martes, junio 18, 2024

Vivir entusiasmadamente

Obra de James Coates

Siempre me entristece preguntar a alumnas y alumnos qué es lo que más les apasiona hacer en la vida y por respuesta recibir un encogimiento de hombros. Ignoramos si hay vida después de la muerte, pero sí sabemos que sin entusiasmo y sin pasión se antoja harto difícil que pueda haberla antes, no al menos vida buena. Esta falta de apasionamiento ayuda a comprender por qué hay personas que se mueren y sin embargo no es hasta muchos años después cuando fallecen. En su descargo hay que agregar apresuradamente que no es sencillo tener una pasión, ni por supuesto disponer del tiempo y el sosiego necesarios para cultivarla y mantenerla floreciente. El entusiasmo puede marchitarse enseguida en un mundo centrifugado por la desigualdad, el malestar democrático, el deterioro medioambiental, las sistémicas crisis económicas y financieras, el creciente y nunca satisfecho extractivismo que convierte la realidad en inhabitable para las personas con exigua capacidad adquisitiva, la vida en la que están cancelados los planes estables de vida, la industria de la persuasión azuzando el deseo para instigarlo a consumir compulsivamente y a la vez mantenerlo capitalistamente insatisfecho, los tiempos de producción fagocitando segmentos cada vez más grandes de tiempo, la pérdida de agencia y poder de decisión sobre lo político, la fragilización de los vínculos que atañen a los afectos y confinan a la soledad no deseada o a dolencias del alma ahora catalogadas como problemas de salud mental, el crepúsculo de una atención tiranizada por las pantallas, la sobreexposición a ingentes bloques de información que nos atora primero y nos sume en la abulia después, la precarización, el encarecimiento de todo lo asociado al mantenimiento de la vida y el abaratamiento del precio del trabajo que sin embargo es cada vez más vampirizador y extenuante, en el supuesto de plegarse a la voracidad del mercado y tenerlo. No, no es fácil vivir entusiasmadamente en un lugar y en un tiempo donde sobrevivir requiere tanto.
 
Hace unos días leí una preciosa definición de pasión. Pertenece a José Luis Villacañas y aparece depositada en el libro Doce filosofías para un nuevo mundo. «La pasión es la conciencia de que el ser humano alcanza su energía desde algo que es más grande que él. Cuando la siente, experimenta que un objeto infinito le invade, uno por cuya entrega perenne desea ser inmortal. Eso siente el que ama, el que conoce, el que transforma las cosas, el que crea, el que inventa, el que ayuda, el que acoge». En el pletórico de frases memorables ensayo Una filosofía del miedo, Bernart Castany Prado informa: «Si la alegría era el indicio de que una de nuestras potencias se está ejercitando y aumentando, el entusiasmo es la alegría de sentir que todas nuestras potencias aumentan de forma general». Castany puntualiza que la persona entusiasmada, «hace todo lo que puede, y por eso siempre puede un poco más de lo que podía». La pasión, el entusiasmo, aquello que nos regala deleite y disfrute, hacen con nosotros algo que solo se puede catalogar de portentoso. Estas disposiciones del ánimo movilizan grandes cantidades de energía creadora sin que seamos conscientes de ello, nos hacen denodarnos sin sensación de denuedo, adjuntan un ímpetu que parece emancipado de la voluntad, nos aferran a una atención tan exultantemente ensimismada con la tarea que nada ajeno a ella la puede colonizar, fecundan una imaginación exploratoria en la que no hay cabida ni para el aburrimiento ni la anhedonia. El entusiasmo nos ensambla con lo mejor que posee la persona en la que nos estamos constituyendo a cada instante.
 
En su premiado y poderoso libro El entusiasmo, Remedios Zafra distingue dos formas de entusiasmo: «Una forma de entusiasmo aludiría a la «exaltación derivada de una pasión intelectual y creadora», y la forma más contemporánea surgiría como «apariencia alterada que alimenta la maquinaria y la velocidad productivas» en el marco capitalista. Esa que requiere camuflar la preocupación y el conflicto bajo una coraza de motivación forzada generadora de contagio, mantenedora del ritmo de producción del sistema, sintonizando como procesos análogos: producción intelectual y de mercado». Más adelante Zafra habla de entusiasmo íntimo y entusiasmo inducido (que considera efímero y poco pregnante, algo que Azahara Alonso define en Gozo como comprometernos a obedecer con entusiasmo). Zafra concluye que «el entusiasmo íntimo y creativo señala posiblemente una de nuestras primeras muestras de verdadera libertad». 

Creo que el amor es la fuente de este entusiasmo adjetivado como íntimo. Amamos aquello que nos entusiasma y nos entusiasma porque lo amamos.  El neurocientífico Francisco Mora es autor de un libro con un título hermosísimo: Solo se puede aprender lo que se ama. Solo con la comparecencia de la alegría y su capacidad de extender el poder de vivir se puede aprender lo muchísimo que la vida enseña si prestamos atención. La alegría trae consigo la celebración de la vida, le grita un afirmativo sí a las posibilidades que nos dispensan las circunstancias.  Los seres humanos estamos anudados al principio de placer, y no hay nada más placentero que llevar a cabo aquello que nos entusiasma, sea lo que sea, y que divergirá notablemente de unas personas a otras. El entusiasmo, la pasión, no es ser, es hacer, un hacer que cuando lo hacemos nos hace ser. Nadie cobija la vocación de ser algo, sino de hacer aquello que le procura placer hacerlo. Cuando a una criatura le preguntan qué quiere ser de mayor le están planteando una interrogación impertinente y muy mal formulada. Le obligan a utilizar el verbo ser en detrimento del verbo hacer. Todo lo que consiste en hacer no se puede degradar a mercancía, no es venable, está fuera del mercado. El capital podrá instrumentalizar el entusiasmo, pero nadie podrá adquirirlo a través de un intercambio comercial. El amor es el cuidado que ponemos en aquello que hacemos entusiasmadamente porque lo consideramos valioso para que nuestra vida se encumbre a la categoría de vida buena. Como ciudadanía y como seres entretejidos unos con otros en el tapiz social precisaríamos de muchísimo más tiempo y predisposición para cultivar y fomentar este amor y este cuidado. Cuando este amor se practica hasta devenir hábito, las personas gozan, y cuando gozan en su entramado afectivo destellan los sentimientos de apertura al otro. Los sentimientos que alfombran la convivencia y hacen más apetecible la vida propia y compartida. 


