Mostrando entradas con la etiqueta envidia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta envidia. Mostrar todas las entradas

martes, julio 18, 2017

El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos



Obra de Ryo Shiotani
Los valores morales son abstracciones muy difíciles de explicar. No es nada sencillo definir lo justo, lo bueno, lo ejemplar, lo digno. Sin embargo, estos valores abandonan su condición abstracta y se entienden con facilidad cuando se encarnan en acciones concretas llevadas a cabo por individuos concretos. Aristóteles advirtió que las virtudes éticas no se pueden enseñar, pero sí aprender al contemplarlas en las acciones de los demás e incorporarlas como hábitos en la conducta propia. Para que esta transacción se lleve acabo urge la participación afectiva de la admiración. En el íncipit de La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral, Aurelio Arteta define la admiración como «el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla». En La capital del mundo es nosotros (ver) le concedí tanta importancia a este sentimiento que recurrí a él para titular el último capítulo: Admirar lo admirable. En La razón también tiene sentimientos (ver), en la sección dedicada a los sentimientos de apertura al otro, de nuevo volví a traerla a colación en el epígrafe Sentir admiración. Estaba persuadido de que la admiración es un sentimiento irrenunciable en la edificación personal, pero también en la configuración del espacio compartido. En el tremendamente crítico con el paisaje social contemporáneo Tantos tontos tópicos, el propio Aurelio Arteta escribe que la admiración, el sentimiento de lo mejor, es también el mejor de los sentimientos. De aquí he extraído el título de este artículo. Si en mis clases y charlas hablo siempre del papel medular de la compasión en las interacciones humanas, no creo que  la admiración posea un estatuto menor. Estamos ante un sentimiento mayúsculo. Su grandeza no corresponde con su promoción. Muchas veces ninguneado, o directamente olvidado, o malinterpretado como envidia, en otras ocasiones confundido con idolatría (admiración excesiva aunque con fundamento superfluo) o con inferioridad, siempre desplazado del podio de los grandes sentimientos.

Aurelio Arteta diferencia admirar de expresiones del lenguaje ordinario como «me gusta», «me encanta», o «me parece interesante». Las dos primeras son habituales en el fragor de las redes sociales, pero admirar se sitúa bastantes peldaños por encima. Admirar es una actividad mucho más activa que la que señalan esos verbos en los que el sujeto puede ser un mero agente pasivo. La admiración es un sentimiento que trae entrañada la mimetización de lo excelente, impele a la acción, a emular al admirado, a aquel que recopila en su comportamiento aquellas conductas que consideramos irrevocables para mejorar nuestra aventura de animales humanos. Para admirar las acciones modélicas hay que saber qué es lo admirable, pero también asumir la polaridad de los valores y ubicar lo denigrante. Debemos evaluar, calibrar, sopesar, indagar, interpretar, pensar, jerarquizar, comparar. Admirar es establecer juicios de valor, conferir un sentido al mundo y beligerar contra la indistinción. Sucede que juzgar como práctica está muy desacreditada en bloque. La abstención de juzgar es plausible cuando la carencia de información raquitiza o estupidiza nuestros posibles juicios y los convierte en prejuicios, pero juzgar para evitar la desjerarquización de la conducta humana es un ejercicio que nos permite segregar lo encomiable de lo execrable, lo notable de lo repudiable, lo empobrecedor de lo multiplicador,  la vileza de la nobleza, lo excelente de lo pésimo, lo plenificante de lo esclavizante, la bondad de la maldad, lo digno de lo indigno, lo justo de lo injusto. Deslindar estos territorios parece una labor que solicita años de estudio e investigación, pero, como le leí a Innenarity, la costumbre ayuda más a discernir cuestiones morales que cualquier tratado de ética.

