martes, febrero 19, 2019

Mirar con atención para ser personas atentas


Obra de Paul Fenniak
En mi conferencia del pasado martes en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña hablé del sentimiento de admiración como uno de los puntos cardinales para orientarnos por los dominios de la afectividad. La admiración es la alegría que produce la contemplación de una conducta excelente que azuza en nosotros el deseo de apropiárnosla. Etimológicamente admirar es ir hacia lo que se mira, y ese es el motivo de que la admiración inste a la emulación. El prefijo latino «ad» significa «hacia», e indica ese movimiento que nos compele a aproximarnos a aquello que hemos mirado con el deseo de mimetizarlo en nuestro repertorio comportamental con el objeto de ser mejores. Mirar es dirigir la mirada hacia algo, fijar la atención allí, posar los ojos en esa geografía que anula momentáneamente al resto de geografías. Mirar conlleva elegir, puesto que se mira aquello que se ha elegido mirar, y se presta atención a aquello que se mira atentamente. De ahí la relevancia de mirar bien. El mirar es una acción experiencial de enorme transcendencia, más todavía en la economía de la atención (ecosistema en el que una miríada de estímulos rivaliza encarnizadamente por apoderarse de nuestra atención) y en la economía digital en la que la mirada ha subordinado al oído y ha hecho periféricas las experiencias olfativas, gustativas y táctiles. La pensadora Remedios Zafra nos lo recuerda con enfatizada clarividencia en Ojos y capital.

Escribo esta introducción del mirar para hablar del respeto. Etimológicamente el término respeto deriva del latín respectus, que señala la acción de mirar atrás. El vocablo está compuesto de re, que denota el movimiento hacia atrás, y specere, que significa mirar. El respeto es un volver a mirar, un regreso de la mirada para mirar con más atención que la vez inicial. He aquí la relación léxica que indica que cuando se trata con respeto a alguien se le trata atentamente. El otro es una entidad irremplazable, una subjetividad insustituible, un existir que no admite canjeabilidad y por eso se le ha de mirar con la atención que su singularidad se merece. Hace poco escuché en una entrevista a Josep Maria Esquirol (autor de los imprescindibles y exquisitos ensayos La resistencia íntima y La penúltima bondad) las relaciones de parentesco que mantienen dos expresiones aparentemente ajenas aunque compartan vecindad léxica: prestar atención y persona atenta. Postulaba Esquirol que cuando prestamos atención mostramos una buena actitud hacia el otro o hacia las cosas. Prestar atención deviene acto cognoscitivo, frente a la persona atenta, que es la que muestra respeto al otro, que es un acto ético. Con esta apreciación podemos colegir que respetar es un mirar bien, que liga con un mirar con atención, o lo que es lo mismo, con atender, que no es sino cuidar, preocuparnos por el otro.

Una de las definiciones que suelo esgrimir de respeto es la de tratar al otro con el valor positivo y el amor que toda persona solicita para sí misma. Ese valor positivo que solicita el otro me exhorta a ser solícito con él, solicitud solo aprehensible desde una mirada que ve lo valioso porque mira desde un prisma que atiende al valor. Esa mirada está participada de ojos, pero también de axiología, lo que delata la simbiosis entre estética (en su acepción primigenia de sensibilidad o percepción) y ética. El ser humano se alza en ser humano cuando es percibido y reconocido por otros seres humanos que lo miran con una mirada ética, que es la mirada atenta, la mirada respetuosa, la mirada que ve la dignidad que porta otro yo equivalente al nuestro. Dicho de otra manera, cuando se le mira con consideración, cuando la mirada es reconocimiento y por tanto se sitúa en las antípodas de la cosificación. El respeto como forma de mirar y su consecuente actuar (la actuación es el delta en el que desemboca el mirar) forjan la idea del miramiento. Cuando el lenguaje corriente habla de ser tratado «sin ningún miramiento» indica el dolor quejumbroso de que el otro no nos ha respetado, de que el otro nos ha mirado con una mirada desconsiderada, la mirada que no nos ve como sujetos dignos y por tanto valiosos. Cuando alguien no me importa, mantengo la mirada distraída hacia él, mi falta de atención como disposición sensorial y cognitiva atestigua mi falta de atención como vector axiológico. Desentenderse del otro es no ser ético con el otro. No hay atención y por tanto no se es atento con él. He aquí la relevancia de mirar con atención para admirar y alcanzar así el estatuto de personas atentas.

