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Obra de Malcom Lipke |
Hace unos días leí una entrevista
al neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, autor de
Las almas
heridas,
Los patitos feos o
Morirse de vergüenza, y experto en el cada vez más divulgado campo de la resiliencia. La
resiliencia es volver a recuperar y sanar los sentimientos cuarteados tras recibir una de esas adversidades que nos hacen ovillarnos de tristeza.
A veces la
realidad nos asesta un golpe tan enfurecido que tras el impacto nos doblamos y nos encogemos de dolor. Resiliar sería el proceso en el que poco a poco volvemos a
, metafóricamente, erguirnos y adaptarnos al nuevo escenario. Cervantes, probablemente el mejor psicólogo de la historia
junto a Shakespeare, ya hablaba de estas cosas aunque asignándole palabras más
coloquiales: «la peor derrota, el desaliento». Resiliar sería volver a recuperar el aliento, término que también significa alma, esencia, energía, ánimo, principio de vida. Recuperar el aliento, recuperar el ánimo perdido, podría vincular con dejar de sentirte un apátrida dentro de tu propia alma. Un
proverbio chino que yo repito mucho nos recuerda una prescripción para casos así: «Si te
caes seis veces, levántate siete». Recuerdo una adhesiva canción de un grupo de rock
llamado Tahúres Zurdos que entre aullidos de guitarras distorsionadas se
preguntaba: «¿Qué es eso que mueve a los
hombres cuando nos desmoronamos para creer que pasará?». Recurro al gran Woody
Allen para postular una posible respuesta extraída de uno de sus libros: «La realidad puede llegar a ser muy ingrata, pero es el
único lugar donde podemos comernos un buen filete». A pesar de su hilaridad, no
tengo la menor duda de que en esta lógica irrefutable descansa la capacidad del
ser humano para sobreponerse a la adversidad y a su propia anemia anímica. Cuando algo se astilla dentro de nosotros, esperamos que el paso del tiempo y la capacidad de articular bien nuestros lastimados sentimientos cautericen la herida y nos pongan de nuevo en disposición de alcanzar alguna de esas gratificaciones que convierten la vida en un manjar apetecible. Albergamos esperanza e ilusión, dos de las palabras más mágicas en el vocabulario del alma humana. La vida sin esperanza es un niño que todavía no sabe andar, y sin ilusión, un anciano al que la pesan las piernas.
La
resiliencia no consiste en la constatación de que tarde o temprano la vida nos va a zancadillear y
hará que nos demos de bruces contra el suelo mientras escuchamos sus risotadas, que nuestra alma será ulcerada por
la fatalidad, que padeceremos tremebundos desencuentros entre nuestros deseos y la siempre altiva y escurridiza realidad. Reside más bien en el proceso que se inicia tras esa caída, ese
golpetazo, esa terrible desavenencia que nos arrojará a un interregno en el que nos hallaremos inicialmente huérfanos de soberanía para sobreponernos. No se trata de inhumar la tristeza, sino de transformarla en análisis y palanca intelectiva de nosotros mismos. Probablemente muchos han realizado estas introspecciones sanadoras sin haber oído nunca la palabra resiliencia. La resiliencia cursa con la flexibilidad y la adaptabilidad, de ahí el éxito de símiles para ilustrar la recuperación tras una colisión traumática como el del lábil junco frente al árbol que al no poder mecerse ante las ráfagas del huracán es arrancado de cuajo, o el de una pelota de espuma frente a cualquier material rígido, cuya engañosa dureza se acabará desmembrando en irrecuperables trozos. Lo más llamativo de esta flexibilidad sentimental es que los expertos vinculan los factores resilientes con elementos propios
de la afectividad. Hace poco leí una entrevista a Jorge Barudy Labrin, autor de
La inteligencia maternal, en la que afirmaba que «la confianza y solidaridad de otras personas es condición imprescindible para que cualquier persona herida por una experiencia traumática pueda recuperar la confianza en sí misma, y en la condición humana». El propio Boris Cyrulnik ratifica esta idea cuando sostiene que «las investigaciones sobre resiliencia muestran que esta es una producción social y siempre interpersonal».
El mecanismo catártico más eficaz para recuperarnos de los contratiempos
severos que nos brindará indefectiblemente la aventura de vivir es el afecto de las
interacciones a las que concedemos valor, la vinculación social entretejida de
actividades y proyectos compartidos. Una mente tan lúcida como la de Bertrand Russell desembarcó en esa misma conclusión y la compartió con todos nosotros en el terapéutico
La conquista de la felicidad. Voy a resumir este recomendable ensayo en lo que pensé tras leerlo: la mejor prescripción farmacológica para las dolencias del alma son los demás. Recuerdo que
en la película
Náufrago, dirigida por Robert Zemeckis e interpretada por el oscarizado Town Hanks, el protagonista, tras un accidente aéreo, se encuentra tan desgarradoramente solo en una isla desierta en mitad del Pacífico que necesita
inventarse una compañía para sobrevivir. Su amigo imaginario es un balón de voleibol. Le pinta un gestual rostro para poder dirigirse a él, a unos
supuestos oídos que le concedan la siempre grata sensación de que alguien está prestando atención al relato en el que uno habita gracias a lexicalizar y eslabonar gramaticamente sus alegrías y sus penas. A este moderno Robinson Crusoe hablar y saberse escuchado le devuelven su condición de ser humano, el único vínculo con lo más parecido a la civilización. La
resiliencia necesita la presencia amiga de los demás. Dicho de otro modo. Nos recuperamos cuando
estamos con otros seres que nos ayudan a ser.
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