Un mal entendido igualitarismo nos ha hecho creer que todos somos iguales y por lo tanto también el valor de nuestras acciones, pero no es cierto. Somos, o deberíamos ser, iguales en dignidad y derechos, pero no necesariamente esa igualdad ciudadana nos calca en virtudes. Aplaudir y encomiar al que las practica no trae adjuntada ninguna desigualdad jurídica, lo que trae es un beneficio social incalculable. Conexada con la admiración está el buen ejemplo, el mejor proveedor de buenos valores. Hanna Harent explicaba que «los seres humanos decidimos nuestras nociones de lo bueno y lo malo en la selección de las compañías con las que desearíamos pasar la vida y de los ejemplos que nos aleccionan». En los textos educativos se cita permanentemente lo nuclear del ejemplo en el aprendizaje, pero con frecuencia se omiten ciertos presupuestos necesarios para que el ejemplo no pierda fecundidad pedagógica. Es cierto que todos los ejemplos ejemplifican, pero no todos ellos son ejemplarizantes. El ejemplo para convertirse en valioso instrumento de imitación necesita la ejemplaridad, una conducta que, en palabras de Javier Gomá, progenitor del término ejemplaridad pública y autor de una tetralogía dedicada a su estudio, puede formularse en un imperativo: «que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora». Hace ya unos cuantos años yo escribí que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras. Tiempo después maticé que sin embargo sí se necesita saber qué palabras ejemplarizantes se quieren ejemplificar. Ahora añado que esta tecnología milenaria además requiere para su máximo aprovechamiento la mirada cómplice y asombrada del que contempla la acción ejemplar. Sin admiración la ejemplaridad queda mutilada de valor  para el que mira. Mira, pero no admira. Ve, pero no emula.  Observa, pero no hace.  Ojalá nunca estemos tan desentrenados del uso cívico,  o suframos la atrofia de la admiración, o  la colonización de la indiferencia, que nos ofusquemos para desemparejar lo admirable de lo miserable. Si nos desorienta algo tan antagónico, difícilmente distinguiremos entre lo bueno y lo mejor.



Artículos relacionados:

No hay mejor recurso educativo que la ejemplaridad.
No hay nada más práctico que la ética. 
Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal.



martes, febrero 02, 2016

Los demás habitan en nuestros sentimientos



Obra de Alex Katz
Resulta desconcertante nuestro afán por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza». Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.

La relevancia de los demás en nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos)  a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o inhibir futuras acciones.

Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio  publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.



Artículos relacionados:
Esta persona no tiene sentimientos.
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
La razón también tiene sentimientos.

jueves, enero 14, 2016

Habitar el instante a cada instante



Obra de Cornelius Völker
El archiconocido «carpe diem» latino nos invita a aprovechar el momento. Es una prescripción muy sabia, una merecida apología a ese lujo insustituible que es la vida, una exultación a no dejarse atrapar por la neblina de preocupaciones que nos impiden ver nítidamente toda la gama de colores boreales que irradia el aquí y ahora. Recuerdo que hace años en mi facultad de Filosofía alguien escribió en la puerta de los lavabos una reflexión de San Agustín que yo comencé a utilizar para ahuyentar al fantasma de preocupaciones indefinidas ubicadas en fechas igualmente indefinidas. La prudencial sentencia decía que «a cada día le basta con su propia desdicha». El obispo de Hipona nos aclaraba que con las tribulaciones con las que suele darnos la bienvenida el día tenemos un cupo más que suficiente como para dedicar tiempo a las futuras. Delatoras estadísticas afirman que la mayor parte de nuestras preocupaciones no sucederán jamás, y que otra parte muy elevada de ellas ya ocurrieron y ahora ya no podemos hacer nada para modificarlas. Entre la obsesión de lo ocurrido y la obsesión de lo que acaso puede ocurrir transita el misterio de nuestra existencia. John Lennon sintetizaba este fracaso de la inteligencia canturreando una evidencia: «La vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Existe un aforismo (ignoro su autoría) que argumenta por qué somos tan estólidos: «Vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que logramos es no vivir nunca». Es cierto. La muerte como la abolición del proyecto que somos ha desaparecido de nuestro imaginario, quizá como correlato al relativamente reciente hecho de que apenas ya nadie muere en su casa, ni los familiares reciben los plácemes de obituario entre las cotidianas cuatro paredes en las que se concentra una gran parte de nuestra vida. No es que nos creamos seres eternos, es que apenas nos detenemos a pensar en nuestra finitud y no permea en nuestra conducta la obviedad de que algún día lanzaremos nuestro último hálito. Dicho esto hay que agregar inmediatamente que también existe un nutrido grupo de gente que se toma tan al pie de la letra el aforismo que vive como si fuera a morirse dentro de diez minutos, y así lo único que logra es no vivirlos bien y en muchos casos complicarse mágicamente la vida que le queda por delante. Uno de los recursos cognitivos que tenemos a nuestra disposición para evitar estos comportamientos exagerados en una u otra dirección es la capacidad de relativizar. Mi admirado Cioran proponía que una manera muy pragmática de quitarle la batuta a las preocupaciones que orquestan nuestra vida era darse un paseo por un hospital o por un cementerio. Ambas visitas son eficaces antidepresivos.

