Resulta paradójico que aquellos que más insisten en que hay que «educar
en valores» suelen titubear cuando se les pregunta qué son los valores y por tanto en cuáles de todos ellos habría que colocar una instructiva lupa de aumento. Existen valores económicos, valores religiosos, valores deportivos, valores estéticos, valores morales, valores financieros, valores de cambio, valores de uso, una batahola de valores que convierten la expresión «educar en valores» en una fórmula lingüística huera. Ocurre algo parecido entre los que lanzan el quejumbroso veredicto «los valores están en crisis». Es un
diagnóstico que ni matiza qué valores están depreciados ni utiliza referencias cronológicas para que el enunciado cobre cierto sentido histórico. Además, subrepticiamente introduce una comparación que señala la falaz existencia de una Arcadia moral en la que al parecer el ser humano vivía el gran mediodía de la ética. Cuando se habla de valores habría que
interrogarse de qué valores estamos hablando para poder entendernos. En el orbe
axiológico existen dos grandes tipos de valores: los valores éticos y los valores
personales. Los primeros tratan de contestar a preguntas relacionadas con la siempre controvertida
convivencia, esa gigantesca intersección en la que la vida nos ubica al lado de todos los demás nada más nacer. De esas preguntas afloran respuestas encarnadas en principios que
intentan orientar el comportamiento. Como el hombre es un ser con los demás, en imbatible expresión de Heidegger, una existencia vinculada indefectiblemente a
otras existencias, necesitamos enfatizar unas formas de conducta y amortiguar la presencia
de otras para que esa convivencia sea lo más óptima posible para todos. Es lo
que en algunas nomenclaturas se denomina ética de mínimos.
Esta ética de
mínimos suele ofrecer soluciones a los problemas derivados de la idea de
justicia, que a su vez conexa de un modo directo con la noción de sujeto y de
dignidad que nos hemos dado los seres humanos a nosotros mismos. Estos valores
de genealogía ética suelen interiorizarse y encarnarse en un repertorio de conductas cuando arraigan desde la
convicción, y suelen ser muy frágiles cuando son fruto de la convención. Su educación no se circunscribe exclusivamente a la oferta
curricular, o a un concreto plan de estudios, ni tampoco es patrimonio de las instituciones educativas, sino que su
enseñanza y aprendizaje nos compete a todos a través de la herramienta pedagógica más potente
de todos los tiempos, el recurso didáctico más solvente incluso en esta época de vasta colonización digital, el ejemplo, el único discurso que no necesita palabras
para crear memoria y hábito. Dicho con un eslogan, «la educación pertenece a toda la tribu», como repite constantemente
José Antonio Marina en su bibliografía.
Pero en la
constelación de los valores también figuran los valores personales. Son
aquellas preferencias que hacen que cada uno de nosotros seamos diferentes
respecto a los demás, poseamos unos resortes identitarios que definen nuestra
singularidad, delimitan la persona que somos, nos dotan de personalidad a través de la capacidad de escoger entre las diferentes opciones que nos ofrece a cada momento el mundo circundante. Se trataría de la estratificación de aquello que posee relevancia
para nosotros y que vincula directamente con el contenido de nuestra felicidad
como individuos. Es lo que en la nomenclatura anterior se denomina
ética de
máximos. La felicidad depende de lo que a cada uno le haga feliz porque somos nosotros los que jerarquizamos qué es lo importante y qué es lo
anodino para nuestra vida, y esa selección puede mostrar mucha disparidad con la que realicen otras personas. Ocurre que la
pluralidad del contenido de esa felicidad se da en una trama social
que a pesar de su saludable heterogeneidad exige la preeminencia de una idea de sujeto y unas formas de conducta sobre
otras para que la experiencia de vivir y convivir no sea demasiado áspera e inhóspita.
Una ética de mínimos para que
podamos elegir con conocimiento y responsabilidad una ética de máximos.
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