jueves, octubre 08, 2015

¿Y si nuestras certezas no son ciertas?



Pintura de Alex Katz
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario  gracias a la perezosa participación del intelecto. Una trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante».  A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».

El anclaje cobra un protagonismo central en nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema 1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.



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martes, octubre 06, 2015

Empatía y compasión, primas hermanas



Pintura de Michele del Campo
Resulta muy curioso comprobar cómo en el discurso social se promociona la empatía y al mismo tiempo lo desacreditada que se halla la compasión. Son dos sentimientos que comparten estrechos lazos familiares. La compasión es hacer propio el dolor del otro, y la empatía es la identificación afectiva con el otro, vivir la vivencia aversiva o efusiva del otro. En un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación, destinado a alumnos de la ESO y de Bachillerato, yo definí la actitud empática como «habitar en los ojos del otro para sentir y entender cómo se  ve la realidad desde allí». Es un sentimiento muy útil porque permite absorber situaciones (y los sentimientos que se derivan de ellas) sin la agotadora necesidad de protagonizarlas. El término empatía ha ganado centralidad frente a la palabra compasión. Actualmente nos encanta que empaticen con nosotros, pero nos enoja que «se compadezcan» de nosotros. La compasión está fiscalizada acerbadamente porque se interpreta que hay en ella señales de desprecio y humillación al otro o, peor aún, de gratificación y superioridad propias, como si en vez de sentir dolor se estuviera llevando a cabo un ejercicio de gozosa autocomplacencia. Sin embargo, ambos sentimientos, la compasión y la empatía, nacen de un hallazgo maravilloso. Los seres humanos hemos descubierto un mecanismo que correlaciona con nuestra condición de animales sociales y con nuestro constituyente deseo de ampliar y profundizar los nexos emocionales con los demás. Compartir el dolor y que el otro lo sienta como suyo aminora la intensidad de ese dolor en quien lo padece. Más todavía. Hacer nuestro el dolor del otro es el primer paso para auxiliarlo yendo a sus orígenes. Si ese dolor posee causas sociales, surge el sentimiento de justicia y el deseo de un mundo menos inhóspito. La compasión muestra una acérrima enemistad con la indiferencia. 

Otra paradoja estriba en que señalamos como inhumanas a las personas que no son capaces de sentir compasión cuando contemplan el sufrimiento de los demás (o muestran aséptico desinterés por él), pero nos revolvemos ante aquel en el que podemos intuir que siente compasión por nosotros (aunque la merezcamos). Quizá lo que verdaderamente nos repele es dar lástima. En la gramática sentimental actual dar lástima no balsamiza el dolor, lo subraya y lo reafirma, y últimamente la lástima emerge sobre todo cuando contemplamos comportamientos tan abyectos que llega a afligirnos el hecho de que un ser humano, un semejante a nosotros, los pueda llevar a cabo. Este tipo de conductas las calificamos como miserables. Hace poco le leí a Aurelio Arteta, autor del reputado ensayo La compasión. Apología de un sentimiento bajo sospecha, que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El miserable era el que por su situación era digno de compasión (al igual que memorable, explica Arteta, es lo que merece ser recordado). Con el tiempo el término borró su significado seminal, (ahora señala como miserable al que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así), del mismo modo que la compasión ha sido arrinconada en favor de la empatía. La compasión se dirige al tuétano de la naturaleza humana. La empatía es un contagio afectivo que se queda en la piel, aunque es paso previo para adentrarse hasta el fondo. La compasión delata en el dolor del otro nuestra condición de seres humanos y por tanto nuestra ineluctable vulnerabilidad. Nos recuerda nuestra fragilidad biológica y la necesidad de ayudarnos unos a otros para aminorar su despotismo. Logra una torsión de la mirada. Al ver al otro me veo a mí, y al verme a mí veo al otro. Despierta la dimensión ética.La dimensión humana.