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martes, diciembre 22, 2020

De ocho mil millones, no hay dos personas iguales

 Obra de Ron Hicks

Desde que inauguré hace siete años este espacio para el ejercicio deliberativo he escrito muchas veces que vemos lo que sabemos. El mundo que accede por nuestros canales sensoriales lo organizamos y lo dotamos de significado a través de esquemas cognitivos. Cuando pensamos el mundo, el mundo ya es un producto envasado. A través de un automatizado proceso constructivo convertimos la impresión sensitiva en información cognitiva. Luego los dinamismos de la atención selectiva seleccionan estímulos sin que seamos muy conscientes de aquellos que rehusamos,  de nuestra miopía para percibir aquello que ignoramos. Daniel Kahneman recuerda que el mayor error de los seres humanos es la enorme ignorancia que poseemos sobre nuestra propia ignorancia. Estamos numantinamente asediados por gigantescos e inadvertidos puntos ciegos cuyo papel en nuestra relación con el conocimiento es crucial. Sabemos lo que sabemos, pero estos puntos ciegos nos impiden tomar conciencia del catedralicio tamaño de lo que no sabemos. 

Vemos lo que sabemos, como escribí en las líneas inaugurales de este texto, pero también vemos lo que estamos dispuestos a ver, disposición férreamente mediatizada por la estratificación de lo que consideramos central y constitutivo para nosotros y lo que releemos como subsidiario. Y es en este preciso punto donde accedemos al apasionante mundo de los valores. Valorar no es otra cosa que mirar de una determinada manera para actuar de un modo concordante. Valorar es preferir. Valoramos en función del resultado multiforme y abigarrado de la persona que estamos siendo y sucediendo a cada instante. Somos una trama de emociones, respuestas emocionales, sentimientos, cognición, ilustración, hermenéutica, valores personales, cosmovisiones, temperamento, carácter, personalidad, estado de ánimo, sistema de creencias, acervo empírico, pirámide de expectativas, sesgos, voracidad o morigeración de propósitos y deseos, hábitos afectivos, el propio y voluble autoconcepto de nosotros mismos. A esta constelación interior que nos singulariza indefectiblemente hay que agregar cuestiones del medioambiente biológico, determinismos de clase, género, inercias ideológicas, ecosistema discursivo, lenguajes institucionales, o algo tan peregrino pero a la vez tan medular como la fecha y el lugar en el que nos han nacido, geografía y cronología con su orden normativo, jurídico, educativo, cultural, etc. Son numerosos patrones y atavismos que conviene no marginar en esta reflexión sobre quién es el habitante que bombea sangre a nuestro corazón. 

A toda esta constelación la denomino entramado afectivo. En el ensayo La razón también tiene sentimientos me entretuve en explicarla. Lo relevante de esta retahíla de elementos que conforma el entramado afectivo viene a continuaciónUna pequeña mutación en uno de los vectores señalados aquí modifica al resto de vectores y singulariza su contenido, y a la inversa. Si un punto de este barroco sistema se ve impactado, introduce variantes en el resultado operativo de todo el sistema. He aquí la minuciosidad imposible de relatar de las mutaciones interiores, qué ha ocurrido y en qué punto nítido se produjo el impacto que ha percutido en todo ese sistema que convierte a un ser vivo en un ser humano impermeable a la estandarización. En esta peculiaridad reside que no haya dos personas iguales en un sitio donde ciframos casi ocho mil millones de ellas. Hace una semana les puse un ejercicio a las alumnas y alumnos con los que he compartido clases estos días y les pregunté por qué no hay dos personas iguales en todo el planeta Tierra. Corrigiendo sus ejercicios me he encontrado con respuestas de lo más variopintas, pero rescato aquí una muy sencilla dotada de la profundidad de las frases tautológicas: "no hay dos personas iguales porque cada persona es única". Así es. Somos entidades irremplazables, incanjeables, valiosas por ello, semejantes y a la vez tremendamente disímiles. Es algo increíblemente maravilloso que sin embargo genera disenso y por lo tanto invita a pertrecharnos de comprensión y cuidado en el juzgar para poder entendernos entre tanta variada vegetación humana. Ojalá estos días en los que se incrementa el tiempo y los intereses compartidos sobrentendamos y disfrutemos este hecho asombroso. Felices días a todas y todos.   

