Escuela de parejas (Ariel, 2012) bien podría ser un manual
de pedagogía de la comunicación. Una pareja es una unidad formada por
dos personas que mantienen una larga conversación. Si la conversación es
de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la
conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se
deshilvanará no tardando mucho. José Antonio Marina arranca este ensayo
destinado a padres y docentes con un aserto entre provocativo y
solemne. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta el
matrimonio (o la unión) la inteligencia ejecutiva. Ya en otros ensayos
Marina nos habla de estas dos inteligencias. La inteligencia generadora
es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las
confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a
inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción o les
deniega el paso. No sabemos por qué nos enamoramos, pero sí podemos
saber por qué queremos convivir íntimamente con esa persona. El amor es
un deseo que va acompañado de sentimientos. Marina ha contado en
repetidas ocasiones que a sus alumnos del instituto les recuerda que
cuando les digan te quiero, pregunten qué quieres hacer conmigo. Quizá
la fórmula es abrupta y poco poética, pero evita muchos equívocos,
porque te quiero es una consigna muy polisémica que cambia su
significado según qué labios la pronuncien.
La convivencia no es el fin que persiguen las parejas, sino el medio
para alcanzar la felicidad. Una pareja es la construcción de un proyecto
en el que se aunan dos biografías interesadas milagrosamente en la
felicidad del otro. Kant, a pesar de su sempiterna soltería, lo
definió con su habitual precisión: «querer a alguien es tomar como
propios sus fines». Inevitablemente en esa aventura surge la paradoja de
que las individualidades que forman la dupla sentimental desean
mantener con buena salud su cuota de autonomía, pero simultáneamente
fortalecer la vinculación con el otro. Articular esta aporía es fuente
de conflictos junto con las siempre miserias domésticas, los estilos de
comunicación tan distintos entre hombres y mujeres, las fricciones
rutinarias, los malentendidos, los celos, la coordinación de intereses,
los distintos caracteres de las personas, sus biorritmos, el repertorio
de creencias, las expectativas sobre qué ha de proveer la propia
pareja, etc. El día a día nos revela con una brutal sinceridad que una
cosa es el amor y otra es la convivencia con la persona que lo ha
despertado en nosotros.
Desgraciadamente carecemos de narraciones en las que la vida de pareja salga bien parada. Estamos exhaustos de mitología sobre amores fracasados, sobre infidelidades, sobre la desertización a la que arroja el amor no correspondido, sobre tormentosas y aciagas relaciones, sobre cómo la habituación devalúa el deseo, pero apenas contamos con relatos serios y sancionados por la conciencia colectiva sobre la felicidad diaria que se cuela en parejas que se quieren sin mayor pretensión que ayudar a ser feliz al otro porque eso colabora con su propia felicidad. A esta carencia hay que sumar la exacerbación de la individuación, la pluralidad de modelos, un exceso de posibilidades de elección, la ausencia de grandes relatos sociales que encaucen la vida, la afortunada desaparición de la sanción social en la desvinculación de las parejas, una idea hipertrofiada de la felicidad, una imaginería en torno al amor absolutamente irreal y bobalicona como un cuento de hadas. Todo esto conduce al amor líquido, en terminología del perspicaz Zygmunt Bauman, o a los amores mercuriales en perpetua reconfiguración, en terminología de Marina. De ahí que el auténtico tema de este libro no sea el amor. Es qué hacer para que el amor perviva en el tiempo. Para que el día a día no lo erosione con su incansable dosis de realidad.
Artículos relacionados:
El amor mal entendido y mal expresado.
Cuando el amor es líquido, el miedo es sólido.
Del amor eterno al contrato temporal.
Desgraciadamente carecemos de narraciones en las que la vida de pareja salga bien parada. Estamos exhaustos de mitología sobre amores fracasados, sobre infidelidades, sobre la desertización a la que arroja el amor no correspondido, sobre tormentosas y aciagas relaciones, sobre cómo la habituación devalúa el deseo, pero apenas contamos con relatos serios y sancionados por la conciencia colectiva sobre la felicidad diaria que se cuela en parejas que se quieren sin mayor pretensión que ayudar a ser feliz al otro porque eso colabora con su propia felicidad. A esta carencia hay que sumar la exacerbación de la individuación, la pluralidad de modelos, un exceso de posibilidades de elección, la ausencia de grandes relatos sociales que encaucen la vida, la afortunada desaparición de la sanción social en la desvinculación de las parejas, una idea hipertrofiada de la felicidad, una imaginería en torno al amor absolutamente irreal y bobalicona como un cuento de hadas. Todo esto conduce al amor líquido, en terminología del perspicaz Zygmunt Bauman, o a los amores mercuriales en perpetua reconfiguración, en terminología de Marina. De ahí que el auténtico tema de este libro no sea el amor. Es qué hacer para que el amor perviva en el tiempo. Para que el día a día no lo erosione con su incansable dosis de realidad.
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