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martes, mayo 27, 2025

Sentirse poca cosa

Obra de Tim Etiel

En mitad de la lectura de una novela me encuentro con la coloquial expresión «sentirse poca cosa». Hacía mucho tiempo que no la veía escrita, así que al instante la rodeé con un llamativo círculo para resaltar su presencia en la página. Es  una enunciación sumamente expresiva con un hondo trasfondo. Creo que si pidiera opinión a quienes ahora leen este artículo, sería fácil y rápido consensuar que lo que más daño nos inflige a las personas es que otras personas no nos traten como personas, y lo hagan sin embargo como si encarnáramos cosas. Este sufrimiento podría esclarecer nuestros análisis sobre muchos comportamientos cuya causa no logramos comprender en un primer momento. «Sentirse poca cosa» es una expresión que llama muchísimo mi curiosidad porque no tiene antagonista, nadie afirma «sentirse mucha cosa» cuando alguien muestra respeto y deferencia a su persona. Cuando no nos sentimos bien tratados tendemos a recurrir a expresiones terriblemente lacerantes para manifestar un dolor que necesita metáforas para ser fidedigno: «me trataron como a un perro», «me trataron como a un trapo»«me trataron como basura». Son expresiones que simbolizan humillación y maltrato. 

Nos sentimos poca cosa cuando nos tratan como si no fuéramos titulares de una dignidad frente a la cual toda persona tiene el deber de dispensarle una atención expresada en cuidado. Este deber lo contrae cualquiera en el mismo instante en que admite ser una subjetividad portadora de dignidad. Los mecanismos de cosificación van directos al desmantelamiento de esta dignidad. La cosificación no consiste por tanto en que una persona se transforme en cosa, sino que las demás personas la traten como si lo fuera, esto es, despojándola de agencia y discurso propios. Las personas creamos dinámicas de cosificación cuando nos tratamos como si en vez de sujetos con cuerpo, cognición, entramado afectivo y dignidad, fuéramos objetos (o simples números, como tantas veces sucede en los trámites atestados de burocratización, en el razonamiento estadístico y los macrodatos, en el mundo pantallizado de la racionalidad algorítmica o en la información de las guerras, la miseria y la precariedad). En estos procesos puede ocurrir una objetualización (tratar al otro como un objeto expropiándole su autonomía), deshumanización (retirarle un ser humano la condición de humano, tarea para la que el odio y los prejuicios están perfectamente diseñados), instrumentalización (utilizar a una persona como medio o recurso para colmar intereses, desatendiendo todo lo demás), reducción (encasillar en una diminuta y monocromática característica a una persona marginalizando u opacando todas sus complejidades y particularidades), mercantilización (convertir en mercancía a alguien), y alienación (crear obligadas formas de existencia en las que es usual que las personas se sientan extranjeras en su propia vida). Son muchas las maneras sutiles tanto personales como estructurales que se emplean para que alguien sienta que se le está dispensando trato de cosa.

Nada ni nadie salvo un ser humano nos puede cosificar, y nada ni nadie salvo otro ser humano nos puede humanizar. Los seres humanos nos volvemos humanos en el instante en que otros humanos interactúan con nuestra interioridad. Evidentemente la relación ha de irradiar cordialidad y hospitalidad, porque hay relaciones que ensombrecen la vida de quienes participan de ellas. La relacionalidad nos humaniza. El número básico en el universo humano no es uno, sino dos. Hegel sostenía que para ser un ser humano se necesitan dos seres humanos. En El escenario de la existencia, Joan Carles Mèlich refrenda esta tesis y aporta incisividad: «La alteridad es más importante que el yo. De hecho, es su condición de posibilidad». Creo que no solo necesitamos a otro humano para ser humanos, apremia la configuración de espacios y tiempos para que esos dos humanos se encuentren y se reconozcan en una reciprocidad que los aprovisione de la posibilidad de humanidad. Humano proviene de la palabra humus, tierra, es decir, somos seres ligados a lo terrenal, a lo pequeño, procedencia que cuando se asume con modestia epistémica sedimenta en una conducta que arrebata cualquier atisbo de vanidad y engreimiento. Hay una insignificancia balsámica que nos divorcia de importancia alguna y nos libera de la subyugación de creer que sin nuestra presencia el mundo se desmadejaría. Sentirse poca cosa cuando un tercero nos recuerda nuestra pequeñez para mofarse de ella es muy doloroso. Saberse poca cosa porque advertimos la enigmática inabarcabilidad de todo lo que nos rodea y nos induce al aprendizaje de nuestra fragilidad es muy sensato. El primer acto es una humillación. El segundo es humildad. El primero es una herida, el segundo es un umbral. Aunque parezca antitético, es la humildad la que puede evitar que una persona se sienta humillada porque le hagan  sentir poca cosa. 


