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martes, enero 24, 2023

Ser crítico no significa ser maleducado

Obra de Robin Eley

Hace unos años solía vindicar «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un signo civilizatorio que las personas  desestimen el uso de la fuerza y se acojan a la jurisdicción de las palabras para tratar de arreglar sus desavenencias. Cuando soltaba esta frase en cursos, talleres o conferencias veía que la gente asentía con la cabeza mostrando su conformidad. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Cualquiera dispone de bagaje vital suficiente para admitir que cuando las palabras se pelean es cuestión de un breve lapso que las personas que las pronuncian se acaben peleando también o, si no se pelean, lastimen la relación o directamente la cancelen. Hay palabras tan violentas como la propia violencia física. Lo contrario de la violencia no es la palabra, como se nos repite con gastada frecuencia, lo contrario de la violencia es la convivencia. Si alguien nos suelta una precipitada retahíla de palabras hirientes, palabras que quebrantan nuestro autoconcepto y nuestra dignidad, el corazón humano está programado para bombear irascibilidad, para que los sentimientos de apertura al otro se replieguen y dejen apresurado paso a los de clausura y su enorme atracción por el desenvolvimiento animoso y combativo en aras de restituir el equilibrio perdido. Una palabra inapropiadamente beligerante puede ser motivo más que suficiente para que dos personas se acaben haciendo mucho daño. Por culpa de  una palabra fuera de lugar se puede matar a un ser humano, pero también por culpa de una palabra oprobiosa se puede declarar una guerra en la que acaben muriendo miles de personas. Todo este marasmo reflexivo irrumpe en mi cabeza al encontrarme la siguiente reflexión en el precioso libro, un regalo de reyes, Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides. El escritor griego afincado en Suecia pone en boca de su madre la siguiente luminosa sentencia: «Las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».

Se le atribuye a Voltaire la aseveración «no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo». Que uno tenga derecho a opinar no significa que pueda tomarse la licencia de elegir palabras animosas o lesivas cuando opte por emitir su opinión. La libertad de expresión que enarbola la sentencia de Voltaire vincula con el derecho a ser críticos, con tolerar el cuestionamiento de los discursos hegemónicos para no caer ni en el dogmatismo ni en la momificación de las ideas, pero no con el uso de la humillación, el desprecio, la vejación, la ridiculización, la palabra que destila deliberada hiel, la palabra con vocación de provocar gratuito dolor. No se trata de limitar la libertad de expresión, se trata de que bajo la prerrogativa de ese derecho no nos volvamos groseros, zafios o crueles. Theodor Kallifatides nos dice unas páginas más adelante que «una cultura no puede ser juzgada solo por las libertades que se toma, también se juzga por las que no se toma».  A las personas les ocurre lo mismo. No solo se nos puede juzgar por las palabras que decimos, también por aquello que podemos decir pero que omitimos por considerarlo irrespetuoso. Quienquiera es libre de ser maleducado, pero habla muy mal de una persona que pudiendo ser educada no lo sea. El sociólogo Erving Goffman llamaba deferencia negativa justo al comportamiento contrario, al de quienes pudiendo emplear palabras graves y duras para reprobar conductas deplorables, sin embargo optaban por palabras atentas y fraternales. Ser deferente en su dimensión negativa es tener motivos para zaherir con palabras terroríficas y no hacerlo, porque ninguna reprobación está por encima del respeto que toda persona merece por el hecho de ser una persona.

Las cosas se pueden decir de muchas maneras, pero aquella por la que finalmente nos decantemos será la que nos ornamente por fuera y nos instituya por dentro. A veces nos camuflamos en las palabras, pero a veces son las propias palabras las que nos desenmascaran y muestran con descarnada transparencia quiénes estamos siendo en el momento en que las hacemos fonación. Un insulto o una imprecación es inmundicia verbal que ensucia a quien la pone en su boca, no al que la recibe en sus tímpanos. Se puede caer muy bajo pronunciado una palabra, pero también se puede ser muy elegante eligiendo una formulación de palabras que afirmen lo mismo sin necesidad de ensuciar ni encanallar la interacción. Cualquier persona tiene libertad para sentir y usar palabras que pueden hacer mucho daño, y,  precisamente porque cualquiera tiene esa libertad de sentirlas y elegirlas, la persona bien educada no las utiliza, porque sabe muy bien que «las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».  Disponemos de excedente de capital empírico para anticipar que si elegimos palabras con significados lacerantes estropearemos indefectiblemente la convivencia sin la cual la vida humana no puede ser humana. ¿Cuál es el limite que le debemos poner a las palabras? Theodor Kallifatides lo tiene muy claro: el Otro. Y unas líneas más abajo apostilla: «Naturalmente puedes ignorarlo, pero eso tiene consecuencias. Una de las más comunes es la hostilidad, el odio y, en algún momento, incluso la guerra». 

