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martes, julio 18, 2017

El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos



Obra de Ryo Shiotani
Los valores morales son abstracciones muy difíciles de explicar. No es nada sencillo definir lo justo, lo bueno, lo ejemplar, lo digno. Sin embargo, estos valores abandonan su condición abstracta y se entienden con facilidad cuando se encarnan en acciones concretas llevadas a cabo por individuos concretos. Aristóteles advirtió que las virtudes éticas no se pueden enseñar, pero sí aprender al contemplarlas en las acciones de los demás e incorporarlas como hábitos en la conducta propia. Para que esta transacción se lleve acabo urge la participación afectiva de la admiración. En el íncipit de La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral, Aurelio Arteta define la admiración como «el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla». En La capital del mundo es nosotros (ver) le concedí tanta importancia a este sentimiento que recurrí a él para titular el último capítulo: Admirar lo admirable. En La razón también tiene sentimientos (ver), en la sección dedicada a los sentimientos de apertura al otro, de nuevo volví a traerla a colación en el epígrafe Sentir admiración. Estaba persuadido de que la admiración es un sentimiento irrenunciable en la edificación personal, pero también en la configuración del espacio compartido. En el tremendamente crítico con el paisaje social contemporáneo Tantos tontos tópicos, el propio Aurelio Arteta escribe que la admiración, el sentimiento de lo mejor, es también el mejor de los sentimientos. De aquí he extraído el título de este artículo. Si en mis clases y charlas hablo siempre del papel medular de la compasión en las interacciones humanas, no creo que  la admiración posea un estatuto menor. Estamos ante un sentimiento mayúsculo. Su grandeza no corresponde con su promoción. Muchas veces ninguneado, o directamente olvidado, o malinterpretado como envidia, en otras ocasiones confundido con idolatría (admiración excesiva aunque con fundamento superfluo) o con inferioridad, siempre desplazado del podio de los grandes sentimientos.

Aurelio Arteta diferencia admirar de expresiones del lenguaje ordinario como «me gusta», «me encanta», o «me parece interesante». Las dos primeras son habituales en el fragor de las redes sociales, pero admirar se sitúa bastantes peldaños por encima. Admirar es una actividad mucho más activa que la que señalan esos verbos en los que el sujeto puede ser un mero agente pasivo. La admiración es un sentimiento que trae entrañada la mimetización de lo excelente, impele a la acción, a emular al admirado, a aquel que recopila en su comportamiento aquellas conductas que consideramos irrevocables para mejorar nuestra aventura de animales humanos. Para admirar las acciones modélicas hay que saber qué es lo admirable, pero también asumir la polaridad de los valores y ubicar lo denigrante. Debemos evaluar, calibrar, sopesar, indagar, interpretar, pensar, jerarquizar, comparar. Admirar es establecer juicios de valor, conferir un sentido al mundo y beligerar contra la indistinción. Sucede que juzgar como práctica está muy desacreditada en bloque. La abstención de juzgar es plausible cuando la carencia de información raquitiza o estupidiza nuestros posibles juicios y los convierte en prejuicios, pero juzgar para evitar la desjerarquización de la conducta humana es un ejercicio que nos permite segregar lo encomiable de lo execrable, lo notable de lo repudiable, lo empobrecedor de lo multiplicador,  la vileza de la nobleza, lo excelente de lo pésimo, lo plenificante de lo esclavizante, la bondad de la maldad, lo digno de lo indigno, lo justo de lo injusto. Deslindar estos territorios parece una labor que solicita años de estudio e investigación, pero, como le leí a Innenarity, la costumbre ayuda más a discernir cuestiones morales que cualquier tratado de ética.

