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martes, marzo 22, 2022

La mirada poética es la mirada que ve belleza en el mundo

Obra de Didier Lourenço

Ayer se celebró el Día de la Poesía y también el inicio de la estación primaveral. La primavera aloja el momento del año en que todo estalla de vida y fulgor. Normal que hace un par de decenios la UNESCO adoptara la fecha del equinoccio de primavera para festejar la poesía, porque comparten muchas similitudes. Erróneamente creemos que la poesía es solo un género literario, un estilo que estructura las palabras en versos y retuerce el lenguaje y su sintaxis con licencias libérrimas vetadas a la rigidez del resto de géneros. A mí me gusta definir poesía como la capacidad de ver belleza en el mundo. Es una forma de instalarnos en los pliegues del mundo de la vida que vincula con la atención, tanto en su acepción sensitiva (estar atento) como en su acepción ética (ser atento). Cuando estamos y somos atentos la belleza de las cosas se empotra en la absorción de nuestra mirada. En realidad, la belleza no se posa sobre las cosas, sino que la mirada poética reconfigura como bello lo que una mirada menos creativa interpretaría como prosaico e incluso como grisáceo. La belleza conexa con el impulso evocador del que mira, no con lo mirado. La palabra poesía tiene su genética léxica en la palabra griega poiesis. Significa crear, componer, adoptar, fabricar, así que la mirada poética crea la belleza del mundo al mirarlo de un modo novedoso y sorprendente. Recuerdo que en una entrevista Emilio Lledó comentaba que le hubiera encantado enseñar a niñas y niños de once y doce años a mirar bien el mundo, a educar su mirada para comprender y sentir mejor.

Para vivir esta experiencia epistémica y poética simultáneamente es fundamental no dar nada por sentado (basta con sabernos vulnerables y mortales para que todo en derredor se metamorfosee en un regalo de un valor inconmensurable), asombrarnos ante hechos que la cotidianidad ha naturalizado primero y eclipsado después. La mirada poética puede resemantizar y por tanto sublimar todo lo que observa hasta lograr la proeza de que lo que antes parecía una trivialidad ahora resulte una antología de la inteligencia humana, o una maravilla de la naturaleza. Compartiré una breve sucesión de ejemplos. Abrir un grifo y que salga agua. Pulsar un botón y que unas ondas electromagnéticas calienten líquido o  alimentos. Tostar una rebanada de pan que acompañará a un café humeante mientras por la ventana se cuela un amanecer de un rojo somnoliento. Bajar a la calle y  contemplar en las hacinadas aceras la biodiversidad humana y el armónico entrelazamiento de interdependencias opacadas por su propia ubicuidad. Subirte a un coche y alcanzar una velocidad insuperable para cualquier animal. Hablar con una persona y entenderla y que te entienda gracias a una pluralidad de sonidos semánticos que se exilian de la boca y se refugian en los tímpanos, y que llamamos lenguaje. Entrar en un edificio atestado de personas y hacerlo tranquilamente porque un ordenamiento jurídico y una infraestructura cívica custodian que la vida sea respetada y pueda desplegarse sin sobresaltos al lado de la de los demás. Saber que hemos ficcionado éticamente que toda persona con la que nos cruzamos posee dignidad por el hecho de serlo y es tan valiosa que ponerle precio sería vergonzante. Asentir que cualquiera de esas personas poseen autonomía porque pertenecen a una comunidad política. Comprobar en lo más recóndito del entramado afectivo que un argumento sólidamente confeccionado posee soberanía para transformar un sentimiento, y que esta operación inducirá cambios en la plasticidad del cerebro y en la gramática cultural que precinta la vida. Tener la capacidad de soñar horizontes posibles porque el mundo siempre es susceptible de ser mejorado, y que si nuestros antecesores hubieran negado esta afirmación nada de lo que existe ahora existiría. Podría continuar hasta el infinito, pero con estos ejemplos es suficiente para entender lo que estoy intentando explicar. Igual que la memoria organiza el pasado, la mirada organiza el presente, y le concede significado. Podemos ver lo extraordinario agazapado en lo ordinario, pero para verlo necesitamos una mirada educada en el asombro. Baudelaire nos dijo que «lo maravilloso nos envuelve y nos empapa como la atmósfera, y sin embargo no lo vemos».  Cuánta razón le asistía al autor de Las flores del mal.

Matthew Lipman y Ann Sharp, progenitores de la filosofía para niños, proponían que nos debíamos pertrechar de un pensamiento crítico (capacidad para cuestionarnos lo que quizá no sea tan evidente como parece, luxar las narrativas que se apropian y patrimonializan el sentido común), pensamiento creativo (rastrear soluciones desacostumbradas a los problemas, o inventar problemas para alcanzar soluciones de otro modo inaccesibles) y pensamiento ético (tener en cuenta la existencia de las personas prójimas a la hora de adoptar decisiones, aunque sean de genealogía personal, porque impactarán de una u otra manera en sus vidas). Si una de estas tres dimensiones no es convocada a la hora de evaluar el mundo, la evaluación queda incompleta. Creo que a esta triada le falta el pensamiento poético.  Todas y todos hemos leído en El principito de Saint Exupery que «lo esencial es invisible a los ojos». A los ojos, sí, pero no a la mirada poética, la que intensifica la vida porque logra ver lo que no se ve.