 

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martes, noviembre 29, 2022

«El diálogo se torna imposible sin la dimensión del otro»

Obra de Jurij Frei

La filósofa brasileña Marcia Tiburi sostiene que «la violencia aparece cuando el diálogo no entra en escena».  Es una definición próxima a la que despliega Michel Onfray en su Antimanual de Filosofía: «la violencia es la incapacidad de liquidar una querella por medio del lenguaje». Aceptando estas definiciones es fácil adherirse a lo que argumenta el profesor Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: «lo contrario de la palabra no es el silencio, es la violencia». Sin embargo, si uno demora su análisis y atiende a las posibilidades de la palabra es fácil mostrar desacuerdo con esta afirmación. Lo contrario de la violencia no es la palabra, es la convivencia. Hay palabras muy agresivas que pueden hacer mucho daño a una persona simplemente con su pronunciación. Hace años defendía, y así aparece escrito en artículos y en algún ensayo, que «se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un axioma que neglige el poder destructor del verbo. Es más que probable que si la palabra verbalizada es una palabra agresiva, sea una mera cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo, o certificando el deceso de la relación. Solo la palabra educada, considerada, respetuosa con la dignidad de la persona que la recibe es una palabra que elimina la violencia en aras de abrir un espacio compartido pacíficamente. Esa palabra es la palabra hecha diálogo.

Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce. Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es vida compartida precisamente con ese otro. Si queremos seguir viviendo agregados, no nos queda más remedio que entendernos y limar las posibles fricciones connaturales a la convivencia. Solo el diálogo posee el monopolio de atenuar el disenso y ampliar el entendimiento mutuo. El diálogo festeja la convergencia, la búsqueda interactiva de voces dispares buscando una razón común. En la redacción de unos manuales para un curso universitario tuve que definir qué es violencia, y lo hice como contraposición a esta experiencia privativa del diálogo. «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». La persona violenta detenta poder, pero se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene. El genuino poder es el que puede mutar la voluntad  prójima y lo hace desgranando argumentos tan sólidos y bien configurados que la persona interpelada se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.

Me viene ahora  a la memoria una amiga que se quejaba de que siempre que hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día no se contuvo y me soltó enconada: «¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza y no pude por menos de exclamar: «¡Creo que tendrías que volver a leerlo, o tendría que reescribirlo para explicarme mejor!». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, tampoco convencidos. En el paraninfo de la misma universidad en la que estudié Filosofía Miguel de Unamuno hizo célebre la exclamación «venceréis, pero no convenceréis», que sin embargo considero imprecisa, porque nadie puede convencer a nadie. Cuando en alguna ocasión mi interlocutor me ha dicho que lo he convencido, he negado con la cabeza: «No, no es así. Utilizando alguno de mis argumentos, te has convencido tú solo». Convencerse es un ejercicio exclusivamente personal. Sólo la bondad discursiva está en disposición de que ocurra esta metamorfosis emancipadora en la subjetividad que estamos siendo a cada instante. Concilia el cuidado de escuchar con el deseo de entender. Con ella, el diálogo es posible. Sin ella, la violencia extiende las probabilidades de entrar en escena.

 

(*) Mañana miércoles 30 de noviembre pronunciaré virtualmente la conferencia  La bondad discursiva. Forma parte de la celebración del primer y sexto aniversario de los dos Centros de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias en materia familiar del Poder Judical del Estado de Sinaloa (México). Será a las 11: 00 (hora en México) y las 19:00 (hora en España). Toda la información en el apartado Conferencias.


