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martes, noviembre 12, 2019

Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez



Obra de Jeff Hein
Una vez le pregunté a una niña de ocho años en que se diferenciaba el verbo oír del verbo escuchar. Estaba dando una charla en un colegio en mitad de una Semana de la Paz y para mi sorpresa su respuesta fue rápida y rotundamente perfecta: «escuchar es prestar atención a lo que oímos». Me resultó sorprendente que sintetizara en una frase tan breve y tan redonda lo que en cursos de formación requiere la presencia alineada de fatigosas horas. Oír es percibir los sonidos, pero escuchar es concederles deliberada y esmerada atención para descifrarlos. Parece una diferencia obvia, pero tengo muy constatado el cotidiano mal uso de ambos verbos. Hace unas semanas le leí al filósofo Santiago Alba Rico una anécdota atribuida a Jorge Luis Borges. El escritor argentino estaba hablando por teléfono con un amigo que se encontraba al otro lado del charco. La llamada transcurría con dificultad porque había mucho ruido y de forma intermitente se perdía la señal.  En un momento dado, el amigo le pregunta varias preocupadas veces: «Borges, ¿me escucha?; Borges, ¿me escucha?». Entonces el autor de El Aleph le responde con cierta irascibilidad: «Sí, hombre, sí, le escucho, pero no le oigo». A mí me ha pasado lo mismo muchas veces y estoy seguro de que también a cualquiera de los que ahora están leyendo este artículo. No hace más de diez días un interlocutor me soltó en mitad de una conversación internacional por el siempre impredecible wasap: «Perdona, pero ahora no te escucho». No pude por menos de regalarle un zasca cariñoso y cómico: «Y si no me escuchas, ¿para qué quieres oírme?».

Oír es una obligación biológica de la que uno no puede desprenderse. Uno puede oír aquello que no quiere escuchar, y a diferencia de los ojos, que disponen de párpados para ser cerrados y no ver lo que no quieren ver, los oídos no gozan de persianas que echar. El oído es un órgano inerme, siempre susceptible de ser golpeado por un ruido que no obedece a la voluntad. En un mundo repleto de estridencia y fragor, oír se ha convertido más en una punición que en una obligación del cuerpo. «Te apetezca o no oirás el ruido aparatoso del tiempo que te toca vivir», parece ser la condena que arrostramos los seres humanos en nuestras historias de vida. Este estrépito epocal es una mala noticia, porque la palabra con la que intentamos alfrombrar las interacciones necesita el silencio tanto como el verso elegíaco necesita el dolor. (Por cierto, estos días se reedita Biografía del silencio, de Pablo D'Ors, un opúsculo que exhorta a la meditación y a una instalación en el mundo más silente y menos embelesada con la sobreabundancia de palabrería). Si en nuestro derredor hay una epidemia de ruido ideológico, tecnológico, pantallizado, político, mediático, colérico, aporofóbico, miserable, financiero, charlatán, verborreico, huero, cada vez será más difícil oír. Por extensión será asimismo más difícil escuchar. 

Escuchar es dirigir deliberadamente el oído hacia un sonido. Al escuchar intervenimos con el afán de desentrañar el núcleo semántico de lo que estamos oyendo. En su ensayo Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría dedica un epígrafe delicioso (aunque todo el libro es en sí una delicia) al escuchar. «Es el escuchar, no el hablar, lo que confiere sentido a lo que decimos». «Lo que diferencia el escuchar del oír es el hecho de que cuando escuchamos, generamos un mundo interpretativo. El acto de escuchar siempre implica comprensión y, por lo tanto, interpretación». Unas líneas más abajo insiste: «Escuchar es oír más interpretar. No hay escuchar si no hay involucrada una actividad interpretativa». En el acto del habla yo siempre incluyo el de la escucha, y a la inversa, pues toda interlocución está conformada por ambas dimensiones. Hablar y escuchar son dimensiones tan correlativas en la situación de interlocución que no las considero yuxtapuestas, sino superpuestas. Cuando escuchamos, nuestra construcción egocéntrica lo tamiza todo hermenéuticamente sin que seamos muy conscientes. Este es el motivo de que toda interpretación habla mucho más del intérprete que de lo que interpreta. Al escuchar ubicamos, ordenamos, traducimos, sesgamos, lo que oímos, y por eso escuchar designa una tarea netamente activa. Oír es un acto natural, pero escuchar es cultural. Oír es una función de lo sentidos. Escuchar es una operación de la intelección. 