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martes, abril 02, 2024

¿Se puede ser buenista y bueno?

Obra de Tim Eitel

En el ensayo La banalidad del bien, el filósofo Jorge Freire lanza una pregunta muy sagaz. «¿Será posible que cuando no es posible una vida buena solo queda el buenismo?». Para entender bien este interrogante hay que retroceder unas cuantas páginas del libro y averiguar qué acepción de buenismo desgrana el autor. No es gratuito este matiz, porque de un tiempo a esta parte el término buenismo ha devenido en palabra polisémica y sirve para catalogar comportamientos no solo dispares y y heterogéneos, sino a veces directamente antagónicos. En muchas ocasiones se utiliza para denostar al que propone que la manera más inteligente de inscribirse en el mundo compartido es hacerlo con bondad. Freire lo define como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Desde esta posición semántica, es fácil concordar con el autor cuando luego añade que la maniobra del buenismo es que trivializa la buena acción en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo («ansia de pureza que esteriliza la disidencia»). Por tanto esta mirada interpreta el buenismo como sinónimo de hipocresía y cinismo. Es buenista quien enarbola valores éticos en su discurso, pero los desdice en sus actos. El buenista santifica la teoría con sus aportaciones narrativas, pero no quiere saber nada de su traslación a la práctica. Si hacemos caso a la canónica filosófica, y la moral es moral vivida, y la ética es reflexión sobre esa moral, cabe conjeturar que el buenista es aquella persona tremendamente ética, pero muy poco moral. Es un publicista de sus propios valores éticos, ostentación que delata su buenismo. Quien se afirma virtuoso deja de serlo al instante. 

Recuerdo que en mi última conferencia me preguntaron qué pensaba de la actual crisis de valores. Quien pregunta por la crisis de valores propende a admitir la existencia de una depreciación de valores éticos y a aceptar la existencia de un tiempo pretérito en el que se debió de vivir una inflación gloriosa de todos ellos. Fui breve y taxativo en mi respuesta: «no hay crisis de valores, hay crisis de virtudes». La mayoría de las personas sabemos qué valores son los que allanan la convivencia y permiten colectiva y políticamente el acceso a una vida buena, pero otra cosa muy distinta es llevarlos a cabo. Cuando imparto clases de valores éticos el alumnado tiende a encontrar dificultades mayúsculas para definir qué es un valor ético, pero esas mismas personas que naufragan en la aventura de la definición se vuelven avezadas especialistas en el arte de enumerar los valores que saben que gozan del aplauso y el reconocimiento social. No saben qué es un valor ético, pero son eruditos a la hora de desentrañar cuáles son los que deben elogiar. Ocurre algo análogo con el buenista. Sabe muy bien qué palabras necesitan sobreexposición y cuáles no para extender su cotización social. En su precioso libro Las palabras rotas, Luis García Montero señala que las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla son bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Precisamente son estas palabras las primeras que se corrompen cuando las personas se corrompen, y las primeras que se quebrantan cuando el buenista las verbaliza con intenciones muy poco éticas. También son las primeras que se marchitan si no hay condiciones políticas de posibilidad para una vida buena en la que puedan prender. 