  

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martes, julio 12, 2016

La vida enseña, pero aprender es privativo de cada uno


Obra de Henrik Uldalen
Cada vez que escucho decir a alguien que «la vida me ha enseñado mucho», suelo ejercer de aguafiestas. Puede que sea así, que la vida a uno le haya mostrado un extenso catálogo de enseñanzas, pero eso no significa nada si a su vez uno no ha aprendido algo de ellas. Yo suelo presentarme en las clases contando una anécdota en la que dejo jocosamente claro que una cosa es enseñar y otra muy distinta aprender. Nos guste o no, aprender es algo que nos compete exclusivamente a cada uno de nosotros. Es una tarea que no podemos delegar en nadie. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú distinguía ambas dimensiones. «Enseñar es brindar información útil con el propósito de mejorar a la persona que la recibe. Sin embargo, aprender es la acción personal con la que un individuo adquiere esa información y la aprovecha para generar y conectar conocimiento y competencias». Unas líneas más abajo concluía recordando a los maestros y a los profesores que «enseñar no es difícil, lo difícil es producir contextos para que alguien aprenda con lo que le enseñan». Volvamos ahora a ese aserto que defiende que la vida se aprende viviendo. Estoy de acuerdo por pura definición, porque vivir es el acto que engloba todos los demás actos. Pero en este preciso punto hay que agregar inmediatamente un matiz olvidado por los que preceptúan que la vida enseña. Vivir no es sólo convertirte en el sujeto de un elenco de predicados y experiencias propias, también lo es apropiarte de experiencias vicarias. Si el aprendizaje estuviera estrictamente subordinado a lo que nos ocurre en la geografía exacta de nuestra vida, nuestro conocimiento poseería dimensiones microscópicas. Comparado con todo lo que se encuentra a nuestro alcance para ser aprendido, sería netamente paupérrimo.

La vida enseña, sí, pero sobre todo la vida de los demás. Yo suelo reivindicar el papel de la imaginación como poderosa fuente de aprendizaje. Muchos sentimientos de un protagonismo irrefutable en nuestro estatuto de personas se nutren de esta capacidad para poder hacer nuestras tanto la alegría como la tristeza de aquellos que pululan en nuestro derredor o a miles de kilómetros. Si no pudiéramos imaginar en nuestras vidas lo que es real en la vida de los demás, nuestro conocimiento sería ridículamente diminuto. Afortunadamente podemos convalidar nuestras ideas y nuestras visiones utilizando experiencias que provienen de los otros. Los seres humanos hemos decidido organizar nuestra vida en espacios, propósitos y recursos compartidos, y es ese nudo de interacciones con sus correspondientes elementos culturales el que nos proporciona una ingente cantidad de información que a nosotros nos compete destilar en conocimiento y, una vez metabolizado, articularlo y organizarlo en comportamiento. Aunque creemos que no hay mayor pedagogía que la acumulada en la experiencia territorial de la propia vida, el yacimiento de mayor enseñanza reside en la pluridad de nuestras interacciones, en las relaciones redárquicas que mantenemos en el paisaje social, en el intercambio de los relatos que pugnan por desentrañar el porqué de las cosas. Se trata del aprendizaje vicario y mimético de las narraciones de los demás. En realidad la cultura no es otra cosa que un amplio conjunto de técnicas, costumbres, historias y significados compartidos por una comunidad que toma prestados de sus antepasados, amplifica, afina y mejora, y lega a la siguiente generación que hará lo mismo en un proceso infinito. Ahí tenemos a nuestra disposición las novelas, las películas, las canciones, los ensayos, los poemas, los cuadros, las obras de teatro, las imágenes, las conversaciones cuajadas de la seducción interpelante de las preguntas y las respuestas, toda la narratividad humana que ofrecen los diferentes formatos que hemos inventado para su exposición, transmisión y compartición. Hemos decidido bautizar este mosaico de saberes como Humanidades, los recipientes que nuestra inteligencia creativa ha alumbrado para explicarnos a nosotros mismos.