El «carpe diem» latino ha dado paso a la más prosaica muletilla «vive el presente». Esta expresión no alude a la zozobra, sino a su antagonismo el goce. En muchas ocasiones se utiliza como banderín de enganche ante la duda de vivir una experiencia hedónica que más adelante nos puede acarrear algún desenlace aciago. En realidad «vive el presente» es una prescripción retórica en tanto que su negación se antoja imposible. Todos vivimos el presente porque por más vueltas que le demos no vamos a encontrar otra cosa mejor que hacer.  Miento. Hay una disposición mucho mejor que vincula con la percepción, la curiosidad, el interés, el estado de ánimo y el proyecto: «habitar el instante a cada instante». Es una fórmula en la que presente, pasado y futuro son una misma palpitación. A mí me gusta definir la autonomía de un sujeto como la capacidad de colocar la atención allí donde su voluntad, y no ninguna otra instancia ajena, lo desee. Habitar el instante a cada instante consiste en que nuestra atención colonice el aquí y ahora. Se trata de extraer de la realidad posibilidades que posibiliten la posibilidad de un propósito previamente deliberado y decidido por nuestra inteligencia. No es necesariamente la unicidad del Dasein de Heidegger ni el estado de flujo de Mihaly Csikszentmihalyi, ni un presentismo hiperbólico. Es vivir en el asombro que supone no dar por supuesto nada de lo que damos por supuesto. Es soslayar la alienación y abrazarnos a la circunspección, sortear la heteronomía y adherirnos a la autonomía, desatarnos de la convención y regirnos por la convicción.

La mala noticia es que un ejército invisible y muy bien armado confabula para que nuestra atención sea un títere en manos de múltiples titiriteros. Ahí están la mercantilización de la realidad azuzada por la omnívora optimización del lucro, la reinvención perpetua para ser competitivos en el mercado laboral (la propia expresión aclara que la vida -en tanto que de qué vives y en qué trabajas son la misma pregunta- está en manos de mercaderes), la precariedad y su inseparable incertidumbre, el debilitamiento de los vínculos, la estimulada compulsión del consumismo conexa a la obsolescencia de los deseos, la conquista de los estándares sociales para cosechar reputación, la adquisición de propiedades que conmuten tener por ser, las déspotas peticiones de un ego crónicamente insatisfecho, la aflicción por lo que nos falta, el deseo elevado al rango de necesidad, la insoportable presencia de la ausencia a la que nos impele la comparación social. Todos conspiran para que nuestra atención se pose allí donde quiere alguien que no somos nosotros. Todos con el propósito de desahuciarnos del instante a cada instante.



Artículos relacionados:
Más atención a la alegría y menos a la felicidad.
El bienestar y el bienser.
Lo más útil es lo inútil.

martes, octubre 20, 2015

Sentir para saber, saber para sentir


Pintura de Keiyno White
Recuerdo una objeción a un artículo en el que escribí que los sentimientos son el cálculo informativo del grado de incursión de nuestros deseos en la realidad. Un lector dejó un comentario en el que se quejaba de por qué hay que complicarlo todo tanto, que dejemos que el corazón se manifieste por sí mismo, que hay que pensar menos y sentir más. Esta aparentemente inocua objeción transparenta el enorme batiburrillo conceptual y semántico que existe en torno a las emociones y los sentimientos. La mayoría de las veces los utilizamos como sinónimos, cuando no lo son. En conversaciones coloquiales se esgrimen gigantescas sinonimias en las que la palabra emoción significa cosas muy distintas, o diferentes palabras (emoción, afectividad, sentimientos, pasión, inteligencia emocional) acaparan un significado análogo. Este es uno de los motivos por el que muchas de estas conversaciones desembocan en la más absoluta ininteligibilidad. Pero este tremendo extravío no sólo se produce en el lenguaje llano y en las charlas espontáneas. Yo he leído a reputados investigadores hablar de los sentimientos embalsamándolos bajo el concepto de emociones, y a la inversa, referirse a emociones señalándolas como sentimientos. Un auténtico galimatías. 

Una de las definiciones más diáfanas con la que me he topado en los últimos quince años se la leí a Antonio Damasio en su segundo ensayo En busca de Spinoza, el punto de partida para su inmediato El error de Descartes: «Si las emociones se representan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente». Las emociones son mecanismos automatizados del organismo que se activan para procurarnos una adecuada respuesta adaptativa a la situación en la que nos encontramos, o a aquella en la que anticipamos nos encontraremos. No son el resultado de una deliberación, sino manifestaciones rápidas para equilibrarlo todo de manera veloz. Ahora bien, cuando somos conscientes de la emoción, cuando la absorbemos racionalmente y la hacemos operar en el umbral de la conciencia junto al acervo adquirido de otras experiencias tanto propias como vicarias, la convertimos en un sentimiento, concretamente en un sentimiento emocional.

