lunes, septiembre 22, 2014

La trampa del pensamiento positivo



El pensamiento positivo defiende que una expectativa se puede alcanzar simplemente con ponerse manos a ello. Apela a la ley de atracción, a que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Necesitamos por tanto no cambiar la realidad, que nos llevaría mucho tiempo y sinsabores, sino la percepción que tenemos sobre ella, práctica rápida y menos agotadora, promocionar los beneficios de las situaciones y releer lo que nos ocurre como una oportunidad en vez de como una amenaza. Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo (Ediciones Turner, 2011) refuta con abundante bibliografía esta visión color rosa de un mundo que se puede confeccionar a imagen y semejanza de nuestros deseos más optimistas, de que la realidad se acaba transfigurando en lo que uno proyecte en ella. Escrito por la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich, identifica el auge del pensamiento positivo y el de los orientadores motivacionales como una ideología idónea para sostener el neoliberalismo y reforzar un sometimiento ciego hacia las lógicas del mercado. El acriticismo del pensamiento positivo, su execreción de toda idea negativa, su percepción exclusiva de beneficios en toda situación por muy calamitosa que sea, su ocultación deliberada de la realidad más ingrata («no veas las noticias para evitar intoxicarte de negatividad»), su interpretación de la insurrección social como queja de aquellos individuos a los que le va mal, son vectores que amartillan poderosamente las estructuras existentes.

El pensamiento positivo y por extensión la literatura de autoayuda (El secreto, ¿Quién se ha llevado mi queso?, Piense y hágase rico y cientos de títulos similares) pregonan una divisa aparentemente inocua en su afirmación y muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «si te esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Esta afirmación es terriblemente dañina en su reverso: «si no lo has conseguido, es porque no te has esforzado lo suficiente». Todo lo adverso que le puede acontecer a alguien, como por ejemplo sufrir en carne propia el drama del desempleo, es codificado por el pensamiento positivo como un déficit en su motivación que hace que su esfuerzo decaiga por encontrar trabajo, con lo que en última instancia es él y sólo él el que se hace acreedor de continuar engrosando la bolsa de población inactiva. Cuando el pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados, simultáneamente individualiza la culpa («lo que te pase a ti es consecuencia de tu actitud») y exonera de toda responsabilidad a la organización social, a las decisiones políticas, al credo económico, a todos esos factores ambientales que son irrenunciables coautores de cualquier biografía.

Como señala la autora, si el fracaso es privativo de un mal ejercicio de la fuerza de voluntad, entonces la política, como forma de orquestar la convivencia y las circunstancias, es absolutamente marginal. El pensamiento positivo imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y exime de ella a la razón política y económica, los dos grandes quicios que sostienen la estructura en la que nos hallamos como sujetos vinculados a otros sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a cualquiera de nosotros se debe a una actitud voluntaria y no al sistema, ni a la forma de articular el cuerpo social, ni a la distribución de la riqueza, ni a las lógicas subyacentes. El enemigo de uno es su propio pensamiento. La imposibilidad de lograr lo que uno se propones o de impedir que se lo lleve la corriente se debe a que «no te has esforzado como lo requería la situación» o «has asimilado la incertidumbre como una amenaza a tu zona de confort en vez de como un desafío a tus competencias, lo que te provoca un desánimo nocivo». En las páginas finales del libro, la autora recuerda que el envés del pensamiento positivo no es la desesperanza. Es el pensamiento crítico, el análisis concienzudo, la observación empírica, el ensayo y error, el realismo, los argumentos científicos, el pesimismo defensivo para confeccionar estrategias anticipadas para escenarios aciagos. Pensar para intervenir en la realidad política y social. Y cambiarla.



Artículos relacionados:
Si te esfuerzas llegarán los resultados, o no.
¿Quieres ser feliz? Desea lo que tienes. 
¿Qué es eso de aprender a venderse bien?
 

lunes, septiembre 15, 2014

Tenemos un dilema



No sé por qué tendemos a emplear palabras muy enrevesadas cuando existen términos muy normales que significan exactamente lo mismo. Hoy me ha pasado con el concepto «conflicto intraindividual». Leo una definición del psicólogo Kurt Lewin: «el conflicto intraindividual se produce en toda situación en que unas fuerzas de magnitudes iguales actúan simultáneamente en direcciones opuestas sobre el individuo». O sea, que un conflicto intraindividual no es otra cosa que lo que el lenguaje describe como dilema. Un dilema se origina cuando una persona tiene ante sí un objetivo apetecible pero incompatible con sus valores o con su competencia personal y por tanto necesita conciliar los desacuerdos que se producen consigo mismo. Se trata de una disyunción, o de una duda, construida con la misma cantidad de motivos a favor como los que se alinean en contra. El dilema verifica el desdoblamiento del yo en dos yoes (ese «yo es otro» del célebre verso del precoz Rimbaud). Un yo demanda un interés y el otro yo reclama su antagonismo. Hace unos meses le leí a la novelista y ensayista Siri Kustvedt la expresión que explica esta situación horrible una vez consumada: «lo hice sinqueriendo». Aparece en su novela Un verano sin hombres.

¿Qué hacer en una situación tan desasosegante? ¿Por qué opción decantarnos? ¿Qué operaciones ejecutivas debemos realizar para coger una dirección en vez de la otra y además hacerlo con ciertas garantías de estar eligiendo bien? No lo sé. Muchas veces tomamos una decisión sin saber con nitidez el motivo que la impulsa y luego racionalizamos la respuesta. Algunos autores señalan que al principio de todo está la emoción, esa chispa involuntaria y díscola que nos empuja a adentrarnos en un curso de acción en detrimento de todos los demás. A pesar de que llevamos siglos afirmando profesoralmente que las personas somos seres racionales, es bastante palmario que no es así, somos seres que racionalizamos los impulsos que nos colocan en un lado en vez de en otro. Según la neurología, nuestro cerebro toma las decisiones unas décimas de segundo antes de que las tomemos nosotros. Dicho de otro modo. Nuestro cerebro decide qué vamos a hacer y luego nosotros justificamos lo que él ha decidido, probablemente para sentir la orgullosa autoría de nuestro periplo biográfico. Creo que aprender consiste precisamente en que el cerebro decida sin pedirnos permiso lo que le hemos enseñado a decidir mucho antes de estar expuestos a la corrosión de un dilema.  He escrito «creo». No lo sé. 



Artículos relacionados:
Dos no se entienden si uno no quiere.
No hay respuesta más honesta que no sé.
El tamaño de nuestra ignorancia.