 


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martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

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martes, noviembre 30, 2021

Si pensamos bien, nos cuidamos

Cuidar y ser cuidado es lo más humano de todas las actividades posibles que concita la experiencia de estar vivo durante un tracto de tiempo que llamamos existencia. Defino como humana la conducta en la que una persona se preocupa de otra persona, y por humanidad la cualidad por la que nos sentimos concernidos por nuestros semejantes, sobre todo cuando nos conduelen quienes están en una situación desfavorecida, de vulnerabilidad, riesgo o pobreza. La semana pasada asistí a un conversatorio con la escritora Carolina León en el que nos habló de su ensayo Trincheras permanentes, un  trabajo editado hace unos años en el que indagaba sobre la naturaleza política de los cuidados, cuando hablar políticamente de cuidados era una rareza y todavía los cuidados como objetjo de reflexión no vivían el actual apogeo acreditado por la simultánea publicación de La ciudad de los cuidados de la arquitecta Izaskun Chinchilla, Tiempo de cuidados de la filósofa Victoria Camps, La revolución de los cuidados de la activista  María Llopis, El trabajo de cuidados de la economista Cristina Carrasco, la historiadora Cristina Borderías y la socióloga Teresa Torns, Manifiesto de los cuidados de The Care Collective, o la brillante e introspectiva novela cuya lectura recomiendo Llévame a casa de Jesús Carrasco, un fresco psicológico sobre el cuidado filial de las figuras progenitoras. Toda esta copiosa producción bibliográfica indica que los cuidados empiezan a ocupar el lugar nuclear que se merecen en la conversación pública.

En el conversatorio participé comentando muy brevemente que los seres humanos somos seres vulnerables. Nuestra vulnerabilidad es una condición ontológica, frente a la precariedad, que es una condición social que desvela con dolorosa elocuencia qué decisiones políticas se adoptan en la regulación de la vida en común. Si la vulnerabilidad (otros autores hablan de afectabilidad, término que me resulta muy apropiado, o receptividad, como sostiene el filósofo Xabier Etxeberría) es fundente al acontecimiento de existir, cuidarnos unas y otros es una actividad indisoluble de la esfera humana. La asociación de la vida con el cuidado no es accesoria, es absolutamente central. Nuestra vulnerabilidad ubica a los cuidados en el núcleo del núcleo. Cuidarnos es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso, escribe en uno de sus ensayos José Antonio Marina. Me adscribo a esta definición, porque no hay nada más valioso que disponer de una existencia, valor que va acrecentándose cuando con el transcurrir de los años tomamos vívida conciencia de su finitud, de que la vida es caduca y de que llegará un día en que culmine su propia disolución. No deja de resultar sorprendente que la tercera acepción de cuidar sea pensar. Si pensamos bien, cuidamos y nos cuidamos. Si pensamos mal, nos descuidamos.

El discuso contrahegemónico y sus contranarrativas más lúcidas han entendido muy bien que el auténtico diálogo que nos interpela humanamente se focaliza en la elección entre la motivación extractora del capital o la provisión de cuidados, y lo han colocado en el centro de la mesa de análisis. Cualquier tema vinculado con lo humano no puede dejar de lado los cuidados sin que la deliberación quede escamoteada. Entre el capital y los cuidados se libra el sentido de la vida compartida, y quién posea hegemonía sobre quién de entre estos dos polos de tensión en las decisiones políticas determinará qué entendemos por vida humana y cómo vamos a orquestar socialmente la vida. En tanto que necesidad común a cualquiera de los que conformamos el rebaño humano, urge la politización del cuidado y la configuración de resistencias contra su privatización. Igual que tenemos derecho a acceder a la justicia, deberíamos tenerlo asimismo a ser cuidados por el maravilloso hecho de ser una existencia, algo tan valioso por lo que nos atribuimos dignidad y que por tanto debe ser velado y atendido con institucional mimo. Nuestra interdependencia nos convoca a establecer potentes sistemas asistenciales para que la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron sea lo más apacible posible, y por un simple efecto de vasos comunicantes lo sea también para los demás con los que formamos la membrana comunitaria. Hablar de una existencia humana es hablar de un cuerpo que precisa mucha atención y mucha diligencia, de un entramado afectivo que demanda respeto y consideración, y de una dignidad que para poder desplegarse  requiere el cumplimiento íntegro de los Derechos Humanos. Desatender esta tríada es no pensar. O discurrir por lugares que descuidan el tesoro más preciado que poseemos.


* Esta tarde a las 19:30 horas hablaré de estos y otros temas en el encuentro literario que mantendré en la Librería-Café La Llocura de Mieres, Asturias. 


 

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