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martes, octubre 10, 2023

«Lo que se obtiene con violencia solo se mantiene con violencia»

Obra de Joseph Leé

Hace unos años compartía públicamente la consigna «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Erróneamente creía que las palabras podían pugnar por la defensa de una idea dispensando de daño tanto a quien las pronunciaba como a quien las recibía. La ecuación se asentaba en que quien esgrime palabras se aparta voluntariamente de la utilización de la violencia. Sin embargo, hay palabras horriblemente dañinas que nada más ser emitidas laceran a las personas destinatarias (por eso precisamente se emiten). Esta laceración puede darse en los círculos de parentesco, en los de proximidad, o en la esfera pública donde interseccionan las vidas compartidas. Hay palabras que no solo inducen a la violencia, sino que en sí mismas son violentas. Palabras que cuando se pelean zahieren, desavienen y ajan todo lo que señalan, palabras que más que excusar la futura aparición de la violencia la prologan. Si las palabras se pelean en vez de abrazarse y bailar al compás de la ética, es cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo. Hablando se entiende la gente, apunta el topos coloquial, pero hablando la gente también se enciende, que es una situación contextual inspiradora para pretextar cualquier acción lamentable. Lo contrario de la violencia no es la palabra. Lo contrario de la violencia es la convivencia. Y la convivencia requiere del concurso de muchas palabras, pero sobre todo del afinamiento de los sentimientos buenos, de una ciudadanía cuidadosa con los intereses vitales de todas las personas que comparten ese espacio cívico, y a la vez crítica con los procesos y los entornos que lesionan esos sentimientos y la conformación de planes de vida dignos.

La violencia consiste en sabotear la capacidad autónoma de una persona o un grupo de personas. Se puede compendiar en toda acción encaminada a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo. Su manifestación más brutal se produce a través del uso de la fuerza o de la industrialización de la violencia encarnada en armamento destinado a eliminar seres humanos. Legitimar la violencia es muy sencillo, de hecho, es muy inusual encontrar personas o unidades políticas que no la justifiquen cada vez que la emplean. Legitimar la violencia propia y desacreditar la ajena son las dos caras de una misma moneda. Sin embargo, quien valida una violencia está validando la que probablemente le devolverán bajo la rúbrica de la defensa, la represalia, la humillación, la justicia, etc., etc. La humanidad dispone de una biografía lo suficientemente copiosa para encontrar en ella millares de pruebas que refrendan que los seres humanos tendemos a comportarnos así. Y que cuando se instaura la violencia lo primero que se asesina es el razonamiento civilizatorio.

Desde la confortabilidad de la lejanía resulta descorazonador contemplar cómo se desencadena cualquier guerra cuando se sabe anticipadamente que toda la racionalidad científica al servicio de la destrucción y la muerte no va a solucionar el conflicto que la origina. Nadie resuelve una fricción empleando violencia, en todo caso termina la fricción sin resolverla. Mahatma Gandhi apuntó que lo que se obtiene con violencia solo se puede mantener en el tiempo con violencia, y se puede agregar que ese mantenimiento será a su vez contestado con algún estallido de violencia, que a su vez será reprimido con una cantidad de violencia mayor que la vez anterior, que legitimará más violencia reactiva, así en un virulento círculo de letalidad que a la vez que se extiende contrae cualquier vestigio de empatía y cordura. He aquí una cadena esquismogenética, un bucle del horror, la cancelación de cualquier posibilidad de convivencia. La solución de las fricciones humanas, que siempre florecen en el interior narrativo de nuestros cerebros, es monopolio exclusivo de la palabra educada. Recuerdo que en las charlas que pronuncié con motivo de la publicación del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre fuerza solía afirmar que sabía perfectamente en qué lugar del mundo estallarían las futuras guerras. Era un enunciado provocador para desperezar la curiosidad: «Las futuras guerras se desencadenarán allí donde el conflicto ha terminado, pero no se ha solucionado». Y añadía: «Los conflictos solo se solucionan cuando comparece la palabra dialogada que escucha y atiende los intereses de las partes implicadas».

