Obra de Nigel Cox |
En las clases de Negociación que
imparto en los cursos de Experto de Mediación siempre
dedico un tiempo a explicar la diferencia
entre persuasión y manipulación. Con el tiempo he comprobado que los alumnos se
suelen hacer mucho lío a la hora de delimitar sus colindantes fronteras, los espacios de intersección que en ocasiones comparten, la clónica finalidad de ambas dimensiones de convencer a alguien
para que se adhiera a unos propósitos a despecho de otros. Muchas veces enturbio
deliberadamente el debate en el aula cuando agrego que también la argumentación se afana en que nuestro interlocutor abandone su
idea y se aliste al lado de la nuestra. Las técnicas de la argumentación, la persuasión y la manipulación actúan sobre el poder de decisión, y ahí radica la dificultad de distinguirlas bien. Remanguémonos la camisa y pongámonos a
la ardua tarea de definir los conceptos para acotar de qué estamos hablando. En Filosofía de la Negociación (Acuerdo
Justo, 2015) le dedico el último de los cuatro capítulos que conforman el
ensayo. La argumentación es la exposición de razones respaldando o refutando
una postura. La persuasión es el mecanismo por el que intentamos lograr
influir en la voluntad de los demás tratando de incursionar en su orbe
emocional. La manipulación también persigue esta teleología, pero en su afán
por producir influencia en el otro opaca las intenciones reales y trocea arteramente la
información. La línea divisoria entre
persuasión y manipulación es que en la persuasión nuestro interlocutor conoce
nuestra intención última, pero en la manipulación, no. La persuasión utiliza un
panel de interesantísimas leyes persuasoras que hace que la conducta de las personas sea más predecible y por
lo tanto también más maleable para pilotarla hacia la satisfacción de unos intereses concretos. No hay engaño alguno.
El profesor y ensayista francés Philippe Breton define maravillosamente bien qué es la manipulación en su libro Argumentar en situaciones difíciles, cuyo capítulo dedicado a prevenirnos de ella es luminoso (también lo es el de la argumentación en su otro ensayo El arte de convencer): «La manipulación se engalana con el abrigo del disimulo». Unos parágrafos después Breton añade: «La manipulación es una violencia que priva a sus víctimas de capacidad de elección». En Filosofía de la Negociación subrayé el epicentro de la desemejanza entre persuasión y manipulación: «Uno se siente manipulado cuando, una vez obtenida y analizada toda la información que rodea una decisión, advierte que, si la hubiera tenido en su poder antes, hubiera tomado una decisión diferente a la que tomó. Esto también lo sabe el manipulador, que se esfuerza para que el manipulado no acceda a esa información que frustraría sus planes». Este punto es primordial y presenta un nuevo aspecto que jamás se da en la persuasión. La manipulación utiliza la mentira por omisión para levantar con éxito todo su andamiaje.
Existen dos tipos de mentira. Por un lado están
las mentiras por comisión o perpetración. Son aquellas en las que
distorsionamos el relato de la realidad y le inyectamos aquella ficción que nos beneficie, o que evite desembolsar un coste. Por otro, están
las mentiras por omisión. Son aquellas en las que ocultamos información
relevante a sabiendas de que si la poseyera nuestro interlocutor no adoptaría la
decisión con la que colma nuestros propósitos. Esta segunda tipología de mentira es muy frecuente
en las prácticas sociales. En el ceremonial comunicativo desinformamos para que nuestra víctima no se decante por la opción que no nos interesa. O esquilmamos los datos relevantes de la información que compartirmos, o directamente nos amurallamos en el silencio y no intercambiamos ninguna. El silencio alumbra una mentira tan fértil como aquella otra que fabula
con palabras para construir una realidad apócrifa. Como los seres humanos
detestamos la disonancia que se produce entre lo que pensamos y
lo que hacemos, en el peritaje psicológico justificamos el uso de este
tipo de mentiras pretextando que «yo no mentí, simplemente no dije nada». Yo he
escuchado este enternecedor razonamiento unas cuantas veces y me he echado a reír
mientras contemplaba concentrada en mi interlocutor toda la debilidad humana y
toda la elasticidad argumentativa puesta a nuestro alcance para excusarla. No decir nada cuando decirlo mutaría la decisión
de nuestro interlocutor y haría virar el curso de las cosas, es
mentir. Tanto como cuando hacemos creer que existe lo inexistente.
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