Pondré un ejemplo. El miedo que se dispara desde la amígdala sin pasar por la neocorteza ante una amenaza inopinada es una emoción, pero el miedo tamizado por la racionalidad ante una futura situación amenazante es un sentimiento. De ese sentimiento pueden derivarse comportamientos como la huida, la sumisión, o el ataque. Los sentimientos pueden ser sentimientos emocionales y sentimientos cognitivos. Los sentimientos emocionales son las emociones conscientes, y los sentimientos cognitivos son el resultado de la interacción intelectiva de nuestros sentimientos emocionales con nuestros pensamientos privados, y luego con los sentimientos emocionales de los demás para alumbrar los sentimientos sociales. El sentimiento social abandona el lenguaje primario del yo y se adentra en el lenguaje secundario de lo cívico. Basta con echar un vistazo a cualquiera de esos sentimientos para constatar que siempre aparece la figura del otro.

Los sentimientos sociales pueden ser sentimientos de apertura al otro (amor, amistad, compasión, altruismo), sentimientos de animadversión al otro (envidia, celos, odio, etc.), o sentimientos preventivos para no resquebrajar el espacio y los propósitos compartidos (culpa, vergüenza, equidad). Puesto que son sentimientos en los que interviene el conocimiento, tenemos la infinita suerte de que se pueden modular y por tanto educar en aquella dirección que permita construir una convivencia amable. La ética coloca justo aquí su lupa observadora cuando reclama incluir a los demás en nuestras deliberaciones. También la educación reglada cuando nos educa como ciudadanos y no como meros instrumentos destinados a la empleabilidad. En este punto exacto mi mejor amigo y yo inventamos y verbalizamos hace siglos el lema que delata la triple entente que han pactado las emociones, los sentimientos y la racionalidad: «Sentir para saber, saber para sentir». Hasta creamos una dinámica que yo a veces empleo en cursos para demostrar empíricamente este círculo virtuoso.

Esta aventura sería pedagógicamente muy sencilla si no agregáramos que todo opera de un modo vertiginosamente nodal. La conciencia de una emoción genera un sentimiento emocional, pero ese sentimiento emocional puede intermediar en la emoción que siempre permanece atenta al choque con lo inesperado. A su vez los sentimientos emocionales se pueden modificar gracias a la intervención de la inteligencia, que simultánea e hipostatizadamente está condicionada por los factores contextuales (somos inteligencias compartidas en un momento histórico concreto y en una cultura concreta también) y por los valores personales, y la inteligencia, que comete muchas torpezas, puede educarse gracias a la participación de los sentimientos emocionales, que dan paso a sentimientos sociales, que a su vez intervienen sobre la miríada de los emocionales y sobre la propia inteligencia que los ha construido, todo en una urdimbre tupida de bucles infinitos y siempre en permanente actividad. Toda esta gigantesca red que convierte cualquier saber en un saber muy precario la solemos bautizar como entramado afectivo. Y esta reducción lingüística provoca muchos grandes equívocos. O frases sin sentido, como afirmar que hay que sentir más y pensar menos.



Artículos relacionados:
La razón también tiene sentimientos.
Cuando la empatía y los sentimientos son insuficientes.
Esa persona no tiene sentimientos.

.