Todo este acervo no deja de ser una nutritiva charla privada con los demás que ponen a nuestra disposición lo que han urdido o lo que les ha ocurrido a ellos en su vida, y que ahora nos entregan en un molde ordenado e inteligible. De ahí extraemos mucho más conocimiento y mucho más sedimento sentimental que el que pueda condensar nuestra biografía aisladamente, por mucho que acumule vicisitudes y sea opulenta en experiencias. En las interacciones y en los relatos ajenos brincamos el perímetro obscenamente reducido del yo y nos adentramos en las visiones pluridimensionales, en la universalidad y la diversidad simultánea, nos dotamos de cosmovisiones nuevas, comprendemos la gratuidad de todo juicio que no deja de ser una fabulación osada con tal de armar una historia que nos permita neutralizar la incertidumbre,  aprendemos a aceptar nuestra propensión a ver lo que esperamos ver,  asumimos que la mayoría de las veces adoptamos aquellas decisiones que se ajustan a las expectativas que los demás han depositado en nosotros, aprendemos a relativizar, a comprender a Camus cuando argumentaba que «no hay destino que no se supere mediante el desdén», a asentir con el gran Kahneman que «nada en la vida es tan importante como pensamos que es en el preciso momento en que lo pensamos», o a sentirnos impostores si no tenemos la valentía de responder con un sincero «no sé»  a la mayoría de las interrogaciones que nos formulan o nos formulamos. Somos propietarios o copropietarios de nuestra biografía, pero en ella hay cabida para la biografía de los demás, para que sus ideas polinicen con las nuestras, para que sus episodios se confronten con los nuestros, para desentumecer primero y enriquecer después nuestra vida con su vida, para que los relatos heredados nos permitan construir el nuestro con mayor conocimiento de causa y elección. La vida enseña, pero hay una gigantesca variedad de formas de vivirla. Unas permiten aprender más que otras. De hecho, algunas apenas permiten aprender algo.



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jueves, abril 21, 2016

Pensamos con palabras, sentimos con palabras



Obra de David Jon Kassan
Siempre me ha llamado la atención esa máxima que afirma que si alguien no sabe decir lo que siente es porque para él no es diáfano lo que está sintiendo. Para contrarrestar este entumecimiento verbal y sentimental hemos inventado frases hechas. Un lugar común es consignar que «no hay palabras para explicar lo que siento». Se trata de un latiguillo frecuente entre los que ven cómo las palabras miniaturizan el tamaño de sus sentimientos. El fracaso lingüístico ya no es atribuible a uno, que no encuentra la palabra idónea, sino al reduccionista lenguaje, que no ha creado el vocablo nítido para describir la evaluación que se está llevando a cabo. Como una gran parte de los tópicos que plagan las conversaciones coloquiales, estamos delante de una falacia. La mejor herramienta que tenemos los seres humanos a nuestra disposición para explicar la experiencia sentimental es el lenguaje. Sé que hay otros lugares comunes como que una imagen vale más que mil palabras, pero para que esta afirmación sea realmente cierta necesitamos conocer antes varios miles de palabras que nos permitan inteligir con exactitud lo que estamos contemplando. Yo mismo he escrito a menudo que el ejemplo es un discurso que no necesita palabras, pero nosotros sí necesitamos conocer qué palabras queremos ejemplificar.