En el libro Fuera de clase de la filósofa y activista cultural Marina Garcés, que recoge sus colaboraciones dominicales en forma de artículo en el diario Ara, se relata una anécdota preciosa. Al regresar a Barcelona tras asistir a una obra de teatro en Girona, Garcés enciende la radio del coche para sentirse acompañada. Rastrea por el dial eludiendo ser endilgada con programas deportivos y tertulias de política folk. De repente escucha una voz anciana hablando de su inminente muerte. Esa voz afirma que lo que más le entristece es no haber sido maestro de escuela, no haber ensañado a niñas y niños de entre ocho y once años, que es la edad en la que se aprende a mirar el mundo. «Me hubiera gustado haber podido enseñar a los niños a mirar una margarita o los gajos de una naranja», comenta esa voz que resulta ser la del filósofo y profesor Emilio Lledó. Mirar, pero sobre todo mirar bien, se traduce como suspender momentáneamente la acción para abrir sobre ella la reflexión. Mirar es por tanto inteligir sobre lo que se ve cuando se mira, que los ojos no se detengan en la piel de las cosas, sino que se infiltren en su tuétano para sentirlas, comprenderlas, estratificarlas según su relevancia para la agenda humana y expresar su semiótica en actos. Frente a una mirada laboralizada que piramiza según lo productiva que sea la acción, una mirada politizada y cívica que discierna desde la reflexividad nuestra condición de sujetos dignos y autónomos que han mancomunado los horizontes de vida para poder plenificarlos. Eso es el respeto. Mirar con otros ojos para ver en los otros lo que los ojos no pueden ver. Cuando esos otros ojos ven, todo lo demás es añadidura.



 
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martes, febrero 12, 2019

Cuando el dolor del otro nos duele a nosotros



Obra de Stephen Wright
La compasión es el sentimiento que permite que nos duela el dolor que contemplamos en el otro. No es que nos arroguemos como propio el dolor que observamos en el sufriente sobre el que se posan nuestros ojos, es que su dolor o su sufrimiento nos doblega y nos aprieta y nos precipita a una experiencia doliente compartida. Lo he escrito muchas veces y ahora vuelvo a reafirmarme. No creo que exista un nexo mayor con el otro que hacer nuestro el dolor que es suyo, sentir en nuestras entrañas lo que nuestro igual siente en las suyas. Este trasvase de dolor realizado por la labor identificadora de las neuronas espejo es quizá la mayor tecnología sentimental puesta al alcance de la figura humana. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) no hallé ninguna otra disposición sentimental tan eminentemente cardinal. Se aproximaba a ella la vivencia curativa del perdón, por supuesto también la del amor y toda su arborescencia sentimental con sus diferentes gradientes y sus diferentes deseos, pero creo que ambas son subsidiarias de la compasión, de esa capacidad prodigiosa y admirable que poseemos las personas para que el dolor que se instala en otra vida pase a formar parte de la nuestra, y también su antagonista la alegría. Vivir la experiencia en que la alegría del otro nos alegra aunque no aporte rédito alguno a nuestro patrimonio vital salvo la propia fuerza propulsora de la alegría es una de las más grandes muestras de amor.

La compasión latina o la sympatheia griega difieren de la empatía, un término muy joven en la literatura sobre la naturaleza humana. La empatía es una disposición psicológica en la que nos inclinamos a comprender la experiencia aversiva del sujeto que nos afecta, pero inteligir y comprender el foco de su dolor no implica que nos duela. Nos puede indignar, nos puede punzar, nos puede entristecer, nos puede interpelar como constructo intelectual que exhorte a la acción ética y política, pero no sentimos cómo en lo más profundo de nosotros algo arponea el ser que somos, un arpón que es idéntico al que provoca dolor en nuestro par. Cuando en una relación profunda una de las partes es asediada por el dolor, la otra, en un proceso de una magia sentimental que colinda con lo indescriptible, es atrapada y ulcerada por ese mismo dolor. Un fenómeno de vasos comunicantes que en su hipercomplejidad pero también en su sencillez empírica demuestra que somos seres humanos porque somos seres anudados a otros seres como nosotros. Desgraciadamente la compasión vive muy desacreditada porque se la ha emparejado con la caridad que desatiende las causas sociales, la lástima irresoluta que no cruza la individualidad, la narcisista autocompasión, el insoportable complejo de superioridad. Aurelio Arteta tituló con mucho acierto uno de los mayores estudios sobre la compasión teniendo en cuenta esta minusvaloracion: La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha.

