martes, febrero 18, 2025

Procrastinar, un verbo cada vez más frecuente

Obra de Michael Carson

Hasta hace muy poco tiempo la palabra procrastinar era desconocida. Ya pertenece al vocabulario de términos extraídos de la psicología que son recurrentes en la conversación pública: procrastinación, resiliencia, inteligencia emocional, autorrealización, FOMO, proactividad. En sus orígenes se consideraba que procrastinar era lo que durante muchos siglos se había connotado como pereza o falta de voluntad, estados del ánimo que propiciaban que el sujeto pospusiera sus deberes pendientes. Ahora también es usual confundir procrastinación con postergación, cuando son acontecimientos muy dispares de la experiencia humana. El estudio de la procrastinación permite desvelar características que le son propias y singulares. Frente a no dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, la procrastinación propone dejar intencionalmente para mañana aquello que impida hacer muchas de las cosas que mágicamente apetece hacer hoy. La procrastinación declina una actividad en favor de emprender otras, lo que la hace distinta de la inacción; se aferra al placer de desempeñarlas, delectación que la separa por completo del desdén y su pegajosa anhedonia; inventa, concatena y dilata tareas, lo que la hace creativa y la escinde por completo de la vaguedad inherente a la abulia. Procrastinar permite encontrar gratificación en labores donde hasta ese momento solo se contemplaba desapacible insipidez. Una especie de alquimia cognitiva.

Se suele asociar la acción de procrastinar con irresponsabilidad (incapacidad de responder sensatamente por nuestros actos), falta de autoeficacia (creencia de que no poseemos las competencias óptimas para afrontar exitosamente la situación interpeladora), exceso de perfeccionismo (aspiramos a confeccionar la tarea de un modo sublime, motivo que nos paraliza y nos petrifica, o enmascara un miedo cerval al fracaso), déficit motivacional (ausencia de elementos apetecibles que insten a que la voluntad movilice energía en la dirección de la tarea), o la creencia de disponer de tiempo suficiente para llevarla a cabo más adelante. A estas dimensiones le podemos sumar la búsqueda del momento ideal (rastreamos el lance más idóneo posible que obviamente nunca sobreviene, lo que valida nuevos aplazamientos en pro de dar con ocasiones más propicias), y la dispersión de la atención (que se desplaza hacia lugares desconectados por completo de la tarea a realizar, y encuentra una suave fruición en ese movimiento). Cualquiera que sea su origen, la persona procrastinadora se consagra a una tarea o a un conjunto de ellas que encuentra placenteras con tal de no iniciar la que le inflige algún tipo de contrariedad. 

Cuando procrastinamos no nos volvemos irresolutos, sino que nos apresuramos a acometer tareas para no dedicarnos a aquella que sin embargo es la que deberíamos estar realizando. La función instrumental de procrastinar es mantener sosegada la conciencia, para lo cual necesita hacer acopio de actividades sustitutas que actúan como gratificación y bálsamo. Procrastinar por tanto es una estrategia operativa cargada de acción. Aquí radica la utilidad de procrastinar de un modo deliberado. Convertir en apetecible lo que hasta el mismo instante de la procrastinación era desdeñado. Se trata de un asombroso ardid de la cognición que sin embargo trae adherido un riesgo. Al aliviarnos momentáneamente y concedernos recompensas en el corto plazo, la procrastinación puede acarrear consecuencias dañosas en el largo recorrido. Si no somos capaces de abandonar la placidez adictiva de las recompensas inmediatas, podemos cronificar la procrastinación y centrifugarnos en un bucle de difícil escapatoria y consecuencias devastadoras sobre nuestro futuro. Aquí conviene recordar que no solo procrastinan las personas, también las sociedades. Un ejemplo de libro es cómo se está afrontando la crisis climática y por extensión la crisis sistémica desatada por la lógica acumulativa del capital. Pura práctica procrastinadora. 