 
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martes, noviembre 01, 2022

Recordar infinitas veces que somos seres finitos

Obra de Alice Neel

Hoy uno de noviembre el credo cristiano celebra que los difuntos han alcanzado la vida eterna. Los difuntos son aquellas personas que han finado y que por tanto han pasado a formar parte del paisaje de nuestras reminiscencias. Me llama mucho la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada o proscrita del vocabulario cotidiano. Se ha vuelto tan inusual escucharla que lo que en realidad llama la atención es que alguien la pronuncie cuando consigna un fallecimiento. Hace unas semanas escuché una entrevista a la filósofa Remedios Zafra con motivo de su nuevo ensayo, El bucle invisible, y descubrí que cuando hablaba de su hermana fallecida no empleaba ninguno de los rodeos retóricos que proliferan en las conversaciones sobre nuestros deudos muertos. Llevamos unas décadas en las que ninguna persona muere. Se va, se marcha, parte, dice adiós, nos deja, la perdimos, ya duerme, descansa, ya no está. De todas las expresiones eufemísticas la que ahora se ha erguido en hegemónica es «nos ha abandonado». Se utiliza para dulcificar la tristeza, pero es una expresión inapropiada y tremendamente injusta. Parece que la persona finada está retándonos en el umbral de una puerta que cierra de un portazo para enfilar la salida tras soltar alguna imprecación. Cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y sin embargo la muerte irrumpe contra la voluntad del cuerpo, que instintiva y desairadamente se aferra a la vida incluso en circunstancias en que lo inteligente sería soltarse. 

Recuerdo una entrevista a Chantal Maillard en la que la filósofa disertaba que «no aceptamos la muerte. Todo radica ahí. No aceptamos la finitud, la impermanencia en un mundo que es impermanente por naturaleza». La muerte sigue existiendo, como se enfatiza en un día como hoy, pero la mortalidad, que es la conciencia presente de ese evento futuro, ha desaparecido. Haciendo un juego de palabras se puede proclamar que la muerte no ha muerto, pero sí la mortalidad. Que la mortalidad se haya evaporado de los imaginarios significa que también se ha volatilizado de allí la idea de finitud. Es paradójico que nos tengan que recordar infinitas veces que somos seres finitos. Joan-Carles Mèlich sostiene en su ensayo Filosofía de la finitud  que esa finitud señalada en el título no es sinónimo de muerte, sino de vida. Erramos cuando creemos que tener muy presente la finitud haría insoportable la vida. Precisamente la amputación de la finitud de nuestras reflexiones nos hurta vida en vez de ampliárnosla. Admitir nuestra finitud nos precave de la tiranía de ir postergando a un futuro que demora cíclicamente su advenimiento aquello que da sentido a nuestra existencia. Una vez le leí al cineasta Manuel Summers una reflexión nacida en los días que le diagnosticaron un cáncer. «Desde que me detectaron la enfermedad veo la misma belleza en un atardecer que en un huevo frito». La conciencia de finitud regaba de asombro y hermosura todo lo que se arrimaba a sus ojos. 

Hoy es el día de los difuntos y un año más ritualizamos el afecto que sentimos por quienes nos quisieron y quisimos antes de que murieran. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades, y convivir con quien ha fallecido pertenece al cupo de tareas ya irrealizables. Pero el ser humano es el ser que habita ficciones y se da forma con las palabras que elige para pronunciarse. Con nuestros fallecidos seguiremos entablando diálogos el resto de nuestra vida a través de la memoria. Serán interlocuciones tan apócrificas y tan reales como lo son las narraciones con las que configuramos nuestra biografía. La microcotidianidad, que nunca se retrata en los libros de Historia y cuyo latido de vida escapa al rigor de la Ciencia, evocará pasajes compartidos de los que emanarán recuerdos convertidos ahora en ininterrumpidas charlas, debates, reprobaciones, aseveraciones, interrogaciones, objeciones, consejos, confesiones de genealogía variopinta. Los difuntos son interlocutores que no envejecen, pero que en las conversaciones que trabamos con ellos suelen aconsejarnos con la sabiduría que se le atribuye a la senectud. Conocen la finitud que tanto cuesta convertir en sentimiento y cognición. 

 
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