Un mal entendido igualitarismo nos ha hecho creer que todos somos iguales y por lo tanto también el valor de nuestras acciones, pero no es cierto. Somos, o deberíamos ser, iguales en dignidad y derechos, pero no necesariamente esa igualdad ciudadana nos calca en virtudes. Aplaudir y encomiar al que las practica no trae adjuntada ninguna desigualdad jurídica, lo que trae es un beneficio social incalculable. Conexada con la admiración está el buen ejemplo, el mejor proveedor de buenos valores. Hanna Harent explicaba que «los seres humanos decidimos nuestras nociones de lo bueno y lo malo en la selección de las compañías con las que desearíamos pasar la vida y de los ejemplos que nos aleccionan». En los textos educativos se cita permanentemente lo nuclear del ejemplo en el aprendizaje, pero con frecuencia se omiten ciertos presupuestos necesarios para que el ejemplo no pierda fecundidad pedagógica. Es cierto que todos los ejemplos ejemplifican, pero no todos ellos son ejemplarizantes. El ejemplo para convertirse en valioso instrumento de imitación necesita la ejemplaridad, una conducta que, en palabras de Javier Gomá, progenitor del término ejemplaridad pública y autor de una tetralogía dedicada a su estudio, puede formularse en un imperativo: «que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora». Hace ya unos cuantos años yo escribí que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras. Tiempo después maticé que sin embargo sí se necesita saber qué palabras ejemplarizantes se quieren ejemplificar. Ahora añado que esta tecnología milenaria además requiere para su máximo aprovechamiento la mirada cómplice y asombrada del que contempla la acción ejemplar. Sin admiración la ejemplaridad queda mutilada de valor  para el que mira. Mira, pero no admira. Ve, pero no emula.  Observa, pero no hace.  Ojalá nunca estemos tan desentrenados del uso cívico,  o suframos la atrofia de la admiración, o  la colonización de la indiferencia, que nos ofusquemos para desemparejar lo admirable de lo miserable. Si nos desorienta algo tan antagónico, difícilmente distinguiremos entre lo bueno y lo mejor.



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martes, mayo 23, 2017

Libertad, qué hermosa eres y qué mal te entendemos

Obra de Bronwyn Hill
Existe mucha desorientación cuando hablamos de la libertad. En los cursos suelo recordar una maravillosa definición de Octavio Paz, quizá la más lacónica aunque más precisa que he leído. El Premio Nobel de Literatura escribió que «la libertad consiste en elegir entre dos monosílabos, sí y no». Recuerdo que hace unos años cometí la procacidad de matizar esta afirmación. Agregué un tercer monosílabo, concretamente su negación. La nueva definición quedó formulada de la siguiente manera: «La libertad consiste en elegir entre dos monosílabos y la negación de un tercero: sí, no y no sé». La incursión de esta tercera variante es muy sencilla. Muchas acciones las realizamos ignorando qué motivos últimos nos hicieron elegirlas. Nos decantamos por unas decisiones en vez de por otras análogamente válidas y nuestra explicación más sólida es encogernos de hombros. Esto no significa que no hayamos deliberado sobre el motivo, o que no hayamos rastreado lo que nos impulsó a esa elección. Significa que no lo hemos encontrado.

Solemos citar la libertad como valor supremo. Olvidamos con preocupante facilidad que esta consideración nos metería en problemas irresolubles, puesto que ningún otro valor podría objetar su despliegue. Si alguien entiende la libertad como hacer lo que le dé la gana y coloca este valor por encima de valores compartidos, la convivencia se tornaría en muy poco tiempo en un lugar muy desagradable. Voy a compartir aquí mi definición de libertad que conexa con la anterior expresión coloquial: «Libertad es la capacidad de no hacer lo que te dé la gana aunque pudieras hacerlo». No lo haces porque desobedeces tus propios deseos, el instante más notorio de la libertad. Transgredir unos deseos implica simbióticamente acatar otros. Saber elegir bien cuáles mejoran y cuáles empeoran la aventura de haber nacido en una comunidad reticular es lo más relevante que uno puede aprender en la vida. Muchos coligen que colmar la instantaneidad del deseo es la más efervescente expresión de la experiencia de libertad, cuando se trata de un acto que delata mucha sumisión. A los corifeos que promulgan que el deseo se satisfaga sin más dilación si irrumpe en nuestra vida, yo jamás les he oído la matización de si ese deseo ha de ser deseable o no. Existen muchos deseos que por el bien de todos es mejor que nadie los cumpla. Los grandes filósofos éticos han intentado dar con la piedra filosofal en la que el deseo se alinee con lo deseable, es decir, con aquellas conductas que nos plenifiquen y simultáneamente permitan la creación de espacios que plenifiquen a los demás. Libre es aquel que ha logrado que lo apetecible y lo conveniente sean un mismo deseo. Empiezo a sospechar que la sabiduría es actuar bajo la égida de esta comunión. Por eso el sabio es libre.

En el último ensayo publicado antes de su muerte, Extranjeros llamando a la puerta, Zygmunt Bauman cita a Hanna Harent para remachar una idea que es perfecta para lo que yo quiero explicar aquí: «Cuando uno piensa su yo está solo, pero cuando actúa su yo se encuentra con otros yoes». El pensamiento opera en un área privada, pero la acción lo hace en un nicho compartido. La libertad cómo dinamismo por el que nos decantamos por unas acciones en vez de otras se incuba en la privacidad de las ideas, pero se sedimenta en una línea de acción que incursiona en el paisaje humano donde habitan otras alteridades. Al deshilacharse la idea de comunidad en aras de un individualismo que se cree autosuficiente, eliminamos simultáneamente muchos límites que son los verdaderos nutrientes de nuestra libertad. En El contrato social Rousseau insistía en esta idea, clave para afrontar la convivencia como destino insoslayable. En la urdimbre intersubjetiva se pierde una porción de libertad para poder ser libres.

