Obra de Alyssa Monks |
Desde hace ya unos cuantos años se nos martillea con la idea de
que sin inteligencia emocional no podemos aspirar a una vida plena y autorrealizada, pero me temo que estamos delante de un enunciado incompleto que totaliza el orbe emocional y neglige el orbe cívico. Los sentimientos son el resultado de la acción
política, las emociones de la dotación genética. Por naturaleza
albergamos emociones, por cultura cobijamos sentimientos. Las emociones
no tienen inteligencia, pero
los sentimientos sí. Recuerdo que en una jornada sobre
educación alternativa me referí a varias cuestiones monopolizadas ahora
por la
inteligencia emocional, aunque nominándolas más acertadamente como
cuestiones de
«educación sentimental». En el receso una profesora me
confesó
que le había llamado mucho la atención que empleara el vocablo sentimental en
vez del de emocional. Las
emociones son dispositivos grabados en nuestros circuitos nerviosos. Francisco Mora señala que las emociones se refieren a procesos inconscientes codificados en nuestro cerebro que nos empujan a defendernos de amenazas o ataques físicos. Están insertas en nuestra dotación genética. La alegría persigue mantener un curso de acción favorable o impulsarnos a la inauguración de uno nuevo. La tristeza avisa de las pérdidas y nos predispone a urdir
estrategias para no tropezar en la misma falla. La ira nos suministra
energía para combatir aquello que oblitera la conquista de alguno de
nuestros intereses. El miedo nos alerta de una amenaza que flota en los inputs
ambientales haciendo peligrar nuestro equilibrio. La sorpresa nos echa una
mano para absorber la irrupción de lo inesperado. La repugnancia nos aleja impulsivamente de
aquello que nos desagrada. En el instante en que la intelección actúa sobre
cualquiera de estas emociones básicas, la emoción muda a sentimiento.
La mejor prescripción que he leído sobre la articulación de las emociones señalaba con una sencillez aplastante
que para regularlas bastaba con pensar en ellas. La reflexión eleva la emoción a la urdimbre sentimental. Antonio Damasio postula que las emociones básicas
son primarias, pero al pensarse se convierten en emociones secundarias o
sentimientos. En cualquiera de sus
ensayos (pero sobre todo en En busca de
Spinoza), el neurocientífico aclara que las emociones operan en el teatro
del cuerpo y los sentimientos en el de la mente. Nuestro cuerpo nos dice cosas
que si sabemos interpretarlas bien devienen en información entrante de primer
nivel. En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) expliqué lo que supone algo así: «Las emociones suelen alcanzar de un modo rápido la superficie facial, pero las consecuencias somatoviscerales de los sentimientos se manifiestan en el interior del organismo y por tanto se pueden ocultar o manipular». Unas líneas más adelante pormenorizo: «Si las emociones evalúan los incentivos de la recompensa y la repulsa para vertebrar la vida, los sentimientos son el resultado del que se sirve todo sujeto para orquestar la realidad según su batería de predilecciones y comparaciones». Para comprender lo que sentimos necesitamos comprender el mundo de la vida compartida. En Aprender a convivir, José Antonio Marina asegura que «todos los sentimientos pueden ser inteligentes o estúpidos.
Por eso debemos enseñar a los niños no sólo a sentirlos, sino también a
analizarlos».
Llevo un tiempo educando a un gato y puedo testificar que
posee una inteligencia emocional parecida a la de cualquiera de nosotros. Lo que no
posee es una aventura ética en la que transforme sus emociones en sentimientos y
sus sentimientos en virtudes. Tampoco posee la ficción ética de la dignidad,
que es sin embargo el eje central de la pericia humana y el desiderátum para afinar nuestra humanización siempre en tránsito. Puedo parecer hiperbólico, pero tiendo a recelar de todo aquel que en sus disquisiciones repite una y otra vez la relevancia de la inteligencia emocional, pero omite el valor común sobre el que se alfabetizan correctamente todas las respuestas emocionales (la dignidad). Como he escrito muchas veces, somos humanos
porque nos relacionamos con el otro, habitamos una comunidad reticular, convivimos con subjetividades análogas a nosotros.
Para alcanzar una convivencia afable no hay que cambiar los sentimientos que somos
capaces de elicitar, pero sí hay que dar prevalencia a unos
en menoscabo de otros. Toda la educación se basa en manipular el
deseo,
y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. Lo deseable forma
parte de
las elucubraciones éticas, fundamentales para domeñar al deseo y sentir
acorde
a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental,
pero no al emocional. Para que esto ocurra necesitamos aprender a valorar
bien, premisa para sentir bien, que a su vez es el preámbulo para
actuar bien. Para este cometido urge saber cómo nos
gustaría que fuese la convivencia y qué esperamos del ser humano que somos. Y
ahí entra la inteligencia, pero no una inteligencia cualquiera, sino aquella
que piensa con una mirada crítica, creadora y ética. Una inteligencia
sentimental.
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