martes, enero 24, 2017

La fragilidad de los vínculos



Obra de Alice Neel
Llevaba varios días queriendo escribir un artículo dedicado a Zygmunt Bauman, el lúcido y crítico filósofo de la modernidad líquida. Falleció el pasado nueve de enero. Creo que el nonagenario sociólogo ha sido una de las personas con las que más he charlado privadamente estos últimos años en esa experiencia íntima que es la lectura. Cualquiera que me lea asiduamente verá que lo cito con profusión en mis textos. Hace un mes mis ojos deambularon por las páginas de su último ensayo, Extranjeros llamando a la puerta, una reflexión en torno a cómo los poderes políticos y fácticos estimulan aviesamente el miedo y el rencor al pobre a través de la demonización de la inmigración económica y de los refugiados para ocultar y eludir los problemas de base de la pobreza, que no son otros que una distribución cada vez más inequitativa de la riqueza. Los beneficiarios de tanta desigualdad azuzan la aporofobia (animadversión aguda al pobre) como distracción que nos haga posar la atención en el lugar equivocado. Recuerdo haberle leído a Bauman que la inmigración es consustancial a la textura humana. Desde la noche de los tiempos, si la riqueza no va a los pobres, los pobres van donde hay riqueza. Frente a una  lógica disyuntiva, que genera exclusión, toda la bibliografía de Bauman propone una lógica incluyente que entronice la cooperación como la única vía posible para humanizarnos. Su palabra fetiche es comunidad.

Pero yo quería hablar del gran hallazgo lingüístico de Bauman. Ahí refulge con toda su fuerza la expresión «mundo líquido». Este término tan fantásticamente locuaz simboliza la fragilidad contemporánea de los vínculos. Frente a la intemporalidad de los acuerdos de épocas pretéritas, la hipermodernidad ha fragilizado nuestro compromiso en cualquier parcela de la realidad. Esta modernidad de carácer fluido se puede compendiar en la muerte de los macrorrelatos que estructuraban biográficamente una existencia, en la extinción de entidades sobrenaturales que articulaban y lenificaban la vida terrenal, en la divinización de la voluntad como reina soberana de un individualismo que ha finiquitado cualquier contrato social. Se levantó así un escenario inédito y de consecuencias deletéreas. De repente el vínculo que nos unía umbilicalmente a la realidad se tornó volátil. Ahora prevalece la hegemonía de la espontaneidad de un deseo cada vez más tornadizo, el zapeo bulímico de experiencias efímeras como forma de morar el mundo, una identidad lábil incapaz de echar raíces y de construir resortes plenos, una relación con los demás rebajada a práctica consumista o como ejercicio de maximización de la utilidad. Aquella vida para toda la vida que vehiculó a las generaciones anteriores, y que en su envés tenía la asfixia de un exceso de normatividad coercitiva, ha sido reemplazada por una vida flexible que alberga muchas vidas pero poca vida en cada una de ellas. 

En la hipermodernidad desvinculada predominan mutaciones incesantes que hacen de la biografía un sendero sinuoso, amores líquidos e inconstantes (el próximo día escribiré sobre ellos), compromisos sin compromiso, nomadismo laboral, sentimientos de pertenencia de quita y pon, proyectos de usar y tirar, aligeramiento de un mundo que gana horizontalidad y pierde profundidad, una pluralidad de contratos que se sellan y se rescinden unilateralmente a una velocidad que ha logrado que pocos contratos merezcan el honor de ser bautizados así, una hiperaceleración máxima como signo del ajetreo diario para alcanzar lo mínimo. En el mundo líquido no hay nada sólido a lo que asirse, nada que resista los embates de la obsolescencia. Todo además excitado por un mundo competitivo que reduce a las personas a encarnizados opositores por el acceso a una vida digna a través de un empleo cada vez más escaso y más precarizado. Al vincular superviviencia con trabajo asalariado, las personas increíblemente competimos entre nosotras por alcanzar derechos de ciudadanía. Bauman ha señalado que este escenario de suma cero genera un batallón inmenso de damnificados, personas que el sistema productivo defeca como un excedente excrementicio que  no necesita salvo para agudizar la sumisión y la cualificación entre los que sí han ingresado en las filas de los empleados. El desempleo como un activo más de la producción. Zygmunt Bauman ha muerto, pero es una suerte impagable poder seguir charlando privadamente con él. Bendito sea el que inventó esos depósitos llamados libros.



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martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.