En el ensayo La ciencia y la vida de Valentín Fuster y el siempre añorado José Luis Sampedro se explica esta circunstancia con un ejemplo muy fácil de entender: «Si no hay normas, no hay libertad. La cometa vuela porque está atada. La cuerda permite la resistencia contra el viento y por ello la cometa vuela». Kant empleaba el símil de la paloma y el viento para explicar esta aparente aporía. En el vacío la paloma no levantaría el vuelo. En el esclarecedor El gobierno de las emociones, la lúcida Victoria Camps cita a Williard Gayling y Bruce Jennings, autores del libro The perversion of autonomy, para recalcar este argumento aparentemente antitético pero primordial para entender la relación entre convivencia y libertad: «No puede haber una sociedad libre sin autonomía individual y no puede haber una sociedad sostenible que descanse solo en la autonomía». Yo soy muy recalcitrante intentando explicar esta idea en las clases y en los cursos porque con los años he comprobado atónito que rara vez los asistentes la tienen automatizada sentimentalmente. Aunque parezca contraintuitivo, la interdependencia es el marco que facilita nuestra independencia.



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martes, enero 31, 2017

Cuando el amor es líquido, el miedo es sólido

Obra de Enrique Collar
Para que el sistema productivo genere necesidades ficticias que cubran su cada vez más gigantesca oferta se necesita volatilizar el deseo. Esta cultivada fragilización se ha propagado tentacularmente a todos los círculos de la vida. Da igual si nos encontramos en el segmento público o en el ámbito privado. En las páginas de Vigilancia líquida, Zygmunt Bauman explica cuándo se produjo el Big Bang que nos depositó en este nuevo paisaje: «la gran ruptura en el progreso de la sociedad de consumo fue el paso de la satisfacción de las necesidades (es decir, de la producción que responde a la demanda existente) a la creación de necesidades (es decir, el ajuste de la demanda a la producción existente) mediante la tentación, la seducción y el incremento del deseo». Para lograr esta subversión fue necesario operar sobre la capacidad deseante de las personas con el fin de excitar su insatisfacción. La manipulación del deseo para que secundara una mutabilidad trepidante en aras de satisfacer la oferta productiva contaminó todos los deseos. Y debilitó nuestros vínculos. El amor es una de las víctimas de la labilidad del deseo. El amor no es estrictamente un sentimiento, es un deseo que elicita una panoplia de sentimientos y actividades en el binomio amoroso. Como el deseo en la hipermodernidad es evanescente, el deseo del amor también. Bauman bautizó a este nuevo hábitat afectivo como amor líquido, una parcela significativa del mundo líquido que topografió con tanta lucidez. José Antonio Marina se refiere a este tipo de amor como amor mercurial. Rojas Marcos lo bautiza como amor eólico, término que me gusta mucho, pero no la explicación esgrimida que adolece de la falta de muchos matices. Según la taxonomía desgranada por Steinberg en El triángulo del amor, podríamos referirnos a este amor como una miscelánea de amor romántico y amor insensato. Relaciones flotantes expuestas al vaivén del deseo inconsistente.

La emancipación del marco colectivo de la vida en pareja, su autonomización y desvinculación de la esfera religiosa, fue un avance que benefició al amor. En épocas pretéritas había fidelidad a la relación marital, pero no necesariamente al amor. Ocurría que si el amor periclitaba, la relación, que era la osamenta civil del amor, continuaba en pie, aunque estuviese huera. Surgían así cautiverios en los que la conducta privada se asfixiaba bajo el peso de lo institucionalizado. Desarticular la presión social y la normatividad sobre la vida compartida trajo la consagración del amor, pero en su dorso también trajo, debido a la exacerbación del deseo en todos los ámbitos, la debilitación del vínculo. Como cualquier unión puede deshacerse en cualquier momento, empleamos tanta energía en vivir la relación como en habilitar la salida de incendios para evitar que esa relación no nos provoque quemaduras de cierto grado en caso de que termine. Para tramar una salida de emergencia es necesario pensar en la conclusión de la relación y por supuesto en negarle todos los recursos, que habrá que repartir entre la vivencia de la relación y una alternativa por si la relación fenece. Es harto difícil madurar una relación si flota permanentemente la idea de su defunción. El pacto amoroso se puede derogar, el contrato rescindir, el deseo se puede disolver, y esta realidad, verificada por la sucesión monógama de parejas efímeras, o por una colección de fracasos y sufrimiento, es un fértil territorio para la desconfianza y la cautela. Puesto que cada vez nuestros deseos son más mutátiles, la fidelidad al deseo del amor trae en su anverso el recelo a la relación amorosa. He aquí la paradoja.

