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martes, septiembre 26, 2017

El silencio agresivo



Obra de Javier Arazabalo
Existe mucha literatura que ensalza el silencio. Muchas veces yo lo he elogiado. Recuerdo que le dediqué un epígrafe en el ensayo La educación es cosa de todos, incluido tú. Allí defendía que el silencio es un argumento irrefutable, el único del que nunca tendremos que desdecirnos. Groucho Marx proponía que era «mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas», y Shakespeare también nos aconsejaba que era «mejor ser rey de tus silencios que esclavo de tus palabras». El silencio abroga tantas sugerencias como tipos de silencio existen. Hay silencios aprobatorios y reprobatorios, silencios condenatorios, silencios retadores, silencios cómplices, silencios balsámicos, silencios saboteadores, silencios críticos, silencios punitivos, silencios prudentes, silencios diplomáticos, silencios atrabiliarios, silencios sediciosos, silencios enigmáticos, silencios estúpidos, silencios burlones, silencios chillones, silencios otorgadores, silencios libidinosos, silencios disuasorios, silencios pedagógicos, silencios interrogativos, silencios afirmativos, silencios simbólicos, silencios respetuosos. La panoplia de silencios es voluminosa, pero yo quiero hablar aquí de un silencio pocas veces citado. El silencio agresivo.

Solemos acotar las agresiones al empleo de la fuerza física para provocar un daño o la amenaza de infligirlo con el fin de que se complazca una demanda. Buss estableció en los años sesenta una taxonomía de la agresión en la que además de la agresión activa señaló la pasiva. Toda la violencia psicológica se produce en este estadio. Es muy sencillo lacerar a una persona sobre la que se ostenta poder laboral, sentimental, afectivo, familiar, económico, sin necesidad de agredirla ni física ni verbalmente. En Los sentimientos también tienen razón (ver) hablo de ello en el epígrafe titulado La violación del alma, término impactante que le leí al profesor Iñaki Piñuel en una de sus obras dedicadas al acoso laboral.  Una de esas formas de agredir se  encarnaría en el silencio. Se trata de una agresión pasiva verbal directa, el silencio muñido para soslayar el diálogo y por extensión dejar inerme al interlocutor. En su Manual de antifilosofía, Michel Onfray nos regala una definición de violencia que casa con la que Buss le confiere al silencio: «Violencia es la incapacidad para liquidar la querella por medio del lenguaje». No querer hablar en contextos pacíficos presididos por la bondad del diálogo es una deliberada bofetada a la razón discursiva. El silencio decapita el intercambio verbal y precipita al diálogo a su propia muerte.

No hay nada más desalentador que argumentar una tesis e interpelar a nuestro interlocutor a que la secunde o la refute, y contemplar aterrados cómo se precipita sobre nosotros un gigantesco alud de silencio. Hay palabras que hieren, pero hay silencios que sajan el alma. Una palabra elegida pérfidamente para inducir dolor puede dejar maltrecha a una persona el resto de su vida, pero un silencio cuando alguien solicita información perentoria o entablar un diálogo sanador puede desangrar a su víctima. Las palabras son el instrumento que empleamos para transferir información compleja del modo menos equívoco posible, pero hay silencios que transportan tanta o más que un tumulto de palabras.

Aunque ni las palabras ni los silencios matan directamente, por una palabra inadecuada o por un silencio tozudo se han declarado guerras en la que han muerto miles de personas, o se han abierto heridas insondables que siglos después se antojan imposibles de suturar. Una palabra o un silencio pueden malograr tanto la existencia de una persona como la vida de un país de millones de habitantes. Igual que existen muchos tipos de silencios, también existen diferentes encarnaciones de este silencio inicuo. En un momento de exacerbada comunicación digital y por tanto de relaciones presididas por la deslocalización y la asincronía, no querer hablar o guarecerse en un mutismo humillante se manifiesta de muchas novedosas maneras. Un silencio no es solo sellar los labios y no añadir nada en mitad de un diálogo, o sortear la propia opción de dialogar, también lo es no responder a un mensaje o demorar la respuesta, eludir un encuentro, no coger el teléfono, no recibir o ningunear a la persona con la que sin embargo se han concordado tácitamente ciertos compromisos. Yo entiendo el diálogo como una exigencia ética, como un deber humano, y no como un comodín al albur del interés personal. Donde el diálogo muere, donde la ética expira, empieza el banquete caníbal de la selva.



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jueves, marzo 26, 2015

¿Un silencio vale más que mil palabras?



Juegos y adivinanzas, de Mary Sales
No deja de sorprenderme la excesiva valoración del silencio como forma de comunicación. Existe una promocionada poética del silencio en detrimento de las palabras, esas encarnaciones de nuestros pensamientos que, al compartirlas con los demás, parece que en vez de hacernos inteligibles nos convierten en un jeroglífico o en un triste nudo gordiano. Es como si la caligrafía silenciosa de la mirada de uno cuando se junta con la mirada de otro estuviese inmunizada a lecturas tergiversadas o a suposiciones erráticas, y al revés, se arguye tácitamente que las palabras son estructuras verbales invalidadas para una comunicación limpia de equívocos y exenta de la sospecha de la mentira. Esta apología del silencio viene a concluir que las palabras nos pueden confundir, pero el silencio de unos ojos que cogen de la mano a otros ojos está bendecido de una pureza que no admite malinterpretaciones ni impostura. Cuando las miradas chocan suavemente entre ellas en el envoltorio cerrado de un silencio es imposible la comparecencia del error. Los ojos no mienten, la mirada no contamina, la sintaxis del gesto construye relatos nítidos y diáfanos, la incomparecencia del verbo evita ensuciar el instante, toda esta geografía silenciosa es matemáticamente infalible y narrativamente muy sólida. He aquí compendiado el elogio del silencio al que me refería antes. Es cierto que en muchas ocasiones un silencio es una forma muy elocuente de comunicarse. Hay silencios tan expresivos y tan férreamente construidos que añadir algo más es una redundancia que debilita la argumentación que traen anexionada. Pero a mí me gusta recordar un matiz que se olvida con peligrosa frecuencia. Cuando dos o más personas no necesitan hablar para entenderse es porque han hablado mucho todas las veces anteriores en las que la mirada no fue suficiente para que se entendieran. Dependiendo para qué, un silencio puede valer más que mil palabras, pero sólo cuando sabemos qué palabras ha elegido entre las miles de ellas que puede utilizar sin ni tan siquiera tener que pronunciarlas. El silencio no necesita palabras para decir lo que quiere decir, pero quien lo recibe sí las necesita para deletrearlo correctamente.



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