martes, abril 29, 2025

El apagón y el conspiracionismo

Obra de Tim Etiel

Llevo una semana leyendo el ensayo Conspiracionismo (Alianza Editorial, 2025) del filósofo y politólogo francés Pierre André Taguieff, un estudio imbuido de vigor intelectual sobre qué mecanismos emplea el cerebro humano para abrazarse a rápidas interpretaciones conspiracionistas cuando el curso de los acontecimientos toma derivas que no concuerdan con lo previsible. La lectura de este ensayo ha coincidido con el apagón total que asoló ayer a la península ibérica. Ha sido una casualidad estar inmerso en el estudio de este trabajo justo el día en que los electrodomésticos vivieron un apocalipsis pasajero. Era cuestión de tiempo que se desataran las hermenéuticas conspirativas inherentes a escenarios en los que nos convertimos en agentes desconocedores de las causas de lo que ocurre y se estampa con absoluta omnipresencia en nuestra cotidianidad. Taguieff afirma acertadamente que las conspiraciones brotan con facilidad en quienes sienten «una profunda insatisfacción experimentada ante el mundo tal y como es».  En páginas posteriores agrega que las creencias conspiracionistas «producen dos ilusiones tranquilizadoras: explicar lo inexplicable y controlar lo incontrolable».


En su investigación, el filósofo francés enumera cinco reglas básicas del pensamiento conspiracionista: 1. Nada ocurre por accidente (o dicho con lenguaje coloquial, todo pasa por algo). 2. Todo lo que ocurre es el resultado de intenciones y voluntades ocultas (es decir, no existen producciones aleatorias eximidas de intencionalidad, todo está subyugado al absolutismo de la agencia humana). 3. Nada es lo que parece (si  en el evento imprevisto hay una voluntad humana, se colige que lo que vemos está protagonizado por lo que no vemos y que debemos desenmascarar). 4. Todo está vinculado o conectado, pero de forma oculta (quienes intuyen complots por doquier suelen entablar correlaciones fácticas basadas en el sesgo de conjunción, perciben con una formidable clarividencia la concatenación de acontecimientos). 5. Todo lo que oficialmente se tiene por verdadero debe someterse a un despiadado examen crítico (puesto que detrás de lo ocurrido siempre hay una intencionalidad taimada que persigue fines ocultos. El escrutinio al que deben someterse los acontecimientos será laxo e insuficiente si no se descifra esa voluntad y se desvelan esos maléficos fines hasta hacerlos coincidir con lo augurado, objetivo que hace que para la mente conspiratoria ningún caso quede nunca rigurosamente cerrado).


Lo que resulta más llamativo del conspiracionismo es su modelo de inteligibilidad. El pensamiento conspiracionista es subsidiario de un tropismo cognitivo muy transparente: a nuestro cerebro le irrita sobremanera la incertidumbre y trata de combatirla con ideaciones apresuradas, suposiciones de una fantasía acelerada, apremiantes atribuciones que adjudiquen una trazabilidad a lo acontecido. Son elementos propios de la economía cognitiva y de muchos de los motivos por los cuales la inteligencia se trastabilla consigo misma. A estos ingredientes hay que sumar la intencionalidad aviesa y la lectura monocausal. La mentalidad complotista no admite azares ni contingencias, se niega a aceptar que existan imponderables cuya disonancia se zafa del valor explicativo de los razonamientos, postula simplismos que no riman ni con la complejidad ni con la heterogeneidad de las sociedades atravesadas de infinitas interacciones de agentes dispares. En contraposición a la asunción de cuotas elevadas de equivocidad en el conocimiento ilustrado, el conspiracionista resuelve su zozobra con ficciones monocausales, o con postulados narrativos que delatan una aplastante simpleza o un poderoso retorcimiento imaginativo. Me resulta imposible no recordar aquí la descomunal obra del Nobel de Economía Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar espacio (Debate, 2012). Cuando pensamos deprisa, somos capaces de atestar de motivos unívocos nuestras apremiantes explicaciones. Cuando pensamos despacio, nos percatamos de la densa complejidad subyacente a cualquier acontecimiento, sea de cariz político, económico, o biográfico, y tendemos a denostar una simplicidad que armoniza mal con las realidades interdependientes.  


Termino ya. Espero que estéis bien quienes ahora posáis vuestros ojos en estas líneas, y que el apagón de ayer no os haya trastocado mucho el cotidiano en el que se despliega la vida. En mi caso fue un día afortunadamente tranquilo,  sin el severo sobresalto que intuía en quienes su salud y cuidados dependen del suministro eléctrico. Junto a mi pareja dediqué la tarde a la lectura en papel, a intercambiar con ella ideas y a pasear juntos por el mar. Fueron unas quince horas en las que los distractores digitales se volvieron inertes. Pensé en la teoría social de la Escuela de Fráncfort y en su acerbada crítica a las industrias de la distracción, en la gigantesca constelación de elementos que compiten por sustraernos la atención. También evoqué a quienes nos han antecedido, en sus existencias desprovistas de las autopistas de la hiperinformación y la ultracomunicación, del panóptico digital, de la conectividad ubicua. Observé a mi alrededor que a pesar de la excepcionalidad de esos momentos nadie se apesadumbró, que el «sálvase quien pueda» que predica el neoliberalismo era ninguneado por la gente con  civismo y apoyo mutuo. Y para periclitar este artículo cabe recordar que son millares y millares de personas las que viven sin esa luz eléctrica cuyo corte ayer nos importunó. No solo en países lejanos, sino también en el nuestro. Ojalá que haber experimentado durante unas horas nuestra orfandad eléctrica nos ponga mejor en la piel de quienes la sufren todos los días a todas las horas. 

