Sol de la mañana, 1952. Edward Hoper (1882-1967) |
Hace unos días me enviaron un
texto de Humberto Maturana. El biólogo del conocer y el amar solicitaba que el derecho a cambiar de
opinión se incluyera en el repertorio de los Derechos Humanos. Una de las mayores imputaciones de la que puede
ser acusado cualquiera de nosotros es de que «cambiamos de opinión».
Lo contemplamos descarnadamente estos días de reclamos electorales. A mí me asombra comprobar cómo se abomina de todo aquel que
ha mutado su cosmovisión y ahora ya no enarbola una idéntica a la que le identificaba hace treinta o cuarenta años. Se alaba el estatismo mental, se execra su ductilidad. ¿Es bueno o malo cambiar de opinión? No contesten todavía. Se trata de una
pregunta tramposa que no despeja ningún interrogante. Ocurre lo mismo con la disyunción que acompaña al título de este texto, un señuelo para captar la atención pero
que deviene en huero si no se pormenoriza. Cambiar de opinión es
plausible si la opinión es argumentativamente pobre y está mal
confeccionada como sanciona aquella a la que ahora nos mudamos. Es un desacierto si abandonamos un argumento bien avalado porque alguien nos ha abducido emocionalmente, nos ha manipulado, nos ha persuadido a pesar de que su argumento era más endeble, nos ha engolosinado con falacias que no fuimos capaces de desenmascarar. Aquí podemos definir en qué estriba cambiar
de opinión en su proyección positiva. Cambiar de opinión consiste en alistarse al lado de una evidencia que es mejor que la evidencia que
uno defendía antes de conocer la nueva. Así se impide
la peligrosa momificación del pensamiento. Esta adhesión no denota ausencia de personalidad,
denota inteligencia. Otra cosa bien distinta es que nuestros deseos inmediatos
tengan potestad sobre nuestros deseos pensados y convirtamos nuestra conducta
en pura compulsión, siempre al albur de las apetencias del
instante, siempre festejando disonancias y acuchillando compromisos, siempre impredecible. No. No me refiero a eso.
La opinión nace del poder
transformador de la interacción. Realmente cualquier proyecto de la índole que
sea es una construcción interactiva. Nuestra opinión mantiene relaciones
promiscuas con otras opiniones tanto en contextos de consenso como de disenso, degusta o contrasta al otro, convive con una pluralidad de ángulos de
observación al confluir con otras alteridades, nuestro cerebro es un
órgano plástico ideado para la variabilidad y la flexibilidad, y de todo
este magma operando en red surge una opinión
inédita, renovada o una opinión apuntalada. Para que la mutación en sus dos vertientes (o
incubación de una opinión novedosa o cimentar la que ya se posee) sea posible,
es indefectible la aceptación de ciertos requisitos protocolarios: predisposición al cambio, mantener bien
tonificada la capacidad de inferir, no padecer déficits de nutrición argumentativa, aceptar
una estratificación de argumentos, reconocer autoridades en la materia sobre la
que se delibera, asentir que el estudio y la investigación de un tema otorgan
prevalencia, no sentir
lastimada nuestra autoestima porque alguien refute nuestra opinión, discernir
entre el derecho a opinar y el contenido de nuestra opinión (que puede ser
patibularia por mucho que el derecho a expresarla sea inalienable). Toda esta
panoplia que ha de prologar la fundamentación de la opinión es estéril si no
agregamos algo tremendamente doloroso,
pero que transparenta honestidad y decencia intelectual. La construcción de la
mayoría de nuestros juicios se sostiene sobre deducciones de escasa o nula solidez,
sobre irracionalidades validadas alegremente por nuestro pensamiento perezoso y
gregario, que sin embargo las necesita para sentirse cómodo y seguro. No sabemos nada de lo muchísimo que no
sabemos, pero es que sabemos muy poco de
lo que creemos saber algo. Las dos palabras que más veces deberíamos depositar en nuestros labios son «no sé». A partir de ahí empecemos a inferir.