La compasión sirve sobre todo para saber de qué materia estamos hechos los seres humanos. El dolor del otro es un recordatorio de la jurisdicción del daño y de nuestra extrema vulnerabilidad, de la fragilización de lo que ingenuamente consideramos estable, de cómo la trágico nos merodea y lo fácil y acelerado que es por tanto pasar de vivir una vida apacible a ser zancadilleados por la adversidad y sufrir una estancia en el infierno. Si nos condujésemos siempre por decisiones inteligentes y éticas, la compasión serviría para establecer una tupida y desmercantilizada red de cuidados que estrechasen la participación funesta del azar en la acción humana. Pero hay más todavía. En el sujeto abstracto con el que trafican los conceptos filosóficos, psicológicos, políticos, sociales, antropológicos, es infrecuente percibir que somos un cuerpo constituido por huesos, carne, órganos. Un cuerpo que a veces duele y que cuando se avería admite su debilidad, y que cuando se estropea gravemente necesita la participación de otro cuerpo porque él no se vale por sí mismo. Somos un cuerpo encadenado a la decrepitud biológica, al envejecimiento, a la senilidad, al agrietamiento progresivo e imparable de nuestro organismo, expuesto a la aleatoriedad de los episodios desgraciados, a la contingencia, a la ciega imponderabilidad que nos lo puede desarbolar y convertir en una insoportable prisión. También nuestro cuerpo como entidad multisensorial y cognitiva está expuesto a escenarios de injusticia, de inequidad, de desigualdad, de competición sobre necesidades primarias, de agotamiento y cansancio, que inyectan entropía en el equilibrio afectivo y deterioran las motivaciones que elevan el acto de vivir a la categoría de celebración para metamorfosearlas en explotación y degradacion.

El dolor que siento en mí gracias a contemplarlo vívidamente en otro yo sobrecogedoramente similar al mío, me hace tomar instantánea conciencia de qué soy y de qué estoy hecho. Esta verificación se puede llevar a cabo gracias a dos dimensiones que se nos olvidan muy a menudo. La primera es que disponemos de imaginación, del tal manera que puedo imaginarme el tamaño y la intensidad del dolor que subyuga al otro. La segunda es que somos semejantes, somos humanos, lo que permite que la imaginación opere con escaso margen de error en sus fabuladas apreciaciones. Si no fuéramos semejantes, si no compartiéramos el mismo alfabeto de la vida que nos brinda inteligibilidad mutua, la inventiva para apropiarnos del dolor del otro sería más difícil de pergeñar y probablemente estaría atravesada de fallas e insuficiencias.

Que la titularidad del dolor pueda ser transferida es un lenitivo para poder ser aliviada, pero la función teleológica de que el dolor ajeno nos duela como propio se adentra en los territorios de la expresión política. Cuando contemplo el dolor del otro y lo siento en mí con el mismo desgarro, acto seguido intento erradicar su causa, que es una manera muy inteligente de balsamizar e incluso neutralizar su aparición en los otros y en nosotros. El fin corolario de la compasión es el cuidado y la justicia. Cuidarse y curarse comparten raíz etimológica, pero también comparten espacios en las experiencias y los vínculos que tejen vida. Cuando cuido, curo, y cuando curo, cuido. Cuidar es una actividad insoslayable como herramienta de vocación cívica, porque al cuidar me vuelvo cuidadoso, es decir, me tengo en cuenta y tengo en cuenta al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema tan accesorio en la agenda política y en la discusión pública. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que derriba las fronteras que levanta la epistemología: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos. Dicho con tres palabras muy sencillas: salud, afecto y dignidad, el ethos ciudadano al que deberíamos aspirar incondicionalmente. La compasión es el sentimiento fundacional para cultivar la responsabilidad de esa aspiración inagotable.



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