Escuchar es hablar con una otredad mientras al tiempo interpelamos a nuestra mismidad para que nos diga qué le parece y dónde reacomodamos lo que está escuchando. Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez. Las palabras se adhieren a nuestros tímpanos en su dimensión denotativa (que indica o anuncia algo), pero al instante se adentran en la dimensión connotativa (además de su significado específico, las palabras son interpretadas por el que las escucha, que se metamorfosea en ineluctable exégeta). Incursionamos en una estructura comunicativa cimentada sobre lo que nos dicen, lo que no nos dicen, y lo que creemos que nos dicen y se callan. Esto mismo ocurre pero al revés cuando el agente que emite aire semántico pasa a ser el paciente que escucha ese mismo aire aleteando hacia sus oídos. Al hablar, el agente compromete la palabra, y al escuchar afianzamos nuestro respeto a esa palabra comprometida. Somos lo que sabemos expresar, así que que nos escuchen es el acto por el cual el ser que somos excursiona por los canales de comprensión de un otro que nos acoge en su seno. La escucha es absorta e ilustrada cuando nos interesa el otro y le prestamos nuestra atención sabiendo que el préstamo va a ser enriquecidamente devuelto. Es una experiencia insigne en las interrelaciones humanas. Existe magia en este proceso por el cual una alteridad accede a nuestra mismidad con la mediación del lenguaje que se habla y que se escucha. Lo he escrito aquí muchas veces, pero no me importa repetirlo. En las sociedades arcaicas el castigo más cruel que se le podía aplicar a un individuo era la expulsión de la tribu. La punición no perseguía que el condenado no pudiera hablar con alguien. Ese era un castigo menor. La auténtica tortura consistía en la soledad cósmica que le suponía saber anticipadamente que a partir de ese instante no lo escucharía nadie.  


martes, agosto 11, 2015

Escuchar es vivir dos vidas



Obra de Marcel Caram
Cuando nos topamos con alguien excesivamente locuaz y verborreico nos solemos quejar de que «es una persona que habla mucho». Si además milita en el agotador egotismo, esa religión que convierte el ego en el único lugar de peregrinación al que siempre se acaba dirigiendo su discurso, solemos agregar que «es una persona que no para de hablar… de sí misma». Sin embargo, cuando nos cruzamos con otra que nos presta atención jamás la acusamos fiscalizadoramente como  «es una persona que escucha mucho». Yo no he oído a nadie la cantinela quejumbrosa de que «es insoportable, no me interrumpe nunca», jamás he visto enfadarse a alguien porque «esta persona no para de escuchar». El motivo es sencillo. A todos nos gusta hablar y nos halaga que nos escuchen porque en ambos casos se satisfacen enraizadas motivaciones del ser humano como el reconocimiento y el cariño. Escuchar es evidenciar interés por el otro, y a todos nos encanta esa muestra de consideración hacia nuestra persona.

Hace ya tiempo le pregunté a mi sobrina, que entonces sumaba siete años, qué diferencia existe entre escuchar y oír. Quería demostrarle que son dos verbos con significados muy distintos que sin embargo a veces empleamos erróneamente. Me contestó que escuchar es prestar atención a lo que se oye. Me dejó tan atónito que no agregué nada. Escuchar es un acto intencionado, oír, no, y en esa intención descansan todas las virtudes empáticas de la escucha. El refranero nos recuerda con conmovedor optimismo que «hablando se entiende la gente», pero yo creo que debería modificarse por «escuchando se entiende la gente». Realmente deberíamos aproximarnos a realidades más veraces matizando que «escuchando se puede entender la gente, y a veces así tampoco». En la novela El mundo que deslumbra de la gran escrutadora del alma humana Siri Husvedt se afirma taxativamente a través de uno de sus protagonistas que la mejor estratagema para seducir consiste en escuchar.  «No pretendo ser un cínico cuando digo que escuchar es la primera regla de la seducción», comenta un personaje al recordar cómo se ligó a su pareja. Nada nos magnetiza más que una persona nos conceda su tiempo, nos preste sus oídos y nos empuje ligeramente para facilitar que de nuestros labios salgan palabras abrazadas a otras palabras. Quizá sí hay algo que nos atrae más, y es que el que nos escuche nos regale un halago, esa caricia que sobreexcita al ego, siempre que esté bien fundado y sea merecido. Escuchar es seductor, escuchar permite conocer información novedosa frente a la que uno pueda aportar que ya se la sabe de memoria, escuchar está muy bien retribuido sentimentalmente, escuchar es la única forma de documentar el alma de nuestro interlocutor. Escuchar de verdad es vivir dos vidas a la vez.



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