La plausible lealtad al amor se ha convertido en un problema nada trivial. Al ser el deseo tan volátil, esa fidelidad es líquida. Hoy es sí, pero mañana por la mañana no sé. En La capital del mundo es nosotros yo retraté esta tesitura y el increíble paralelismo que mantiene con los contratos temporales que se firman actualmente en el ecosistema laboral. Fluctuamos entre lo renovable y lo revocable. El amor vincula con lo más integral de nosotros, y si ese amor se puede revocar en cualquier instante, el miedo se instala en las estancias más profundas del ser que somos. Miedo a ser un amante de paso, a ser víctimas de la trashumancia de las relaciones, de un deseo que se enciende y se apaga aceleradamente ante la llegada de otro que procure la paradisíaca efervescencia de las inauguraciones sentimentales. La socióloga del amor Eva Illouz defiende esta tesis en el formidable Por qué nos duele el amor. En su ensayo De la ligereza, Guilles Lipovetsky habla del miedo a que nos conviertan en «una subjetividad canjeable». También hay miedos en la dirección contraria. Miedo a cargar con el otro al que, si nos comprometemos con él, le otorgamos el derecho a reclamar el cumplimiento de lo que prometimos. El antídoto profiláctico contra la posible decepción o contra la posible reclamación es limitar la inversión sentimental en el proyecto, o directamente descartar que se trate de un proyecto. Así que nada de promesas, nada de compromisos, nada de grandes inversiones afectivas, nada de dibujar horizontes en común. Entramos en un bucle mórbido bajo la constatación de que la anorexia del amor provoca obesidad en el miedo a la relación. Si el vínculo adelgaza, los temores cogen inmediato sobrepeso. Y si los temores engordan, el vínculo enflaquece todavía más. Panorama poco halagüeño a la vista.



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jueves, diciembre 22, 2016

¿Quieres ser feliz? ¡Desea lo que tienes!


Hace poco estuve en un programa de radio hablando del ensayo La capital del mundo es nosotros. En una de las secciones el invitado recomienda un libro. Yo recomendé Las experiencias del deseo con el que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 2009. Se trata de una obra magnífica. En sus páginas se bifurcan las experiencias del deseo en amor y odio, y se subdividen en las muchas variantes del amor a uno mismo y el amor al otro, y en las ramificaciones del odio a uno mismo y el odio a los demás. Conviene recordar aquí que los deseos no son sentimientos, pero su coronación o su insatisfacción provocan una frondosa arborescencia sentimental. Antes de continuar estaría bien definir qué es el deseo. El deseo es la punzante sensación de una carencia y la energía motora puesta a disposición de que esa ausencia se haga presencia. Esta semana he estado leyendo a André Comte-Sponville, un filósofo francés que habla de los trajines humanos y de nuestra afición a intentar ser felices. En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, sino también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. El libro vindica la sabiduría del desesperado, aquel que no espera nada porque está tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego.  Por eso es propia del sabio.

Pero yo no me quería detener aquí, sino en cómo podemos hacer una taxonomía de los sentimientos simplemente observando si deseamos lo que tenemos o lo que no tenemos. Juguemos a las posibilidades. Si deseamos lo que no tenemos podemos sentir la esperanza o la ilusión de tenerlo, o la pena de no tenerlo, o la envidia de que lo tenga otro, o la frustración de haberlo intentado tener, u odio a aquel o a aquello que nos frena alcanzarlo. Saltemos al lado opuesto. Si deseamos la pervivencia de lo que ya tenemos podemos sentir la alegría de tenerlo, o la vanagloria de poseer lo que no poseen otros, o miedo a perderlo, o celos de que otro nos desposea de ello, o tristeza ante esa posibilidad, o egoísmo para no compartirlo y evitar perderlo, o irascibilidad si alguien nos complica la meta de poder seguir teniéndolo, o violencia para recuperarlo si nos lo arrebatan.  Es sorprendente que estas variaciones del deseo eliciten tantos sentimientos tan profundos y tan dispares. 

