Obra de Alice Neel |
Llevaba varios días queriendo
escribir un artículo dedicado a Zygmunt Bauman, el lúcido y crítico filósofo de la modernidad líquida.
Falleció el pasado nueve de enero. Creo que el nonagenario sociólogo ha sido una
de las personas con las que más he charlado privadamente estos últimos años en esa
experiencia íntima que es la lectura. Cualquiera que me lea asiduamente verá
que lo cito con profusión en mis textos. Hace un mes mis ojos deambularon por las
páginas de su último ensayo, Extranjeros
llamando a la puerta, una reflexión en torno a cómo los poderes políticos y
fácticos estimulan aviesamente el miedo y el rencor al pobre a través de la
demonización de la inmigración económica y de los refugiados para ocultar y eludir los problemas
de base de la pobreza, que no son otros que una distribución cada vez más
inequitativa de la riqueza. Los beneficiarios de tanta desigualdad azuzan la aporofobia (animadversión aguda al pobre) como distracción
que nos haga posar la atención en el lugar equivocado. Recuerdo haberle leído a
Bauman que la inmigración es consustancial a la textura humana. Desde la noche
de los tiempos, si la riqueza no va a los pobres, los pobres van donde hay
riqueza. Frente a una lógica disyuntiva, que genera exclusión, toda la
bibliografía de Bauman propone una lógica incluyente que entronice la
cooperación como la única vía posible para humanizarnos. Su palabra
fetiche es comunidad.
Pero yo quería hablar del gran
hallazgo lingüístico de Bauman. Ahí refulge con toda su fuerza la expresión «mundo líquido». Este término tan fantásticamente locuaz simboliza la fragilidad
contemporánea de los vínculos. Frente a la intemporalidad de los acuerdos de
épocas pretéritas, la hipermodernidad ha fragilizado nuestro compromiso en
cualquier parcela de la realidad. Esta modernidad de carácer fluido se puede compendiar
en la muerte de los macrorrelatos que estructuraban biográficamente una
existencia, en la extinción de entidades sobrenaturales que articulaban y lenificaban la vida
terrenal, en la divinización de la voluntad como reina soberana de un
individualismo que ha finiquitado cualquier contrato social. Se levantó así un escenario inédito y de consecuencias deletéreas. De repente el vínculo que
nos unía umbilicalmente a la realidad se tornó volátil. Ahora prevalece
la hegemonía de la espontaneidad de un deseo cada vez más tornadizo,
el zapeo bulímico de experiencias efímeras como forma de morar el mundo, una identidad lábil incapaz de
echar raíces y de construir resortes plenos, una relación con los demás rebajada a práctica consumista o como ejercicio de maximización de la utilidad. Aquella
vida para toda la vida que vehiculó a las generaciones anteriores, y que en su envés tenía la asfixia de un exceso de normatividad coercitiva, ha sido
reemplazada por una vida flexible que alberga muchas vidas pero poca vida en cada
una de ellas.
En la hipermodernidad desvinculada predominan mutaciones incesantes que
hacen de la biografía un sendero sinuoso, amores líquidos e inconstantes (el próximo
día escribiré sobre ellos), compromisos sin compromiso, nomadismo laboral, sentimientos de pertenencia de quita y pon, proyectos de usar y tirar, aligeramiento
de un mundo que gana horizontalidad y pierde profundidad, una
pluralidad de contratos que se sellan y se rescinden unilateralmente a una velocidad que ha logrado que pocos contratos merezcan el honor de ser bautizados
así, una hiperaceleración máxima como
signo del ajetreo diario para alcanzar lo mínimo. En el mundo líquido no hay nada sólido a lo que asirse, nada que resista los embates de la obsolescencia. Todo además excitado por un
mundo competitivo que reduce a las personas a encarnizados opositores por el
acceso a una vida digna a través de un empleo cada vez más escaso y más
precarizado. Al vincular superviviencia con trabajo
asalariado, las personas increíblemente competimos entre nosotras por alcanzar derechos de
ciudadanía. Bauman ha señalado que este escenario de suma cero genera un
batallón inmenso de damnificados, personas que el sistema productivo defeca
como un excedente excrementicio que no necesita salvo
para agudizar la sumisión y la cualificación entre los que sí han ingresado en las filas de los
empleados. El desempleo como un activo más de la producción. Zygmunt Bauman ha muerto, pero es una suerte impagable poder
seguir charlando privadamente con él. Bendito sea el que inventó esos depósitos
llamados libros.
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