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martes, noviembre 01, 2022

Recordar infinitas veces que somos seres finitos

Obra de Alice Neel

Hoy uno de noviembre el credo cristiano celebra que los difuntos han alcanzado la vida eterna. Los difuntos son aquellas personas que han finado y que por tanto han pasado a formar parte del paisaje de nuestras reminiscencias. Me llama mucho la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada o proscrita del vocabulario cotidiano. Se ha vuelto tan inusual escucharla que lo que en realidad llama la atención es que alguien la pronuncie cuando consigna un fallecimiento. Hace unas semanas escuché una entrevista a la filósofa Remedios Zafra con motivo de su nuevo ensayo, El bucle invisible, y descubrí que cuando hablaba de su hermana fallecida no empleaba ninguno de los rodeos retóricos que proliferan en las conversaciones sobre nuestros deudos muertos. Llevamos unas décadas en las que ninguna persona muere. Se va, se marcha, parte, dice adiós, nos deja, la perdimos, ya duerme, descansa, ya no está. De todas las expresiones eufemísticas la que ahora se ha erguido en hegemónica es «nos ha abandonado». Se utiliza para dulcificar la tristeza, pero es una expresión inapropiada y tremendamente injusta. Parece que la persona finada está retándonos en el umbral de una puerta que cierra de un portazo para enfilar la salida tras soltar alguna imprecación. Cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y sin embargo la muerte irrumpe contra la voluntad del cuerpo, que instintiva y desairadamente se aferra a la vida incluso en circunstancias en que lo inteligente sería soltarse. 

Recuerdo una entrevista a Chantal Maillard en la que la filósofa disertaba que «no aceptamos la muerte. Todo radica ahí. No aceptamos la finitud, la impermanencia en un mundo que es impermanente por naturaleza». La muerte sigue existiendo, como se enfatiza en un día como hoy, pero la mortalidad, que es la conciencia presente de ese evento futuro, ha desaparecido. Haciendo un juego de palabras se puede proclamar que la muerte no ha muerto, pero sí la mortalidad. Que la mortalidad se haya evaporado de los imaginarios significa que también se ha volatilizado de allí la idea de finitud. Es paradójico que nos tengan que recordar infinitas veces que somos seres finitos. Joan-Carles Mèlich sostiene en su ensayo Filosofía de la finitud  que esa finitud señalada en el título no es sinónimo de muerte, sino de vida. Erramos cuando creemos que tener muy presente la finitud haría insoportable la vida. Precisamente la amputación de la finitud de nuestras reflexiones nos hurta vida en vez de ampliárnosla. Admitir nuestra finitud nos precave de la tiranía de ir postergando a un futuro que demora cíclicamente su advenimiento aquello que da sentido a nuestra existencia. Una vez le leí al cineasta Manuel Summers una reflexión nacida en los días que le diagnosticaron un cáncer. «Desde que me detectaron la enfermedad veo la misma belleza en un atardecer que en un huevo frito». La conciencia de finitud regaba de asombro y hermosura todo lo que se arrimaba a sus ojos. 

Hoy es el día de los difuntos y un año más ritualizamos el afecto que sentimos por quienes nos quisieron y quisimos antes de que murieran. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades, y convivir con quien ha fallecido pertenece al cupo de tareas ya irrealizables. Pero el ser humano es el ser que habita ficciones y se da forma con las palabras que elige para pronunciarse. Con nuestros fallecidos seguiremos entablando diálogos el resto de nuestra vida a través de la memoria. Serán interlocuciones tan apócrificas y tan reales como lo son las narraciones con las que configuramos nuestra biografía. La microcotidianidad, que nunca se retrata en los libros de Historia y cuyo latido de vida escapa al rigor de la Ciencia, evocará pasajes compartidos de los que emanarán recuerdos convertidos ahora en ininterrumpidas charlas, debates, reprobaciones, aseveraciones, interrogaciones, objeciones, consejos, confesiones de genealogía variopinta. Los difuntos son interlocutores que no envejecen, pero que en las conversaciones que trabamos con ellos suelen aconsejarnos con la sabiduría que se le atribuye a la senectud. Conocen la finitud que tanto cuesta convertir en sentimiento y cognición. 

 
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viernes, abril 10, 2020

Recuperar la conciencia de finitud


Obra de Thomas Ehretsmann
En el artículo del pasado martes escribía que la vulnerabilidad desarticula las tesis del yo todopoderoso, insular y autárquico que tanto insiste en predicar ilusoriamente el neoliberalismo sentimental. Basta con tener una dolencia estacionaria, o un contratiempo del cuerpo que nos aprisione en una convalecencia, o que el azar nos sea ligeramente esquivo, para que ese yo alérgico a dependencias se muestre lábil e inoperante. Acaso este sea el motivo por el que la vulnerabilidad ha sido expoliada de la imaginería hegemónica. Ocurre exactamente lo mismo con la finitud, con nuestra indefectible condición de seres mortales, seres sujetos a un acontecimiento concluyente con el que un día clausuraremos nuestra adherencia a la vida. La finitud no solo señala una vulnerabilidad exacerbada, sino que anuncia su eclosión, el instante en que el cuerpo capitula y acepta la rendición que lo deportará del reino de los vivos. Salvo que el poshumanismo demuestre lo contrario, somos criaturas senescentes, caducas, finitas. Sin embargo, todos los relatos mercantiles, publicitarios, recreativos, en los que habitamos parece que no admiten la decrepitud y el final de nuestros cuerpos, o la presencia súbita y abrupta de nuestra genealogía mortal patrocinada por un episodio de fatalidad. Es muy significativo que estos días de pandemia se confirme esta deriva...



* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.

















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martes, febrero 04, 2020

Cuidarnos porque somos vulnerables

Obra de Gottfried Helnwein
Cuidar y curar comparten semántica, pero también equivalencia experiencial en las prácticas y los vínculos que tejen vida compartida. Curar proviene del latín curare, cuidar, preocupar. Cuando cuido, curo; y cuando curo, cuido. Cuidar pero también cuidarse son actividades inexcusables que devienen herramientas sentimentales y cívicas, porque al cuidar y al cuidarme me vuelvo cuidadoso, y al volverme cuidadoso me tengo en cuenta y tengo en cuenta diligentemente al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. Todo aquello que se traduce en acción se aprende y se afina haciendo, de ahí que cuando cuidamos aprendemos a ser cuidadosos, y cuando nos esmeramos en ser cuidadosos internalizamos el cuidado en nuestro repertorio comportamental. Etimológicamente cuidar proviene de coidar, y este a su vez de cogitare, pensar. Cuando pensamos profundamente y nos entregamos a lucubraciones sobre nuestra inserción en el mundo, resulta inevitable pensar atentamente en el otro y en nuestra interacción con él, puesto que es en esa experiencia unísona donde radica la palpitación de la vida.  Ese otro cambia la acción de cuidar. No es lo mismo cuidar algo que cuidar a alguien.

A mediados de los noventa del siglo pasado mi admirado Franco Battiato publicó la canción La cura, una maravillosa tonada en la que hablaba del cuidado. De hecho, en su versión española se tituló así, El cuidado. Fue la canción del año en Italia. La primera estrofa de la letra es fantástica y evidencia cómo el cuidado y la preocupación son sinónimos: «Te protegeré de los miedos a la hipocondría, de los trastornos que desde hoy encontrarás en esta vida, de las mentiras y las injusticias de tu tiempo, de los fracasos que por tu talante fácilmente atraerás». Esa cura es la protección, el guarecimiento, el saber que nuestra vulnerabilidad no es accidental, sino ontológica. Somos vulnerables porque somos humanos y somos humanos porque somos vulnerables. La canción enseguida se convirtió en una nana que los padres tarareaban a sus hijos más inermes, que es junto con la senectud uno de los instantes biográficos donde la vulnerabilidad deja de ser una idea abstracta y se hace tactilidad y presencia. Existe otra palabra que nos puede ofrecer muchas pistas semánticas sobre el cuidado y su protagonismo en cualquiera de las parcelas humanas. Seguridad proviene del latín sine cura, es decir, sin cuidado, exento de preocupación. Nos sentimos seguros cuando no nos tenemos que preocupar. Cuando nos aconsejan poner cuidado es que vamos a adentrarnos en el interior de una actividad que requiere concentración cejijunta o que es peligrosa. Peligro es todo aquello que conmina con desbaratar nuestro equilibrio. Solo depositando cuidado en nuestra acción podremos soslayar la amenaza y salir indemnes.

La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema lateral en la agenda política y en la conversación pública. Afortunadamente ya hay autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que la justicia. Del mismo modo que existe la justicia gratuita, toda persona debería ser cuidada en el supuesto de necesitarlo, supuesto que evidentemente la biología y los imponderables consustanciales a estar vivo se encargarán de que deje de serlo en cualquier súbito instante. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que transversaliza todos los ámbitos en los que habitamos: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos, es decir, el ámbito privado, el intersubjetivo y el político. Dicho en tres palabras muy sencillas: salud, sentimientos buenos y dignidad. La compasión latina o la sympathia griega es el sentimiento fundacional para cultivar esta gramática ciudadana que se puede sintetizar en cuidarnos como corporeidades obsolescentes que somos; cuidarnos como seres sintientes imantados hacia el afecto y programados para quedar abatidos ante aquello que nos irrespeta; cuidarnos como seres valiosos que necesitan unos mínimos para cultivar autónomamente unos máximos con los que singularizarse y sacar brillo a su dignidad (la capacidad de elegir fines que solo puede ejercerse cuando el absolutismo de la necesidad biológica está contrarrestado). También ese cuidado ha de prestarse como un deber inteligente a la naturaleza que nos permite estar vivos y al resto de animales con los que compartimos el planeta. Si se piensa bien, cuidar, que no en vano proviene de cogitare, es cuidarse.



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