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martes, noviembre 11, 2025

Hacer un buen uso público de la razón

Obra de Noell S. Oszvald

Como ciudadanía que habita el resultado de acciones concertadas tenemos el derecho a opinar, pero si nos acogemos a ese derecho resulta irrenunciable el deber de que el uso público de nuestra razón sea fruto de un ejercicio reflexivo y no de una arbitrariedad, una creencia privada o un posicionamiento acrítico. Uno de los momentos en los que más disfruto cuando pronuncio una conferencia se da en el instante en que alguien me formula una pregunta para la que no dispongo de respuesta, o no al menos de una lo suficientemente sólida. Mi contestación siempre es la misma: «Sobre lo que me pregunta no tengo una opinión formada como para atreverme a compartirla en el espacio público». Decir «no sé» deviene en delectación cognitiva en un tiempo donde parece que una gran mayoría de personas goza de un criterio experto sobre cualquier asunto. La libertad de expresión es un derecho cuya conquista merece plausibilidad, pero no obliga a visibilizar la opinión sobre cualquiera de los ilimitados acontecimientos que dan textura a la vida con su inagotable fluir. En muchísimas ocasiones mantenernos callados es una deferencia que deberíamos tener no solo con nuestra persona, sino con el cuidado que precisa el debate público y el respeto a algo tan medular como la reflexión crítica. Es un aspecto axial de la vida compartida,  porque el pensamiento crítico alberga la capacidad de configurarnos como ciudadanía creadora de un marco político común. Sin matices, sin precisiones, sin puntualizaciones, el pensamiento se vacía de pensamiento. Y para que la reflexión encuentre matices, pormenorización, excepciones, especificidades, hay que pensar mucho y urdir exigentes criterios de evaluación. 

Bajo estas premisas, ¿solo pueden participar de la conversación pública los miembros de la academia, los ilustrados, la plebe intelectual, el proletariado cognitivo, los medios convencionales de comunicación, quienes han estudiado sobre ámbitos concretos de la heterogénea realidad? ¿Puede la ciudadanía aportar valor al diálogo público sobre aquellos asuntos que le atañen, o esas cuestiones hay que delegarlas en la autoridad de la tecnocracia y la expertocracia y que sea ella quien discurra por los demás? Aquí conviene apuntar inmediatamente que existen los juicios demostrativos y los juicios deliberativos. Los primeros se pueden demostrar, los segundos, no, y no nos queda más remedio que pensar en torno a la calidad argumentativa de su contenido. Lo justo, lo deseable, lo bueno, escapa al rigor de las ciencias exactas, pero no al del argumento destinado al espacio político donde contemplamos posibles respuestas que nos confrontan como ciudadanía. Ni el despotismo tecnológico ni la metodología cientifista pueden explicar cuestiones que solo son susceptibles de ser dirimidas con la práctica deliberativa. Le compromete a nuestra condición ciudadana examinarlas, dialogarlas, parangonarlas, en tanto que en las respuestas que ofrezcamos y que mayoritariamente consensuemos anida la persona que seremos. Este cometido es crucial, porque cuando la palabra declara el mundo, hace el mundo que declara.

Aristóteles sostenía que el ser humano es el animal que habla porque necesita deliberar en torno a estas cuestiones radicalmente humanas. Ningún otro animal dedica tiempo a dilucidar qué es lo conveniente o lo inconveniente para que la existencia sea un lugar apetecible. La deliberación se erige así en la fórmula adecuada para construir argumentos que sirvan para acotar y levantar el espacio de lo común, y a la vez evitar la deflación democrática que supone negar la palabra a quienes son los más afectados por las decisiones que se toman en la arena política. Se habla mucho de la desafección política de la ciudadanía, pero muy poco de la desafección ciudadana de los políticos. La desafección ciudadana sucede cuando se restringe el acceso a la conversación pública y a la participación sobre la construcción de lo común, o solo se promociona en ágoras ruidosos y maleducados. Somos los pacientes de decisiones sobre las que nuestra condición ciudadana debería exigir ser también sus agentes, aunque esta demanda comporte el requisito cívico de hacer un buen uso público de la razón. Que elijamos a nuestros representantes a través de un voto que depositamos en una urna cada cuatro años es perfectamente compatible con una mayor participación sobre cuestiones asociadas a la vida que queremos y cómo la queremos. Deliberar al unísono para pensar qué es vivir bien y qué podemos hacer para aproximarnos incesantemente hasta allí.   


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martes, abril 09, 2019

El ser humano es el ser que no se basta a sí mismo


Fotografía de Serge Najjar

La definición de fascismo que desgrana la filósofa brasileña Marcia Tiburi en su potente ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? es esclarecedora: «El fascismo cancela la oportunidad de pensarnos en común». Me viene a la memoria una afirmación de Emilio Lledó que descansa en el libro Palabras entrevistas: «No existe política, no existe una retícula colectiva, sin que haya una inteligencia en común». Evolutivamente comenzamos a pensarnos comunitariamente porque comprobamos en la práctica vital que nuestra menesterosidad o nuestra insuficiente autarquía solo se superaba con la socialidad. La polis como estructura para la agrupación humana nació de la conciencia de que el animal humano no se bastaba a sí mismo. El homo sapiens atomizado era presa fácil de la inanición y la muerte. Necesitaba la activa participación de los otros para poder colmar sus necesidades más primarias. La soledad exacerbaba su vulnerabilidad, y no contar con donantes de ayuda suponía el acelerado advenimiento de su insoslayable extinción. Nuestros ancestros más tribales sortearon la indigencia a la que les condenaba la biología empleando la inteligencia y su cristalización en un conjunto de creaciones, experiencias y significados compartidos. Inventaron una nueva naturaleza que no estaba en la naturaleza. Inventaron aquello que no existía en el hábitat en el que vivían para medrar en bienestar y estrechar la participación de la precariedad en sus ya de por sí precarias vidas. Crearon el lenguaje, la escritura, la técnica, la música, la ciencia, el derecho, la filosofía, las artes, la medicina, la arquitectura, la religión. Miles de años después nominamos a ese conjunto de invenciones como cultura.

