Muy ilustrativo este ensayo de
Victoria Camps. La profesora de Filosofía Moral y Política defiende la
denostada idea de desigualdad bien entendida en el campo de la educación. El
profesor y el alumno, el padre y el hijo, no son iguales y no poseen la misma
autoridad. Somos desiguales porque nos regimos por el mérito, la excelencia, la
preparación, el estudio, el estatus labrado con el paso del tiempo. Somos
iguales en derechos, pero la desigualdad entendida como que no todos los
actores merecen la misma autoridad es una idea que convive perfectamente con
los códigos democráticos. Este derribo o laxitud de la autoridad ha provocado
una especie de peligrosa articulación que iguala a profesores y alumnos, a
padre e hijos. Ni en el colegio ni en la familia tiene que haber criterios
asamblearios en los que los alumnos y los profesores, los padres y los hijos,
negocien en pie de igualdad. No es discriminación. Es desmontar una
democratización absurda e incendiaria. Esta pérdida de autoridad junto
con el ideario que promulga la ley de mercado en su frenético afán de consumir
para producir y producir para consumir (o para pedir créditos y endeudarnos y mantener incólume la economía especulativa), han abierto la puerta a todo lo demás: pérdida
del prestigio profesoral, evaporación del respeto, deslegitimidad del esfuerzo,
fascismo del deseo inmediato (como lo bautiza maravillosamente Rafael
Argullol), disolución de las fronteras
que separan lo admirable de lo mediocre, apología del consumo y devaluación del pensamiento, bulimia por tener y dejación u olvido de ser,
desorientación de qué es la felicidad. La educación pertenece a toda la tribu, escribió Marina, y Victoria
Camps refrenda esta idea aunque reconoce que la realidad conspira contra ella. La
educación va a la contra, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones
bíblicas: «La dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo
fascinado por los bienes materiales». Mientras la cotización social de una persona se tase por las necesidades creadas que es capaz de sufragarse y no por las necesidades creadas de las que es capaz de prescindir, la educación podrá ganar alguna batalla, pero seguirá perdiendo la guerra, me permito añadir yo. Perdón por la intrusión.
Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por Valle Bilbao.
viernes, julio 10, 2015
miércoles, julio 08, 2015
La estupidez
Pintura de Marx Ernst |
La forma en que utilicemos los
argumentos es un predictor muy fiable de la inteligencia de cualquiera de nosotros, pero también de su
ausencia. Hace unos días leí que «lo
característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos». Dicho
de otro modo. Tonto es aquel que prescinde de
las singularidades del diálogo y lo conduce a su extinción. La estupidez emergería cuando la inteligencia desaprovecha las bondades del diálogo, cuando malogra una de las ingenierías más enriquecedoras del lenguaje y evita nuestro propio progreso. Dialogar es pensar
juntos, y se piensa conjuntamente porque cotejando nuestros argumentos con los
de otros es probable que alcancemos conclusiones más sólidas que si realizáramos esta tarea aisladamente. Las conversaciones persiguen ese loable fin: interaccionar para que
gracias a la convivencia de argumentos e ideas podamos arribar a lugares a los
que no llegaríamos desde nuestra soledad argumentativa. Yo lo repito a todas
horas en los cursos: «cuando dos coches colisionan frontalmente el resultado es un amasijo de
hierros, pero cuando dos argumentos chocan entre sí el resultado siempre es un argumento
mejor».
El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un argumento y una evidencia más afinados. Para que esa polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros. Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en su Ética Cordial recuerda que «estar dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.
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Nunca discutas con un idiota.
El fundamentalismo o el absentismo de la inteligencia.
Es un milagro que dos personas pueden entenderse algo.
El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un argumento y una evidencia más afinados. Para que esa polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros. Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en su Ética Cordial recuerda que «estar dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.
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