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martes, febrero 11, 2025

«La vida nos es dada»

Obra de William La Chance

Las alumnas y los alumnos se sorprenden sobremanera cuando les comento que la existencia es algo con lo que nos encontramos en un determinado momento de primeriza lucidez. Una vez que nos apercibimos de que somos una existencia, no nos queda más remedio que ir decidiendo gradualmente qué hacer con ella. La existencia es el ínterin que transiciona de la cuna a la tumba, un lapso de tiempo que puede parecer muy breve o infinitamente largo según en qué y cómo lo empleemos. Nadie ha pedido nacer, pero una vez que nos nacen asumimos la tarea de hacer algo con el resultado de haber nacido. Resulta paradójico que nacer sea el acto toral en la vida de cualquier persona, pero no se nos haya pedido permiso para nacernos. Con inevitable hilaridad suelo comentar en la clase que ningún progenitor solicitó nuestra aquiescencia para arribar aquí, ni consensuó nuestra llegada, ni las condiciones en las que nos iba a traer, ni si se contemplaba la posibilidad de revocar la decisión después de disponer de cierto conocimiento de causa. Nadie tuvo la deferencia de preguntarnos si queríamos conocer la vida, si nos apetecía abandonar la inexistencia, si entre nuestras prioridades descollaba dejar de ser nada y pasar a oficializar ser algo. En un célebre texto, Ortega y Gasset sintetiza esta vicisitud universal: «La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos».  

La vuelta de tuerca viene a continuación. La vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla, cada cual la suya según sus predilecciones y la miríada de elementos multifactoriales que la rodean y la condicionan. Ortega explicita esta coyuntura con otra sentencia lapidaria: «La vida es quehacer»Dicho de un modo menos sucinto. Se requiere aprender a vivir con una vida de la que, nos guste o no, tenemos que hacernos cargo hasta que la muerte nos escinda de ella. Biológicamente nos encontramos con la vida, pero a partir de ese instante somos los artífices de nuestra biografía conforme al conglomerado de acciones, omisiones y valores que adoptamos en medio de un universo de circunstancias predisponentes y prácticas culturales e institucionales. Nos encontramos con una existencia biológica y, a partir de una edad, con el deber insoslayable de convertirla en biográfica. Aquí radica el significado del aserto de Sartre cuando afirma que los seres humanos estamos condenados a ser libres. Tenemos la suerte de que podemos elegir entre una plétora de opciones (cuanto mayor sea la plétora, mayores serán las posibilidades de convocar satisfacción en el resultado), pero sufrimos la desventaja de que no podemos sortear la obligatoriedad de optar. He aquí la ironía humana en su máximo esplendor. Vivir es elegir, aunque no hayamos elegido vivir. 

Ortega deja consignado un tercer y último elemento en su célebre texto. Cada persona (Ortega utiliza el vocablo hombre, pero es más preciso el de persona) tiene que decidir qué va a hacer, pero «esta decisión es imposible si la persona no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, las otras personas, ella misma». Somos una existencia que nos es dada, pero no una existencia aislada en mitad de una nada, sino en confluencia con otras existencias a las que le ocurre exactamente lo mismo que a la nuestra. Somos existencias al unísono. Cada existencia le ha de brindar sentido, calor y hogar al lapso de tiempo en el que está siendo un ser existente, pero hacerlo de tal manera que la singularidad de su sentido cohabite cordialmente con el sentido que las demás personas quieran atribuirle a la existencia que ellas también son. He aquí el mundo de la vida humana, que es humana porque es compartida en un denso nudo de intereses, deseos, necesidades, proyectos, prioridades, valores. Al compartirse es mucho más fácil hacer con la existencia algo que se zafe de la mera supervivencia para internarse en el apasionante territorio de los fines y los valores personales. Existir es existir en un mundo de existencias para hacer con la nuestra un motivo de celebración. Y coadyuvar a que al resto le ocurra lo mismo. 

 

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