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martes, julio 09, 2019

«Habla para que te conozca»


Obra de Claudia Kaak
Hace unos días le comentaba a una lectora la relevancia de permitir que el otro se visibilice a través de la interacción comunicativa encarnada en la palabra. Muchos de nuestros prejuicios y de nuestras conductas aporofóbicas, homófobas o xenófobas se deben a que no convivimos con el otro, sino con su gélida y amorfa abstracción. Cada vez que el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo abstracto, algo nebulosamente reificado o etiquetado en un significado peyorativo, crecen las posibilidades de hacernos daño. Converjo con Luisgé Martín cuando en su ensayo El mundo feliz defiende que «la tolerancia viene siempre definida por la experiencia: se respeta aquello que se comprende». De ahí lo insigne de generar espacios y tiempos para construir una intersección discursiva como antesala de la afectiva, retirar el recelo y descubrir lo obvio: que la alteridad cosificada o degradada por la insensible abstracción es equivalente a mi mismidad, que está cercada por los mismos temores, las mismas esperanzas, los mismos deseos, las mismas ilusiones, las mismas incertidumbres, las mismas motivaciones, las mismas zozobras, los mismos intereses. Basta un poco de convivencia dialogada y un poco de roce con el mundo para sentirlo y asentirlo, para que permee sentimental y cognitivamente. Esta lectora me comentaba que había tenido una reciente experiencia que le devolvía de nuevo su esperanza en la humanidad.  Había ayudado a un chico foráneo a preparar su solicitud de asilo y en esa ayuda y en ese cuidado había percibido esa afinidad humana que la ignorancia y el miedo convierten primero en diferencia y luego en rechazo. La abstracción había dejado de serlo y se había encarnado en un chico con nombre y apellidos y biografía y palabra. Entre ellos se habían instaurado una comunicación interpersonal y un marco de comprensión gracias al esfuerzo de escuchar al otro para saber en qué consiste su vinculación con la realidad y la idealidad. La acción germinativa del lenguaje había hecho brotar el espacio relacional. La consanguinidad humana. El reconocimiento.

Esta última dimensión resulta cardinal. Una vez más el lenguaje cotidiano, o el saber narrativo por oposición al saber científico, es rotundamente delator. Cuando dos personas riñen y cercenan el vínculo afectivo que las unía, el lenguaje común señala que esas personas «ya no se hablan», «no se dirigen la palabra» El ser se imprime en las palabras y al no compartirlas no se comparte el ser que se manifiesta en las palabras que elegimos para visibilizar nuestro ser. Cuando dos personas no se hablan significa que no dirigen su subjetividad hacia la otredad. La afectividad que les anudaba estaba compuesta por la construcción del lenguaje, por los actos comunales del habla, por la práctica lingüística en la que se habitaban como huéspedes y anfitriones simultáneamente. Al dejarse de hablar abandonan la producción de afecto, y connotan que el afecto se ha terminado cuando comienzan a no hablarse y por tanto convierten en imposible la posibilidad de escucharse. Las palabras y su semántica entretejen la vinculación personal. Cancelarlas aboca a la desvinculación. A la ausencia de relación. 

En las tribus arcaicas el mayor castigo con que se podía punir a sus miembros era la expulsión de la tribu. A cualquiera le horrorizaba el escenario de imaginarse repudiado y por tanto desabastecido del calor hogareño de los demás. El motivo de este miedo cerval es muy simple. En la soledad se puede hablar, pero no hay nadie que recepcione lo que se habla, no hay comunidad discursiva, solo hay un gigantesco manto de silencio que taja toda interlocución. Cuando las palabras no llegan a unos tímpanos, las palabras incompletan su trayectoria. El castigo tribal consistía no en no poder hablar, sino en clausurar la oportunidad de que un igual te pudiera escuchar, en saber de antemano que tu vida estaba condenada al solipsismo. «En la soledad no hay más interlocutor que la psyché», escribe LLedó, y yo añadiría que una psyché excesivamente dedicada a sí misma se vuelve peligrosamente entrópica, y es inevitable dedicarse en exclusividad cuando no hay otredad a la que dirigirnos. En la radical soledad la mismidad no genera intersubjetividad, no hay espacio compartido, no se levanta el ámbito en el que la palabra argumentada crece y se afina a través de la polinización que mantiene con las palabras de las alteridades. En la soledad todo invita a que el silencio mineralice al sujeto y lo aproxime a la absoluta indefensión de los objetos. «El silencio es la ausencia de la palabra», escribe Daniel Gamper en Las mejores palabras, el ensayo con el que ha obtenido el último  Premio Anagrama de Ensayo. El silencio es ausencia de palabras, pero no de significados.Y esos significados pueden hacer mucho daño a quien no puede compartirlos.

Llegados a este punto es tentador argüir que muchos gestos afectivos no necesitan la intervención de la palabra. En La razón también tienen sentimientos (ver) yo indiqué cuatro grandes momentos que alberga nuestra corporeidad para mostrar afecto y profundizar en las relaciones soslayando la participación del verbo: el abrazo, las caricias, el beso, la mirada. Siempre recuerdo que estas narraciones con las que el cuerpo habla sin el respaldo del artilugio verbal han necesitado el concurso de muchas palabras para que ahora compartan una semántica afectiva y sentimental entre quienes se participan haciendo uso de ellas. La palabra imprime en el cuerpo su significatividad y convierte los gestos en un vocabulario. Las gesticulaciones son potentes unidades de información cuando se convierten en expresión, pero un gesto no puede decir nada si previamente no ha sido ayudado por palabras. Las palabras articuladas traducen la trazabilidad del gesto silencioso y socializan y confirman su clarificación y estratificación a través de su significado. El gesto cobra sentido con la palabra que lo prologa para curiosamente no necesitar pronunciarla y dotarla así de una aparente identidad prediscursiva. Cuando dos personas dejan de hablarse, su caligrafía gestual prescinde de los significados afectuosos, pero incluso del propio gesto. Los que no se hablan miran para otro lado cuando se cruzan. No se miran para no verse. Eso es lo que también ocurre cuando las personas dejan de compartir las palabras en las que se pronuncian. Cuando dos personas dejan de hablarse, o ni siquiera han inaugurado esa posibilidad, y por tanto abortan o no desprecintan la tecnología con la que nos hacemos visibles, la invisibilidad lo cubre todo. En la invisibilidad es imposible reconocer al otro, pero es muy fácil hacerle titular de lo que nos dicte nuestro miedo, nuestro odio, o nuestro desconocimiento. Hablar se convierte en el momento fundacional en el que la ignorancia se aparta y deja paso al empezar a conocernos.
 

 
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