Obra de Didier Lourenço |
No sé muy bien por qué la vida cotidiana vive en
permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de
sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el
conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de
los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente
detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo
este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep
Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio
de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo
más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando
la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de
los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.
Tratamos
peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la
simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la
vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida
pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras,
pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo
hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el
discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus
increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición
de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida
desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier
pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo
desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana
cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica
definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha
dado cuenta de nada. De nada relevante.
Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo
extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas
sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra
pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está
escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos
que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable
para el lenguaje científico pero que es
la materia prima de la que está hecha nuestra
existencia. Todas las enseñanzas filosóficas
son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace
poco leí el ensayo Contra el tiempo.
Filosofía práctica del instante del
mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí
se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para
cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para
referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca
te bañarás dos veces en el mismo río» es
un elogio de esta vida cotidiana.
Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese
instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo
muerto.
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