La construcción de nuestros sentimientos recorre un itinerario cuyo trazado cada vez está más delimitado. Recuerdo un ensayo sobre el mundo emocional en el que el autor lanzaba una pregunta retórica al hipotético lector de su obra para luego contestarse a sí mismo: «¿Quiere modular sus emociones? Muy fácil. Piense en ellas». Las emociones son dispositivos adaptativos ineliminables que nos preparan para encarar cualquier acción futura. La naturaleza nos ha dotado de ellas, pero las emociones al ser pensadas se convierten en sentimientos. En sus célebres ensayos En busca de Spinoza, El error de Descartes, Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio subraya este recorrido. Muchos investigadores empiezan a entrever que el acontecimiento que somos cualquiera de nosotros no es más que un conglomerado de interacciones que van de la emoción (determinismo genético) a la ética (determinismo racional), y viceversa. Un sentimiento es un balance de cómo nos van las cosas en la siempre movediza realidad. Cuando sentimos algo pero no sabemos nominarlo, tampoco podemos entenderlo. Sólo cuando nombramos los sentimientos sabemos qué carga semántica traen adscrita, qué significa exactamente la evaluación sentimental que acabamos de analizar, qué grado de amistad entabla la realidad con nuestros deseos. Yo he resumido este logro en una frase lapidaria: «si lo dices, es que sabes de que estás hablando». En el muy bien hilvanado y muy asequible ensayo Emociones e inteligencia social, el neurocientífico Ignacio Morgado da una definición imbatible de qué es percibir: «Percibir es atribuir un valor semántico a las sensaciones». Yo lo voy a decir de otro modo más acorde con este artículo:  Percibir es sentimentalizar la emoción. En el proceso cognitivo en el que la emoción se transfigura en sentimiento la palabra ejerce una soberanía absoluta. Más todavía. El poder evocativo de cada palabra que pronunciamos connota nuestra identidad. Nos sentimentaliza.

Los seres humanos somos seres lingüísticos y nuestro cerebro utiliza palabras para convertir lo exterior y lo interior en materia inteligible. Los sofistas defendían que la realidad no es más que el lenguaje que utilizamos para comunicarla y para comunicárnosla a nosotros mismos. Yo he escrito millones de veces que el alma no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatando a cada instante lo que hacemos a cada minuto. La combinación reglada de palabras en estructuras con significado es un proceso que alumbra el entramado afectivo que somos. Pensamos con códigos lingüísticos y el mundo es más nítido o más borroso según el volumen de nuestro vocabulario y la forma creativa de combinarlo. Wittgenstein lo expresó sucinta pero maravillosamente: «Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje». En el Diccionario de los sentimientos, Marina comparte una preciosa definición de lo que yo quiero explicar: «Las palabras son hologramas que resumen gigantescas cantidades de información».  Las palabras son hijas de la inteligencia compartida en la creación social y las heredamos de un modo imperceptible. Cuando nacemos ya están aquí y participamos comunalmente de los dinamismos lingüísticos y sus campos semánticos. Al pensar la emoción utilizamos palabras, que no dejan de ser marcos interpretativos de la realidad pasados por el tamiz de nuestro mundo axiológico. De aquí se deriva que las respuestas emocionales pueden articularse al elegir las expresiones verbales idóneas y apartar las inapropiadas.

