jueves, octubre 15, 2015

El propósito, el mejor amigo del ser humano



Passenger, de Hossein Zare
Hace unas semanas participé en un juego inocente. Consistía en contestar a la siempre analítica y a la vez evocadora pregunta «¿qué tres cosas te llevarías a una isla desierta?». Mi primera respuesta fue devolver la pregunta con otra pregunta aparentemente picajosa, pero que es nuclear en la urdimbre de la inteligencia social: «¿en vez de cosas pueden ser personas?». Nadie me contestó. Así que mi participación en el juego se redujo a una contestación lacónica. A una isla desierta yo no necesitaría llevarme tres cosas, me bastaría con una. Me llevaría conmigo un propósito. La explicación de mi decisión se la cedo a Nietzsche: «el que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». En las páginas del ensayo El hombre en busca de sentido, su autor, el psiquiatra Viktor Frankl, llega a una conclusión tremendamente ilustrativa. En el campo de concentración nazi en el que estuvo recluido durante la Segunda Guerra Mundial, pudo constatar que sobrevivían los prisioneros que albergaban un propósito. Configurar un propósito era un acto volitivo, una elección deliberada, posiblemente la única elección que tenían a su alcance en la ciénaga moral y material del campo, y precisamente mantener viva esa capacidad de elegir era lo que les permitía sentir que todavía seguían perteneciendo a la condición humana.

En un poema que leí hace siglos de un surrealista francés recuerdo que definía soñar como ese momento en que damos forma al futuro. El propósito no es algo muy distinto. Es una manera poética de confeccionar lo que está por venir, esa pirueta intelectiva que nos permite crear ficciones fiables de lo que aún no ha ocurrido precisamente para pugnar por su ocurrencia. El ser humano inventó en el lenguaje la forma verbal del futuro. Fue una invención antológica porque de repente le permitió calibrar como posible lo que aún no existía, es decir, abrió la espita creadora, el impulso de trasladarse al lugar que indicaban sus propósitos, y eso supuso brincar del pensamiento a la acción. Resulta muy revelador que en la lengua inglesa  la palabra «will» sirva tanto para construir los tiempos verbales de futuro como para señalar la voluntad. Esta coincidencia se puede releer como que el futuro depende de la voluntad que nosotros tengamos de aprovechar nuestras circunstancias, aunque en nuestros análisis conviene tener muy presente que existen factores ambientales que nos sobrepasan y coyunturas que aunque las padezcamos a título individual su resolución es de genealogía social. 

La neurociencia nos recuerda que sin meta el concepto mismo de inteligencia se vuelve errático. El propósito no sólo regula, dirige y prolonga en el tiempo la energía, sino que posee la capacidad demiúrgica de multiplicarla. El propósito saca de la somnolencia a nuestras emociones («al principio de todo está la emoción»), estimula y salvaguarda la motivación, que como todos sabemos tiende a biodegradarse si se encuentra en entornos que la hostiguen, convierte la realidad en materia prima, permite transfigurar increíblemente las cosas en sustancia nutritiva para el contenido del propósito. Hay una mala noticia. El mundo líquido en el que vivimos confabula contra la construcción de propósitos que anhelan adentrarse en el tiempo, que suspiran por ser férreos en vez de gelatinosos. Por ahí planean en incansable ubicuidad la amenaza del despido, la improrrogable y rítmica devolución del crédito hipotecario, el fantasma ululante de la exclusión, la precariedad (que es el Carpe diem de los pobres y que constriñe la inteligencia al aquí y ahora), la ausencia de garantías sobre los compromisos adquiridos (emocionales, sentimentales, laborales, sociales), la volubilidad de los apegos, el imperialismo de los deseos sentidos sobre los deseos pensados. Cada vez es más complicado tener un propósito sólido. Cada vez es por tanto más necesario.



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martes, octubre 13, 2015

«Te lo dije», el oráculo de los profetas del pasado





Composición de Hossein Zare
Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía que lo había advertido, que es muy distinto. 

Los suministradores de predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del pasado. Dicho queda.



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