 

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martes, abril 22, 2025

Somos biología y cultura

Obra de Tim Etiel

Los seres humanos somos una hibridación de natura y cultura, una aleación indisoluble de biología y biografía. Nietzsche argüía que la cultura es nuestra  naturaleza segunda. La cultura es la respuesta de la inventiva humana a las limitaciones que nos impone la naturaleza. Comparado con muchos animales, el ser humano es un ser muy restringido. Es débil, no vuela, ni es rápido, no tiene garras, ni mandíbulas potentes, su cuerpo es frágil y muy vulnerable al frío. Sin embargo, su prodigiosa inteligencia creadora ha contrarrestado tanta poquedad. Antonio Damasio sostiene que el cerebro permitió la formidable aventura de hacernos humanos al crear cultura, y esa cultura fue sofisticando la propia naturaleza del cerebro, que a su vez fue atestando de recursos tangibles e intangibles al ser humano. En su fantástico ensayo Como el aire que respiramos, Antonio Monegal eleva la cultura al papel de elemento constituyente del ser que somos. Su radio de operatividad es tan ubicuo que no hay mundo fuera de la cultura. 

A pesar de nuestra marcada condición de seres culturales y por tanto de seres técnicos, no podemos escindirnos de nuestra condición biológica. Basta un pequeño rayo de sol, un día de lluvia, el cambio de tonalidad del horizonte, o que el viento aúlle entre las ramas de los árboles, para que nuestra persona varíe su estado de ánimo, unas emociones usurpen el lugar protagónico a otras, el entramado afectivo se reconfigure al ser afectado en algún punto inconcreto de su orografía. La natura nos ha aprovisionado de emociones, dispositivos predispuestos a alertarnos de las demandas de nuestro alrededor para responderlas de la manera más optima. Como elementos biológicos, las emociones son subsidiarias de los cambios que se operan en la naturaleza. Cuento todo esto porque desde nuestra condición de seres emocionales las estaciones del año ocupan un lugar céntrico en nuestra agenda sentimental. En mi periplo universitario tuve un profesor que cuando nos proponía analizar la obra de un autor nos aconsejaba investigar antes el clima en el que se desenvolvía la vida de ese autor, y en qué época del año había alumbrado sus creaciones. Este profesor sostenía que los trabajos inmateriales estaban mediados por factores naturales. 

En estos días de primavera los campos se vuelven exultantes y rebosantes de vida, todo reverdece y parece estallar como si la naturaleza quisiera desatarse de las costuras invernales. Hay un harto llamativo parentesco entre esta estación y la alegría, el sentimiento que preside nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. El dicho popular atestigua que la primavera la sangre altera, pero lo que realmente trastoca es el ánimo brindándole fuerza propulsora. El huésped que habita en las palpitaciones de nuestras sienes se siente más dichoso, minimiza el grosor de las dificultades, rechaza muchas de las tribulaciones que en cualquier otra época del año se autoconceden el derecho de admisión. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que se ceñirá sobre nosotros en el estío, y esa luz nos surte de arrestos para encarar los siempre acechantes contratiempos. Somos perceptores de la luz que protagoniza el estacionamiento primaveral en contraposición a la temprana oscuridad con la que el invierno se granjea nuestra antipatía. La luz eleva el ánimo hasta un cénit en el que tropezamos con la ilusión de autoafirmamos plenos soberanos de nuestra agencia. 

En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la dicha de estar vivos. Hay como una reforestación del alma, como sugiere Battiato en la preciosa tonada Despertar en primavera. A nuestro cuerpo le ocurre igual. Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se estira la curva carnosa de los labios. Cuando sonreímos tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nuestra persona sabiéndose bienvenidos. Hace poco le leí a Josep Maria Esquirol que la sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la primavera en sus días de esplendor soleado para que olfateemos su advenimiento. La alegría es proferir un sí a la celebración de la vida, igual que los campos parecen gritar afirmativamente su plenitud al llenarse de colorido y vitalidad. La apacibilidad de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a la tranquilidad que soñamos como reducto en el que pausarnos y abastecernos de sensatez y distanciamiento, a la paz más que suficiente que supone ser aceptados y queridos por las personas que guardan un valor especial para nuestra persona. Ojalá aprendamos de la naturaleza y sepamos armonizar con ella todo lo que hemos creado. Es la única posibilidad de convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien. 


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