Como ciudadanía que habita el resultado de acciones concertadas tenemos el derecho a opinar, pero si nos acogemos a ese derecho resulta irrenunciable el deber de que el uso público de nuestra razón sea fruto de un ejercicio reflexivo y no de una arbitrariedad, una creencia privada o un posicionamiento acrítico. Uno de los momentos en los que más disfruto cuando pronuncio una conferencia se da en el instante en que alguien me formula una pregunta para la que no dispongo de respuesta, o no al menos de una lo suficientemente sólida. Mi contestación siempre es la misma: «Sobre lo que me pregunta no tengo una opinión formada como para atreverme a compartirla en el espacio público». Decir «no sé» deviene en delectación cognitiva en un tiempo donde parece que una gran mayoría de personas goza de un criterio experto sobre cualquier asunto. La libertad de expresión es un derecho cuya conquista merece plausibilidad, pero no obliga a visibilizar la opinión sobre cualquiera de los ilimitados acontecimientos que dan textura a la vida con su inagotable fluir. En muchísimas ocasiones mantenernos callados es una deferencia que tenemos no solo con nuestra persona, sino con el cuidado que precisa el debate público y el respeto a algo tan medular como la reflexión crítica. Es un aspecto axial de la vida compartida porque el pensamiento crítico alberga la capacidad de configurarnos como ciudadanía creadora de un marco político común. Sin matices, sin precisiones, sin puntualizaciones, el pensamiento se vacía de pensamiento. Y para que la reflexión encuentre matices, pormenorización, excepciones, especificidades, hay que pensar mucho y urdir exigentes criterios de evaluación.
Entonces, ¿solo pueden participar de la conversación pública los miembros de la academia, los ilustrados, la plebe intelectual, el proletariado cognitivo, quienes han estudiado sobre ámbitos concretos de la heterogénea realidad? ¿Puede la ciudadanía aportar valor al diálogo público sobre aquellos asuntos que le atañen, o esas cuestiones hay que delegarlas a la tecnocracia y a la expertocracia y que sean ellas quienes discurran por los demás? Aquí conviene apuntar inmediatamente que existen los juicios demostrativos y los juicios deliberativos. Los primeros se pueden demostrar, los segundos, no, y no nos queda más remedio que pensar en torno a la calidad argumentativa de su contenido. Lo justo, lo admirable, lo deseable, lo bueno, escapa al rigor de las ciencias exactas, pero no al del argumento destinado al espacio político donde contemplamos posibles respuestas a lo que nos confronta como ciudadanía. Ni el despotismo tecnológico ni la metodología cientifista pueden explicar cuestiones que solo son susceptibles de ser dirimidas con la práctica deliberativa. Nos compromete a nuestra condición ciudadana pensarlas, examinarlas, dialogarlas, cuestionarlas, parangonarlas, confrontarlas, en tanto que en las respuestas que ofrezcamos y que mayoritariamente consensuemos anida la persona que seremos. Este cometido es crucial, porque cuando la palabra declara el mundo, hace el mundo que declara.
Aristóteles sostenía que el ser humano es el animal que habla porque necesita deliberar en torno a estas cuestiones radicalmente humanas. Ningún otro animal dedica tiempo a dilucidar qué es lo conveniente o lo inconveniente para que la existencia sea un lugar apetecible. La deliberación se erige así en la fórmula adecuada para construir argumentos que sirvan para acotar y levantar el espacio de lo común, y evitar la deflación democrática que supone negar la palabra a quienes son los más afectados por las decisiones que se toman allí donde la palabra debería circular educadamente con el propósito de que los pensamientos se encuentren. Se habla mucho de la desafección política de la ciudadanía, pero muy poco de la desafección ciudadana de los políticos. La desafección ciudadana sucede cuando se restringe el acceso a la conversación pública y la participación sobre la construcción de lo común, o solo se promociona en ágoras en los que el ruido sepulta la serenidad solícita que precisa cualquier reflexión sensata. Somos los pacientes de decisiones sobre las que nuestra condición ciudadana debería exigir ser también sus agentes, aunque esta demanda comporte a su vez el deber cívico de hacer un buen uso público de la razón. Que elijamos a nuestros representantes a través de un voto que depositamos en una urna cada cuatro años es perfectamente compatible con una mayor participación sobre cuestiones asociadas a la vida que queremos y cómo la queremos. Deliberar al unísono para pensar qué es vivir bien y qué podemos hacer para aproximarnos incesantemente hasta allí.
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