Unos y otros necesitaban la ayuda de los demás, la construcción de lo común para sobrevivir como individualidades. Así nació el ciudadano, el habitante de una estructura civilizada. Cedo aquí la palabra a Marcia Tiburi: «Cuando hablamos de lo común nos referimos a aquello que construimos entre nosotros en términos políticos y que está hecho de una aleación de singularidad y alteridad». Se trata de una experiencia circular que nos enriquece en cada nueva rotación, porque la política es la articulación de la vida en común, y la vida en común es el palpitar de las subjetividades que se despliega en la recepción política. Emilio Lledó tiene una preciosa definición de política en la que señala que se trata de «la construcción de la mismidad con los otros». La política es la forma en que nuestra subjetividad se va perfilando y singularizando gracias a la interacción con los otros. Ahora se entenderá mejor porque lo político es personal y lo personal es político.

La construcción de nuestro entramado afectivo en un marco de socialidad nos impele a compartir con el otro la autoría del ser que somos. Marcia Tiburi postula algo medular sobre ese otro con el que mantenemos perpetua interacción: «El otro nunca está dado, siempre es pensado. Siempre es, en cierto modo, construido, más aún, es materializado, performatizado». La otredad es una entidad cuya edificación en nuestro imaginario está mediatizada por la práctica discursiva, por los procesos de categorización y estereotipia, por la inercia del favoritismo endogrupal, por la fácil mecánica de azuzar sentimientos de odio al exogrupo para producir cohesión intragrupal, por releer dicotómica y maniqueamente la realidad. El otro coautor de mi mismidad lo pensamos desde todos estos posibles ángulos de reflexión.  El otro es una abstracción, y como toda relación con lo abstracto nuestra relación con él depende de nuestra capacidad cognitiva y afectiva cristalizada en prácticas lingüísticas. La preponderancia de unos afectos u otros determina nuestra manera de tratar imaginariamente a ese otro que nunca conoceremos.

La imposibilidad de encuentro con todos los que conforman el grupo de los otros facilita que sea sencillo caer en prejuicios grupales, que a su vez pueden desembocar en conductas discriminatorias y en actitudes hostiles. Resulta preciso subrayar que el planeta Tierra está habitado por ocho mil millones de personas (para 2050 se presume que la cifra ascenderá a diez mil millones), y que cualquiera de nosotros teje vínculos de cierta raigambre con un diminuto número de ellas. Nuestra relación con el resto, que es prácticamente toda la humanidad, es a través de construcciones textuales que delimitan territorios mentales e imaginativos. Nunca realizaremos inmersión afectiva con ellos, nunca llevaremos a cabo interacción alguna ni con sus identidades ni con sus obras. Nos relacionamos con la ciudadanía planetaria a través de nuestra imaginación ética, que es una imaginación mediada, y que puede estar orientada a la promoción de sentimientos de apertura o de clausura del otro. A expandir el círculo empático o a miniaturizarlo endogámicamente.

Este conjunto de discursividades que dan forma a la construcción imaginaria del otro puede ser dogmático, crédulo, fundamentalista, xenófobo, fascista, aporofóbico, misógino, homofóbico, machista, misántropo, prejuicioso, o cosificador; pero también puede formatearse en reflexivo, deliberativo, autocrítico, bondadoso, hospitalario, sinérgico, inclusivo, amable.  El lenguaje como instrumento performativo determina nuestra concepción de ese otro que nunca conoceremos aunque viva hospedado en nuestro argumentario, y condiciona por completo nuestra reflexividad y nuestras acciones políticas entendidas como forma de pensarnos en la gigantesca intersección en la que florece la vida humana. El acto del lenguaje no solo enuncia y permite pensar el mundo, también lo hace. La palabra entra en nuestras vidas y se hace existencia. Hablar, pensar y hacer son sinónimos, aunque ningún diccionario sancione esta consanguinidad semántica. He aquí la importancia de pertrecharnos de recursos críticos para deconstruir el impacto y la disputa de esa mediación en nuestro imaginario, y la exigencia democrática de deliberación bien argumentada y no emotividad incendiaria ni eslóganes hueros en la mercadoctecnia electoral. La categorización banal y osada disuelve las particularidades de la idiosincrasia individual como primer paso para la entrada de prejuicios e ideas peyorativas o fascistas que convertirán al otro en algo más próximo a un objeto que a un sujeto, el momento inequívoco en el que la dignidad entra en crisis. Como bien apunta nuestra filósofa brasileña, «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». Si negamos a la alteridad la equiparación del reconocimiento que solicitamos para nuestra subjetividad, es imposible establecer condiciones para pensar lo común.



 
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