 

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martes, noviembre 08, 2022

«Avergonzar es la manera más terrible de hacer daño»

Obra de Ivana Besevic

En Educar las emociones y los sentimientos, el piscólogo Manuel Segura y la pedagoga Margarita Arcos definen la vergüenza como un «sentimiento negativo acompañado del deseo de esconderse ante la posibilidad (o el hecho) de que los demás vean alguna falta, carencia o mala acción nuestra, o de algo que debería permanecer oculto». El diccionario de la Real Academia define la vergüenza como «sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos». Es una definición muy nebulosa que omite el factor más relevante de este sentimiento, la mirada del otro. Boris Cyrulnik la demarca en el subtítulo de uno de sus ensayos: Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro. Es un buen subtítulo porque solo podemos sentir vergüenza si participan los ojos de la persona prójima. La vergüenza es heterónoma (la norma viene de fuera), frente a la culpa, que es autónoma. Alguien puede lanzarnos un veredicto acusatorio, pero si nosotros creemos firmemente que no es así, la imputación no tendrá efecto. En la culpa nos acusamos a nosotros mismos de una acción concreta con la que hemos dañado a alguien. La culpa presenta correlaciones con la vulneración de normas morales, la vergüenza con el desajuste  de los códigos convencionales, o con lo que los demás esperan de nuestra persona. Es el sabernos descubiertos lo que nos hace sentir vergüenza. La culpa puede turbarnos por dentro, pero es la vergüenza la que nos sonroja por fuera.

La vergüenza es esencialmente política, en tanto que surge en la interacción ocular con el otro, o en una privacidad que creemos puede ser profanada por el escrutinio ajeno, posibilidad que nos incomoda o nos desasosiega. En realidad, todo el orbe sentimental es político, porque los sentimientos son formas de ordenar lo que nos afecta de tal modo que no entorpezcan el funcionamiento de la convivencia. La vergüenza es un sentimiento doliente que necesita la colaboración, aunque sea de un modo involuntario, de la persona prójima. Nos vemos a través de los ojos de la otredad, es decir, nos evaluamos utilizando los criterios de valor que creemos emplea el otro, o la normatividad social establecida, o los estándares del tiempo histórico en que estamos absorbidos. Pero  estos mecanismos solo se activan cuando la mirada del otro nos ha visto, cuando al sentirnos observados sus ojos nos convierten en el nosotros que nos desagrada. La vergüenza nos puede hacer sujetos sociales responsables, pero mal articulada nos puede sabotear, paralizar y fosilizar. La expresión coloquial «morirse de vergüenza» señala esta petrificación. La vergüenza es un afecto negativo cuando nos atenaza y nos mineraliza sin motivo plausible alguno, pero se torna útil cuando opera como autorregulación. Nos protege de nosotros mismos. 

Nietzsche nos advirtió que la manera más terrible de hacer daño es avergonzar a otra persona de sí misma. Avergonzar a alguien es mostrarle con aspereza la sima que se abre entre su persona y los estándares en los que su vida debería ahormarse. Provocar deliberada vergüenza es una agresión, un calculado golpe verbal destinado a lastimar  el autoconcepto que una persona alberga de sí misma. Avergonzar con mezquindades (de otro modo no es posible) es tan cruel que es quien agrede el que debería sentir vergüenza por la comisión de semejante acto. Cuando la irascibilidad nos inspira a sacar a colación una lista de agravios, lo que se intenta es provocar vergüenza en el destinatario, que esa letanía de hechos proferidos con entonación airada y enfoque despectivo lesione su dignidad. Aunque nadie acepta la autoría categórica de un hecho reprobable cuando se instrumentaliza como objeto punzante con el que ser atacado, el enfado nos vuelve muy obtusos y muy vengativos como para advertir esta obviedad y omitir el repertorio de ofensas. Al contrario, nos empecinados en que lo admita exagerándolo y  caricaturizándolo con la omisión del contexto. Avergonzar al otro es una de las muchas maneras que los seres humanos utilizamos para agredir, y la agresión es una de las formas que empleamos para defendernos. No avergonzar a alguien cuando sería fácil hacerlo es una forma de cuidado. Una deferencia. Una muestra de respeto. El respeto no solo a la dignidad del otro, sino a la dignidad como valor común del que toda persona es titular por el hecho de serlo.

 

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