jueves, septiembre 25, 2014

Pensar en tres dimensiones

El pedagogo norteamericano Matthew Lipman (1922-2010) consideraba el pensamiento como algo en permanente estado de transformación. Materia voluble, dúctil, fluctuante. Toda nueva información cambia nuestro pensamiento (incluso cuando lo afianza) y ese nuevo lugar en el que se ubica el pensamiento condiciona indefectiblemente la adquisición de información novedosa. Esta fluctuación del pensamiento distingue tres dimensiones en absoluta interconexión, tres dimensiones que Lipman trató en su programa Filosofía para niños. Por un lado está la dimensión crítica. Es la evaluación, el juicio, el análisis, la anticipación, la actividad incestuosa del conocimiento manteniendo relaciones con conocimiento familiar, no dar ningún postulado por válido hasta que no lo contrastemos y lo verifiquemos, indagar la existencia de falacias, quién nos dice lo que nos dice y por qué, en qué autoridad se apoya. La siguiente dimensión propuesta por Lipman es la dimensión creativa. Se suele consignar que pensar es encontrar respuestas adecuadas a las demandas del entorno, pero también lo es formular preguntas inusuales para que sus respuestas abrillanten ese mismo entorno. Hay que mirar de un modo desacostumbrado, cuestionar la homologación social de ciertos supuestos que nos llevan siempre a las mismas conclusiones, proponer alternativas, derribar dogmas, fabular cosmovisiones distintas, astillar la parcialidad de nuestros juicios, desenmascarar sesgos, puntos ciegos, prejuicios, suposiciones, toda la irracionalidad que campa impunemente en nuestras afirmaciones.

Por último, pero no por ello lo último, nos encontramos con la dimensión ética. Todo lo glosado aquí se convierte en un ejercicio inacabado si al pensar no incluimos a los demás. La dimensión ética nos invita a universalizar nuestra conducta, imaginar qué ocurriría si todos hiciésemos lo mismo, pero también a desarrollar la lógica empática y discernir qué es lo mejor para todos. No es ocioso recordar que un pensamiento crítico en una cabeza que ignora al otro puede mineralizar el ecosistema de un modo fulminante. Por ejemplo: una solución irreprochable para la ortodoxia económica puede sin embargo degradar hasta lo inaceptable la vida de la ciudadanía si la excluye de sus escrutinios. Si ignoramos a los demás en nuestros análisis, si nos olvidamos del impacto que tendrán nuestras decisiones en lo cotidiano de su existencia, la dimensión crítica y creativa devienen en instrumentos fallidos. Las tres dimensiones están ensambladas en una siderurgia que no admite fragmentación si queremos aspirar a realidades más habitables y justas. Si una de esas dimensiones se ausenta en la construcción de ocurrencias, el pensamiento se gripa. Aunque su portador no lo advierta.



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lunes, septiembre 22, 2014

La trampa del pensamiento positivo



El pensamiento positivo defiende que una expectativa se puede alcanzar simplemente con ponerse manos a ello. Apela a la ley de atracción, a que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Necesitamos por tanto no cambiar la realidad, que nos llevaría mucho tiempo y sinsabores, sino la percepción que tenemos sobre ella, práctica rápida y menos agotadora, promocionar los beneficios de las situaciones y releer lo que nos ocurre como una oportunidad en vez de como una amenaza. Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo (Ediciones Turner, 2011) refuta con abundante bibliografía esta visión color rosa de un mundo que se puede confeccionar a imagen y semejanza de nuestros deseos más optimistas, de que la realidad se acaba transfigurando en lo que uno proyecte en ella. Escrito por la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich, identifica el auge del pensamiento positivo y el de los orientadores motivacionales como una ideología idónea para sostener el neoliberalismo y reforzar un sometimiento ciego hacia las lógicas del mercado. El acriticismo del pensamiento positivo, su execreción de toda idea negativa, su percepción exclusiva de beneficios en toda situación por muy calamitosa que sea, su ocultación deliberada de la realidad más ingrata («no veas las noticias para evitar intoxicarte de negatividad»), su interpretación de la insurrección social como queja de aquellos individuos a los que le va mal, son vectores que amartillan poderosamente las estructuras existentes.

El pensamiento positivo y por extensión la literatura de autoayuda (El secreto, ¿Quién se ha llevado mi queso?, Piense y hágase rico y cientos de títulos similares) pregonan una divisa aparentemente inocua en su afirmación y muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «si te esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Esta afirmación es terriblemente dañina en su reverso: «si no lo has conseguido, es porque no te has esforzado lo suficiente». Todo lo adverso que le puede acontecer a alguien, como por ejemplo sufrir en carne propia el drama del desempleo, es codificado por el pensamiento positivo como un déficit en su motivación que hace que su esfuerzo decaiga por encontrar trabajo, con lo que en última instancia es él y sólo él el que se hace acreedor de continuar engrosando la bolsa de población inactiva. Cuando el pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados, simultáneamente individualiza la culpa («lo que te pase a ti es consecuencia de tu actitud») y exonera de toda responsabilidad a la organización social, a las decisiones políticas, al credo económico, a todos esos factores ambientales que son irrenunciables coautores de cualquier biografía.

Como señala la autora, si el fracaso es privativo de un mal ejercicio de la fuerza de voluntad, entonces la política, como forma de orquestar la convivencia y las circunstancias, es absolutamente marginal. El pensamiento positivo imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y exime de ella a la razón política y económica, los dos grandes quicios que sostienen la estructura en la que nos hallamos como sujetos vinculados a otros sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a cualquiera de nosotros se debe a una actitud voluntaria y no al sistema, ni a la forma de articular el cuerpo social, ni a la distribución de la riqueza, ni a las lógicas subyacentes. El enemigo de uno es su propio pensamiento. La imposibilidad de lograr lo que uno se propones o de impedir que se lo lleve la corriente se debe a que «no te has esforzado como lo requería la situación» o «has asimilado la incertidumbre como una amenaza a tu zona de confort en vez de como un desafío a tus competencias, lo que te provoca un desánimo nocivo». En las páginas finales del libro, la autora recuerda que el envés del pensamiento positivo no es la desesperanza. Es el pensamiento crítico, el análisis concienzudo, la observación empírica, el ensayo y error, el realismo, los argumentos científicos, el pesimismo defensivo para confeccionar estrategias anticipadas para escenarios aciagos. Pensar para intervenir en la realidad política y social. Y cambiarla.



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