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jueves, julio 23, 2015

Educar en valores


Resulta paradójico que aquellos que más insisten en que hay que «educar en valores» suelen titubear cuando se les pregunta qué son los valores y por tanto en cuáles de todos ellos habría que colocar una instructiva lupa de aumento. Existen valores económicos, valores religiosos, valores deportivos, valores estéticos, valores morales, valores financieros, valores de cambio, valores de uso, una batahola de valores que convierten la expresión «educar en valores» en una fórmula lingüística huera. Ocurre algo parecido entre los que lanzan el quejumbroso veredicto «los valores están en crisis». Es un diagnóstico que ni matiza qué valores están depreciados ni utiliza referencias cronológicas para que el enunciado cobre cierto sentido histórico. Además, subrepticiamente introduce una comparación que señala la falaz existencia de una Arcadia moral en la que al parecer el ser humano vivía el gran mediodía de la ética. Cuando se habla de valores habría que interrogarse de qué valores estamos hablando para poder entendernos. En el orbe axiológico existen dos grandes tipos de valores: los valores éticos y los valores personales. Los primeros tratan de contestar a preguntas relacionadas con la siempre controvertida convivencia, esa gigantesca intersección en la que la vida nos ubica al lado de todos los demás nada más nacer. De esas preguntas afloran respuestas encarnadas en principios que intentan orientar el comportamiento. Como el hombre es un ser con los demás, en imbatible expresión de Heidegger, una existencia vinculada indefectiblemente a otras existencias, necesitamos enfatizar unas formas de conducta y amortiguar la presencia de otras para que esa convivencia sea lo más óptima posible para todos. Es lo que en algunas nomenclaturas se denomina ética de mínimos

Esta ética de mínimos suele ofrecer soluciones a los problemas derivados de la idea de justicia, que a su vez conexa de un modo directo con la noción de sujeto y de dignidad que nos hemos dado los seres humanos a nosotros mismos. Estos valores de genealogía ética suelen interiorizarse y encarnarse en un repertorio de conductas cuando arraigan desde la convicción, y suelen ser muy frágiles cuando son fruto de la convención. Su educación no se circunscribe exclusivamente a la oferta curricular, o a un concreto plan de estudios, ni tampoco es patrimonio de las instituciones educativas, sino que su enseñanza y aprendizaje nos compete a todos a través de la herramienta pedagógica más potente de todos los tiempos, el recurso didáctico más solvente incluso en esta época de vasta colonización digital, el ejemplo, el único discurso que no necesita palabras para crear memoria y hábito. Dicho con un eslogan, «la educación pertenece a toda la tribu», como repite constantemente José Antonio Marina en su bibliografía.

Pero en la constelación de los valores también figuran los valores personales. Son aquellas preferencias que hacen que cada uno de nosotros seamos diferentes respecto a los demás, poseamos unos resortes identitarios que definen nuestra singularidad, delimitan la persona que somos, nos dotan de personalidad a través de la capacidad de escoger entre las diferentes opciones que nos ofrece a cada momento el mundo circundante. Se trataría de la estratificación de aquello que posee relevancia para nosotros y que vincula directamente con el contenido de nuestra felicidad como individuos. Es lo que en la nomenclatura anterior se denomina ética de máximos. La felicidad depende de lo que a cada uno le haga feliz porque somos nosotros los que jerarquizamos qué es  lo importante y qué es lo anodino para nuestra vida, y esa selección puede mostrar mucha disparidad con la que realicen otras personas. Ocurre que la pluralidad del contenido de esa felicidad se da en una trama social que a pesar de su saludable heterogeneidad exige la preeminencia de una idea de sujeto y unas formas de conducta sobre otras para que la experiencia de vivir y convivir no sea demasiado áspera e inhóspita. Una ética de mínimos para que podamos elegir con conocimiento y responsabilidad una ética de máximos.



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lunes, marzo 09, 2015

Sólo se aprende lo que se ama



Pintura de Michele del Campo
El título de este artículo es prácticamente el mismo que el del libro del neurólogo y divulgador científico Francisco Mora, Neuroeducación, sólo se puede aprender aquello que se ama (Alianza Editorial, 2012). En este ensayo Franciso Mora explica cómo funciona el cerebro en los procesos de aprendizaje y cómo la absorción y la memorización de estímulos es incomparablemente mayor en contextos de alta intensidad emocional. No es necesario celebrar un festín pantagruélico de emociones, basta con disfrutar. Las emociones afectan directamente al sistema cognitivo, la cognoción se exacerba con el advenimiento de emociones positivas tales como el entusiasmo o la amenidad, la memoria se tonifica cuando interactúa con el afecto y la diversión. En el ensayo Lo que nos pasa por dentro (Destino, 2012), Eduardo Punset escribe que «la pasión es el combustible de la creatividad». Por supuesto. No hay ni un solo ejemplo en la historia de la humanidad en el que alguien haya creado algo valioso para la comunidad mientras bostezaba o abominaba de la tarea que tenía por delante. La conclusión es transparente. El tedio esclerotiza el cerebro y empobrece las conexiones neuronales.  El aburrimiento no mata, pero le quita mucha vida a la vida.

En La educación es cosa de todos, incluido tú (ver página del libro), dediqué uno de sus treinta y tres epígrafes a la diversión. Recuerdo que lo más reseñable que escribí en aquel capítulo es que «sin compensaciones recreativas no se liberan fuerzas creativas». La motivación intrínseca es el placer que destila la realización de la propia tarea al margen de las posteriores recompensas que pueda traer anexionadas. Cuando esto ocurre hablamos en lenguaje coloquial de amar  lo que uno hace, disfrutar, divertirse, entretenerse. El psicólogo Mihalyi Csikzentmihalyi se refiere a esta experiencia como estado de flujo, el momento en que una tarea nos apasiona tanto que nos abduce por completo y nos encapsula en una burbuja en la que se optimizan nuestras capacidades y el tiempo deja de operar sobre nosotros con las mismas coordenadas que emplea fuera de ella. Infelizmente la mayoría de las veces el remolino de lo cotidiano nos condena a llevar a cabo aquellas actividades que nos ayuden a sufragar nuestras necesidades, tanto las básicas como las creadas (tareas alimenticias), en detrimento de cultivar aquellas otras patrocinadas por la pasión y el entusiasmo (tareas vocacionales). De ahí que Eduardo Punset en la obra señalada anteriormente infiera que «la mayoría de la gente se muere a los 27, pero la entierran a la los 72». El ser humano aprende viendo, oyendo, hablando, leyendo y, por encima de todo, haciendo. Aprender no es una operación de trasvase, es una actividad. Hacer es la forma más eficaz para actuar sobre la plasticidad del cerebro, pero sobre todo hacer lo que nos gusta, aquello que nos emociona, porque si nos gusta lo haremos bien, y al hacerlo bien nos gustará y emocionará más. Así en un bucle infinito que se enriquecerá a cada nueva vuelta de agregación.



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