martes, marzo 24, 2015

La envidia sana



Pintura de Francis Bacon
Con motivo de mi último artículo sobre la envidia (ver), una lectora, a la que desde aquí agradezco su participación, preguntaba con muy buen criterio si existe la envidia sana. En ese mismo texto yo citaba a Hobbes. El autor del célebre «el hombre es un lobo para el hombre» ya distinguía entre la emulación y la tristeza que sentimos cuando observamos la prosperidad ajena. Platón acuñó una de  las definiciones de educación más sólidas de todas las que yo he leído: «Educar es enseñar a admirar lo admirable». Cito aquí a Platón porque su apelación a lo admirable vincula con la envidia sana. Podríamos decir que este tipo de envidia es sinónimo de intentar reproducir lo admirable que vemos en el otro, el deseo de replicar en nuestra vida lo que consideramos plausible. No tiene nada que ver con el dolor interior, o el daño de contemplar en el otro lo que a nosotros nos falta, sino con el deseo de mimetizar lo valioso. Probablemente lo admirable correlacione con el comportamiento más que con bienes, experiencias o estatus (uno de los lugares sobre los que la corrosión de la envidia opera con más ahínco sobre el envidioso). La envidia sana es la contemplación de lo elogiable y el deseo de aplicarlo a nuestra vida sin que en ese trasvase sintamos tristeza. Al contrario. En casos así lo que se suele sentir es inspiración e impulso. La envida sana sería la antesala del aprendizaje vicario, el resorte que moviliza energías para que el ejemplo ajeno se erija en maestro propio. Aprendemos aquello que observamos en los demás, que suele ser validado por la comunidad, y que consideramos útil para mejorar nuestra vida. Aquí no hay envidia malévola y deletérea, esa que se sitúa en las antípodas y se activa cuando alguien desea con inquina lo peor a aquel con quien se siente en insoportable desventaja. Acaso tampoco en la envidia sana haya nexos que la emparejen con el sentimiento social de la envidia, aunque el lenguaje coloquial se refiere a ella en estos términos. Hay deseos de mimetizar una conducta que extraería de nosotros una versión más afinada.



Artículos relacionados:
Dar envidia.
Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal.
El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos.

miércoles, marzo 11, 2015

Dar envidia

Pintura de Alex Katz
La envidia es el daño que nos inflige la contemplación de algo apetecible y que sin embargo posee otro, la tristeza que nos invade cuando alguien disfruta con un bien o una experiencia vetados para nosotros. No vincula ni con la admiración ni tampoco con la construcción de referentes. Hace cuatro siglos Hobbes separó la emulación que nos permite crecer con esa envidia que intenta frustrar el disfrute del otro para amortiguar la desdicha que provoca observarlo. En La tragedia de la envidia, Jorge Kahwagi Macari distingue entre la envidia común (sana) y la destructiva envidia amarilla. En Pequeño tratado de los grandes vicios, José Antonio Marina la define como el dolor por la prosperidad ajena. En Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero la cartografía como puro movimiento del deseo en su eterno apetecer lo que no tiene, y se refiere a ella como un deseo concentrado y coagulado de lo que el otro posee y que calcina todo lo demás hasta reducirlo a ceniza. Como todos los deseos, su arquitectura se basa en la presencia de una ausencia, en una insujetable fuerza borboteante que intenta suplir un vacío que araña y duele. Estos arañazos se combaten a través del mimetismo, si se puede, o devaluando el bien ajeno, aunque se anhele. La envidia es un sentimiento muy peligroso y alienante porque elige como referente a otro, y cuando posa su mirada sobre uno mismo sólo es para detectar ausencias. Un auténtico pasaporte para la infelicidad. No es extraño que, en ese mapa de los sótanos del alma que son los siete pecados capitales, figure con letras de oro.

A pesar de estas temibles certezas, he comprobado cómo en los últimos años uno de los nuevos señuelos publicitarios es dar envidia. Hace poco me topé con el siguiente anuncio en la prensa. Era de una agencia de viajes: «el mejor momento para viajar al Caribe es en otoño porque es cuando más envidia puedes dar a tus conocidos». La semana pasada me encontré otro en el que se apelaba a las bondades de un coche porque era perfecto «para que te miren con envidia». Como la retórica de mercado se ha instalado en la manera de interpretar realidades ajenas por completo al mercado, este reclamo comercial se ha desplazado velozmente al ámbito personal. Hace unos meses una amiga mía muy joven me contó una anécdota que le había ocurrido con un cantante solista de cierta popularidad en el mundo indie español. En un bar el cantante le propuso una aventura de cama esgrimiendo como argumento que «así mañana podrás darle envidia a tus amigas». Lo que se relee en estas prácticas que aluden a dar envidia como elemento motivador de nuestras acciones, es que, al parecer, el ego se engola cuando vemos cómo el ego de los demás se raquitiza al descubrir gracias a nosotros una carencia que lo tritura y lo atormenta. Dicho de otra forma. Nuestra satisfacción no reside en lo intrínseco de la experiencia que llevamos a cabo ni en los posibles sentimientos placenteros que nos pueda procurar, sino en que esa experiencia estimule la envidia ajena. Nuestra autoestima se siente bien no porque disfrute con lo que hace, sino con la contemplación de la tristeza que provocamos en el otro al señalarle una ausencia. Sin comentarios.



Artículos relacionados: