Obra de Robin Eley |
Hace unos años solía vindicar «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un signo civilizatorio que las personas desestimen el uso de la fuerza y se acojan a la jurisdicción de las palabras para tratar de arreglar sus desavenencias. Cuando soltaba esta frase en cursos, talleres o conferencias veía que la gente asentía con la cabeza mostrando su conformidad. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Cualquiera dispone de bagaje vital suficiente para admitir que cuando las palabras se pelean es cuestión de un breve lapso que las personas que las pronuncian se acaben peleando también o, si no se pelean, lastimen la relación o directamente la cancelen. Hay palabras tan violentas como la propia violencia física. Lo contrario de la violencia no es la palabra, como se nos repite con gastada frecuencia, lo contrario de la violencia es la convivencia. Si alguien nos suelta una precipitada retahíla de palabras hirientes, palabras que quebrantan nuestro autoconcepto y nuestra dignidad, el corazón humano está programado para bombear irascibilidad, para que los sentimientos de apertura al otro se replieguen y dejen apresurado paso a los de clausura y su enorme atracción por el desenvolvimiento animoso y combativo en aras de restituir el equilibrio perdido. Una palabra inapropiadamente beligerante puede ser motivo más que suficiente para que dos personas se acaben haciendo mucho daño. Por culpa de una palabra fuera de lugar se puede matar a un ser humano, pero también por culpa de una palabra oprobiosa se puede declarar una guerra en la que acaben muriendo miles de personas. Todo este marasmo reflexivo irrumpe en mi cabeza al encontrarme la siguiente reflexión en el precioso libro, un regalo de reyes, Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides. El escritor griego afincado en Suecia pone en boca de su madre la siguiente luminosa sentencia: «Las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».
Se le atribuye
a Voltaire la aseveración «no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi
vida su derecho a decirlo». Que uno tenga derecho a opinar no significa que pueda tomarse la licencia de elegir palabras animosas o lesivas cuando opte por emitir su opinión. La libertad de expresión que enarbola la
sentencia de Voltaire vincula con el derecho a ser críticos, con tolerar el cuestionamiento de los discursos hegemónicos para no caer ni en el dogmatismo ni en la momificación de las ideas, pero no con el uso de la humillación, el
desprecio, la vejación, la ridiculización, la palabra que destila deliberada hiel, la palabra con vocación de provocar gratuito dolor. No se
trata de limitar la libertad de expresión, se trata de que bajo la prerrogativa
de ese derecho no nos volvamos groseros, zafios o crueles. Theodor Kallifatides
nos dice unas páginas más adelante que «una cultura no puede ser juzgada solo por las libertades que se
toma, también se juzga por las que no se toma». A las personas les ocurre lo mismo. No solo se nos puede juzgar por las palabras que decimos, también por aquello que podemos decir pero que omitimos por considerarlo irrespetuoso. Quienquiera es libre de ser maleducado, pero habla muy mal de una persona que pudiendo ser educada no lo sea. El sociólogo Erving Goffman llamaba deferencia negativa justo al comportamiento contrario, al de quienes pudiendo emplear palabras graves y duras para reprobar conductas deplorables, sin embargo optaban por palabras atentas y fraternales. Ser deferente en su dimensión negativa es tener motivos para zaherir con palabras terroríficas y no hacerlo, porque ninguna reprobación está por encima del respeto que toda persona merece por el hecho de ser una persona.
Las cosas se pueden decir de muchas maneras, pero aquella por la que finalmente nos decantemos será la que nos ornamente por fuera y nos instituya por dentro. A veces nos camuflamos en las palabras, pero a veces son las propias palabras las que nos desenmascaran y muestran con descarnada transparencia quiénes estamos siendo en el momento en que las hacemos fonación. Un insulto o una imprecación es inmundicia verbal que ensucia a quien la pone en su boca, no al que la recibe en sus tímpanos. Se puede caer muy bajo pronunciado una palabra, pero también se puede ser muy elegante eligiendo una formulación de palabras que afirmen lo mismo sin necesidad de ensuciar ni encanallar la interacción. Cualquier persona tiene libertad para sentir y usar palabras que pueden hacer mucho daño, y, precisamente porque cualquiera tiene esa libertad de sentirlas y elegirlas, la persona bien educada no las utiliza, porque sabe muy bien que «las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos». Disponemos de excedente de capital empírico para anticipar que si elegimos palabras con significados lacerantes estropearemos indefectiblemente la convivencia sin la cual la vida humana no puede ser humana. ¿Cuál es el limite que le debemos poner a las palabras? Theodor Kallifatides lo tiene muy claro: el Otro. Y unas líneas más abajo apostilla: «Naturalmente puedes ignorarlo, pero eso tiene consecuencias. Una de las más comunes es la hostilidad, el odio y, en algún momento, incluso la guerra».