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martes, junio 11, 2024

El desnivel prometeico o cómo la empatía es inoperante


Obra de Edward B. Gordon

La idea de desnivel prometeico pertenece al filósofo alemán Günther Anders (1902-1992). Es una acuñación esclarecedora que permite entender muchas de las acciones humanas que inducen al horror masivo sin que aparentemente nadie se sienta afectado por él. El desnivel prometeico señala la desproporción entre el daño que un agente puede infligir y la sensibilidad para sentir el daño que provoca. Günther Anders acuñó este sintagma contemplando el incremento de racionalidad científica puesta al servicio de la letalidad en la Segunda Guerra Mundial. Descubrió que no había simetría alguna entre el daño que somos capaces de cometer con las invenciones tecnocientíficas y el daño que somos capaces de sentir tanto predictivamente como una vez causado.  La ligereza de apretar un botón que podía matar a miles de personas insensibilizaba a quien podía pulsarlo. Se abría una sima insondable entre un hecho de ejecución sencilla y sus consecuencias inconmensurablemente espantosas, entre la producción y la moral, entre la ferocidad de los artefactos de destrucción multitudinaria que inventaba la racionalidad tecnológica y la sensibilidad humana incapaz de extender sus límites. La técnica se exacerbaba y expandía espantosamente su destreza para la muerte de semejantes, pero el radio de acción de sentir ese dolor seguía siendo tan reducido como el de nuestros ascendientes más tribales. Günther Anders coligió que podemos razonar el daño, pero no sentirlo cuando desborda la escala en la que opera nuestro entramado afectivo. Este desequilibrio se alía a favor de los hacedores del horror y de quienes se lucran con él.

La incapacidad de ampliar el perímetro del sentir alberga consecuencias mostruosas. Quien arroja una bomba sobre una ciudad puede saber con precisión aritmética a cuántos miles de personas matará, pero sus estructuras afectivas están incapacitadas para sentir cuánto volumen de dolor se originará en el mismo instante en que sean asesinadas esas personas. Anticipadamente se pueden cuantificar las víctimas, pero no sentir la cuantía del dolor que se originará. Esta inoperancia no necesariamente incita la atrocidad, pero nos vuelve inermes para encontrar fórmulas con las que precaverla. Al desnivel prometeico le podemos sumar como elemento favorecedor de lo horrendo la contemporánea disolución de responsabilidad. Entre quienes mandan una acción y entre quienes la ejecutan se abre una brecha por la que se cuela la irresponsabilidad del daño causado. Además, quienes adoptan decisiones que mandarán a la tumba a miles de congéneres abdican de responsabilidad personal al apelar a instancias ubicadas muy por encima de su propia agencia de decisión. Ahí están abstracciones tan poderosas y tan sumisamente admitidas como Razón de Estado, Economía, Dios, Patria, Nación, Pueblo, Civilización, Orden. En su último ensayo, Historia universal de las soluciones, José Antonio Marina reclama que «igual que hay manuales para el uso de explosivos, debería haber manuales para el uso de palabras con mayúsculas». Cuando un mandatario enarbola alguna de estas gigantescas palabras en las que desaparecen las personas con nombres y apellidos, es muy fácil presagiar que con sus decisiones va infligir mucho daño a muchas personas que sí tienen nombre y apellidos.

A Carlos Fernández Liria le leí lo que Hannah Arendt (con quien por cierto Günther Ander estuvo casado) relataba con motivo del juicio en Jerusalen al genocida nazi Adolf Eichmann. Eichmann recapitulaba desde la tribuna de acusados que su trabajo consistía en aligerar el ritmo de la cadena de exterminio de judíos, y que lo hacía porque obedecía órdenes de sus superiores. A pesar de que el juez le recordaba que había ayudado a exterminar a varios millones de personas, Eichman ni se inmutaba ante este horrible pliego de cargos pretextando una y otra vez obediencia a la autoridad. Sin embargo, en un momento del juicio ocurrió algo del todo imprevisto. Unos testigos inculparon a Eichmann de haber estrangulado a un chico con sus propias manos. El acusado se enfureció y empezó a gritar fuera de sí que eso no era cierto, que él nunca había matado a nadie, que jamás estranguló a ese chico. He aquí una muestra vívida del desnivel prometeico y de la parcialidad de la empatía y su ineficacia para evitar la crueldad y el horror. Matar a millones de personas no supone cargo de conciencia, estrangular a una, sí. Normal que el profesor de psicología y ciencia cognitiva Paul Bloom caricaturice a quienes arguyen que nuestro problema es que no tenemos suficiente empatía. El genuino problema no es ese, sino que no hay empatía suficiente para poder sentir el dolor que somos capaces de producir cuando lo hacemos en las grandes cantidades que facilita la racionalidad científica. 

 
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