Vinculado con el deseo, y resulta imposible no citar a Spinoza y su conatus, hace ya unos cuantos años le leí al propio Comte-Sponville una maravillosa definición de en qué consiste disfrutar, que es un sentimiento de alegría que deberíamos fomentar más a menudo. La comparto con todos ustedes. «Disfrutar es desear lo que se tiene». Existe un relato tradicional que explica esta mecánica tan poco practicada. Un sultán es dueño del mundo, pero no se regocija con nada de lo que dispone en ese mundo. Lo tiene todo, pero todo le resulta desabrido. Reclama la ayuda de un sabio para ver cómo puede recuperar el deseo. El erudito escucha atentamente y afirma que cree tener la solución a su problema. Con voz parsimoniosa le prescribe la receta mágica: «Llame mañana mismo a un sicario para que lo mate. En cuanto firme el contrato verá cómo disfruta de todo lo que tiene». Dicho de otra manera. De repente el sultán desearía vehementemente lo que tiene porque toma conciencia de que con su contratada muerte puede dejar de tenerlo y de disfrutarlo en cualquier momento. El sicario le hace «habitar el instante a cada instante», término con el que por cierto he titulado un epígrafe de mi inminente nuevo libro. No recuerdo el nombre del autor, pero todavía tengo clavado el verso que le leí hace muchos años. Lo cito de memoria, así que puede ser algo diferente, aunque su significado es el mismo: «Solo los poetas valoran las cosas antes de que se las lleve la corriente». La torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, pero nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta. Hete aquí el pasaporte para ser infelices, pero también el secreto para que con unos retoques poder ser felices.



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miércoles, noviembre 02, 2016

El tamaño de nuestra ignorancia




La andadura vital de cualquiera de nosotros se resume en una pugna encarnizada entre lo que uno pretende y lo que le acontece. Dicho liso y llanamente. Se trataría de la lucha entre el deseo y la realidad. Para acotar  lo que quiero decir definiré ambas magnitudes. Entiendo como deseo el borbotear de una ausencia que anhela hacerse presencia. Para intentar alcanzar ese cometido las personas desplegamos esfuerzo y un complot de competencias afines a lo deseado. Entiendo como realidad la cuota de resistencia que se opone a que culminemos esa conquista. Recuerdo leerle a Benjamín Prado en una de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad. La realidad se dedica a enviudar muchos deseos, sobre todo aquellos que fueron engendrados por un déficit de realidad. Antonio Machado abrevió en un verso antológico toda esta maraña existencial: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Vuelvo a la terminología con la que inicié este texto. La mayoría de las veces el acontecimiento noquea nuestros propósitos y nos hace tachar parte de lo diagramado. En el ensayo Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity insiste en segregar las acciones controladas de las que acontecen, en diferir entre las cosas que hacemos y las cosas que nos pasan. Esta escisión es primordial para comprender lo incomprensible.

Nuestra vida está plagada de hechos que acontecen sin nuestro consentimiento, pero que sin embargo definen y redondean nuestra biografía. Son microacontecimientos que se filtran poco a poco, o macroacontecimientos con una irradiación cegadora, que nos hacen arribar a estaciones inimaginadas cuando urdimos planes y nos proyectamos. Una de mis frases favoritas alude a este hecho que escapa a nuestro control volitivo: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Aquello que ahora posee un protagonismo nuclear en nuestra vida ocurrió de una manera  aleatoria,  tan contingente que sucedió como pudo perfectamente no haber sucedido. Estos hechos dados nos donan particularidad, una identidad sobrevenida, frente a los hechos creados que nos confieren singularidad, una identidad electiva.  En el espacio intersubjetivo en el que somos existencias ensambladas a otras existencias, y en un mundo articulado por la irrupción permanente de lo incontrolable, las cosas no se pueden evaluar con la simpleza de atribuir a la implicación personal la responsabilidad de todo lo que le ocurra a uno. La ideología del esfuerzo confunde ambas dimensiones al elevar al estatuto de sinonimia voluntad y resultado, y provoca severas contusiones sentimentales en los individuos. Cuando observamos que esa falta de suficiencia impide la domesticación de los acontecimientos, entonces nos sentimos humanos. Es en esa experiencia dramática cuando aceptamos que ignoramos por completo la magnitud de nuestra ignorancia. kant afirmaba que la inteligencia de un ser humano se mide por la cantidad de incertidumbre que puede soportar.  Me atrevo a parafrasearlo. La inteligencia de cualquier persona se mide por la cantidad de ignorancia que es capaz de admitir como parte de su conocimiento.