que dotar de sentido nuestra vida. Cuando cuido esa dignidad soy considerado y respetuoso con esa persona y, en tanto que me merece respeto, la incluyo en las mediaciones reflexivas en las que me pienso yo, puesto que mi mismidad está configurada de los lazos que me anudan a esa mismidad y al resto de mismidades con las que comparto la aventura humana. Cuando el otro no está bien cuidado, y mi alfabetización sentimental y la racionalidad ética están bien estructuradas e interiorizadas, siento compasión, el sentimiento en el que el dolor del otro me duele, y al dolerme elaboro planes de acción para neutralizarlo o erradicarlo de su cuerpo, o de su vida. Compartir el dolor atenúa el dolor, pero sentir su titularidad propende a neutralizar las causas. El lenguaje común nos dice que si la contemplación del sufrimiento de un semejante nos araña y nos punza, estamos siendo radicalmente humanos en nuestro proceder. Cuando mostramos imperturbabilidad o inatención ante el dolor del prójimo, el lenguaje sanciona esa conducta como inhumana.  

Cuando actúo compasivamente lo hago con amor, porque insisto que el amor es cuidar al otro, y cuidar al otro es estimar su dignidad, y atender su dignidad es la máxima representación de humanidad, que es el resumen en el que el otro me preocupa, y por ello le concedo atención, cuidado y respeto.  Este respeto es inseparable de la amabilidad, el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que nuestros actos hagan su vida más grata. Cuando se comportan respetuosa y afablemente con nosotros, tendemos a responder con agradecimiento, que es la respuesta con la que devolvemos el cuidado y la amabilidad recibidos. He aquí la intercambiabilidad de las palabras referidas a lo más humano de la vida humana, que precisamente es humana porque es compartida de un modo nodal. Todo es sinónimo de todo, y por eso toda reflexión que se sumerja en lo más profundo de nuestra vulnerabilidad se acaba explicando con la sencillez aplastante de las tautologías. También recurriendo al lenguaje de lo cotidiano, que alberga expresiones de una insondabilidad sobrecogedora y consigue que el papiltar de la vida se encapsule en expresiones de una asombrosa llaneza acientífica, inalcanzable para el lenguaje de la ortodoxia y el conocimiento. Cuando una persona incorpora a su conducta todo el mosaico de virtudes y sentimientos que he tratado de explicar aquí, entonces ese lenguaje sencillo nos permite decir que estamos delante de una buena persona. Yo, que me jacto de traficar con volúmenes ingentes de palabras, no conozco un elogio más grande y más bello. Quizá tampoco otro más emocionante.



Nota: Esta tarde pronunciaré una conferencia en el Círculo Mercantil de Sevilla a las ocho de la tarde con motivo del Quinto Aniversario de este blog. Hablaré de estas y otras reflexiones depositadas aquí a lo largo de estos cinco años. Estáis invitados. 



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