Estos marcos encarnados en palabras dan forma al sentimiento, o al menos lo redondean para que podamos referirnos a él y lo podamos compartir de un modo inteligible. Se produce así un viaje circular que podríamos llamar el itinerario afectivo. La emoción se manifiesta en el cuerpo a través de marcadores somáticos, pero al ser pensada y atravesada de cognición (que no deja de ser una forma de fabulación del mundo, un apabullante enjambre de palabras) se transforma en sentimiento, y el sentimiento una vez configurado también provoca reacciones en nuestro cuerpo. A mí me sigue provocando boquiabierta perplejidad la capacidad de las palabras para alegrarnos o entristecernos, atemorizarnos o tranquilizarnos, descorazonarnos o  esperanzarnos, empequeñecernos o agigantarnos, irritarnos o balsamizarnos, exultarnos o deprimirnos. No está de más recordar que una palabra enunciada no es otra cosa que un pequeño sonido que encapsula un significado compartido por la comunidad, un trocito incorpóreo de voz y aire que sale por la apertura de los labios, aletea por el entorno y aterriza en unos tímpanos. Este vuelo presentado en bandadas gramaticalmente encadenadas hace que seamos el que somos. Y que nuestras interacciones sean las que son. 



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jueves, marzo 05, 2015

¡La atención ha muerto, viva la atención!




La atención es el recurso más valioso por el que beligeran millones de estímulos. Es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza. En Elogio del papel (Rialp, 2014), el filósofo de la percepción Roberto Casati afirma que «la atención es nuestro principal recurso intelectual». La atención te desliga de la vastedad de lo circundante para centrarte en lo infinitesimal del aquí y ahora compendiado en una tarea. Yo suelo definir la autonomía como la capacidad de colocar nuestra atención allí donde lo dictamine nuestra voluntad y no ninguna otra. Infelizmente, la colonización digital y nuestra condición de habitantes de un tecnosistema cada vez más tentacular y más tentador desafían nuestra autoridad sobre nuestra propia atención. La conectividad ubicua nos descentra también ubicuamente. La glotonería de estímulos, la toxicidad del exceso de información (bautizada acertadamente como infoxicación), una errónea idea de que más información trae anexionado más conocimiento, la sobrecarga de avisos, los artefactos digitales que ejercen de cordón umbilical con los demás y eliminan el problema de la localización, una pródiga oferta de distracciones de toda índole conviviendo en los mismos lugares y con las mismas herramientas destinadas a tareas diametralmente antagónicas a esas distracciones, devienen en un entorno hostil que socava permanentemente los propósitos de la atención. Hay tantas llamadas de atención a cada instante que lejos de muscular este recurso lo han debilitado de comprensión y retención, de absorción inteligible y memoria, sus dos resortes más identitarios. En un juego de contradicciones, el banquete pantagruélico de estímulos adelgaza nuestra atención hasta condenarla a la anorexia y acaso a su propia extinción. 

La vieja atención destinada a la reflexión pausada, absorta, honda, cultivada, ilustrada, introspectiva, creativa, emancipada de todo lo que la aparta de ese fin, ha muerto.  Una jauría de estímulos ambientales intenta sortear el agotado filtro de nuestra atención. El gigantismo de esa avalancha es tan inapresable que nuestra atención se pasa el día separando lo trivial de lo valioso, la basura de la perla, el lodo de la pepita de oro, pero con una celeridad directamente proporcional a la mareante velocidad de llegada de nuevos estímulos. Así ni se adentra en lo valioso ni filtra correctamente lo baladí. Nicholas Carr en el muy recomendable Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes (Taurus, 2011) admite que «la distracción cortocircuita el pensamiento». El Dr. Manfred Spitzen en el inquietante ensayo Demencia digital (Ediciones B, 2013) advierte que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». Los inputs afloran a una velocidad vertiginosa, pero nuestra capacidad para convertir el estímulo en un sedimento emocional es muchísimo más lenta. Y aquí ocurre el drama. No disponemos del tiempo necesario para que lo que acaece forme parte activa de nuestro acervo biográfico y permee en nuestro patrimonio cultural. No podemos atenderlo como se merece porque al instante irrumpen nuevos estímulos que en un bucle inacabable hay que cotejar, filtrar, discernir, valorar. Todo deprisa, epidérmicamente, superficialmente, evanescentemente. Todo es horizontal. Y sin embargo la profundidad sólo toma forma en lo vertical.