 

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martes, enero 24, 2023

Ser crítico no significa ser maleducado

Obra de Robin Eley

Hace unos años solía vindicar «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un signo civilizatorio que las personas  desestimen el uso de la fuerza y se acojan a la jurisdicción de las palabras para tratar de arreglar sus desavenencias. Cuando soltaba esta frase en cursos, talleres o conferencias veía que la gente asentía con la cabeza mostrando su conformidad. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Cualquiera dispone de bagaje vital suficiente para admitir que cuando las palabras se pelean es cuestión de un breve lapso que las personas que las pronuncian se acaben peleando también o, si no se pelean, lastimen la relación o directamente la cancelen. Hay palabras tan violentas como la propia violencia física. Lo contrario de la violencia no es la palabra, como se nos repite con gastada frecuencia, lo contrario de la violencia es la convivencia. Si alguien nos suelta una precipitada retahíla de palabras hirientes, palabras que quebrantan nuestro autoconcepto y nuestra dignidad, el corazón humano está programado para bombear irascibilidad, para que los sentimientos de apertura al otro se replieguen y dejen apresurado paso a los de clausura y su enorme atracción por el desenvolvimiento animoso y combativo en aras de restituir el equilibrio perdido. Una palabra inapropiadamente beligerante puede ser motivo más que suficiente para que dos personas se acaben haciendo mucho daño. Por culpa de  una palabra fuera de lugar se puede matar a un ser humano, pero también por culpa de una palabra oprobiosa se puede declarar una guerra en la que acaben muriendo miles de personas. Todo este marasmo reflexivo irrumpe en mi cabeza al encontrarme la siguiente reflexión en el precioso libro, un regalo de reyes, Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides. El escritor griego afincado en Suecia pone en boca de su madre la siguiente luminosa sentencia: «Las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».

Se le atribuye a Voltaire la aseveración «no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo». Que uno tenga derecho a opinar no significa que pueda tomarse la licencia de elegir palabras animosas o lesivas cuando opte por emitir su opinión. La libertad de expresión que enarbola la sentencia de Voltaire vincula con el derecho a ser críticos, con tolerar el cuestionamiento de los discursos hegemónicos para no caer ni en el dogmatismo ni en la momificación de las ideas, pero no con el uso de la humillación, el desprecio, la vejación, la ridiculización, la palabra que destila deliberada hiel, la palabra con vocación de provocar gratuito dolor. No se trata de limitar la libertad de expresión, se trata de que bajo la prerrogativa de ese derecho no nos volvamos groseros, zafios o crueles. Theodor Kallifatides nos dice unas páginas más adelante que «una cultura no puede ser juzgada solo por las libertades que se toma, también se juzga por las que no se toma».  A las personas les ocurre lo mismo. No solo se nos puede juzgar por las palabras que decimos, también por aquello que podemos decir pero que omitimos por considerarlo irrespetuoso. Quienquiera es libre de ser maleducado, pero habla muy mal de una persona que pudiendo ser educada no lo sea. El sociólogo Erving Goffman llamaba deferencia negativa justo al comportamiento contrario, al de quienes pudiendo emplear palabras graves y duras para reprobar conductas deplorables, sin embargo optaban por palabras atentas y fraternales. Ser deferente en su dimensión negativa es tener motivos para zaherir con palabras terroríficas y no hacerlo, porque ninguna reprobación está por encima del respeto que toda persona merece por el hecho de ser una persona.

Las cosas se pueden decir de muchas maneras, pero aquella por la que finalmente nos decantemos será la que nos ornamente por fuera y nos instituya por dentro. A veces nos camuflamos en las palabras, pero a veces son las propias palabras las que nos desenmascaran y muestran con descarnada transparencia quiénes estamos siendo en el momento en que las hacemos fonación. Un insulto o una imprecación es inmundicia verbal que ensucia a quien la pone en su boca, no al que la recibe en sus tímpanos. Se puede caer muy bajo pronunciado una palabra, pero también se puede ser muy elegante eligiendo una formulación de palabras que afirmen lo mismo sin necesidad de ensuciar ni encanallar la interacción. Cualquier persona tiene libertad para sentir y usar palabras que pueden hacer mucho daño, y,  precisamente porque cualquiera tiene esa libertad de sentirlas y elegirlas, la persona bien educada no las utiliza, porque sabe muy bien que «las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».  Disponemos de excedente de capital empírico para anticipar que si elegimos palabras con significados lacerantes estropearemos indefectiblemente la convivencia sin la cual la vida humana no puede ser humana. ¿Cuál es el limite que le debemos poner a las palabras? Theodor Kallifatides lo tiene muy claro: el Otro. Y unas líneas más abajo apostilla: «Naturalmente puedes ignorarlo, pero eso tiene consecuencias. Una de las más comunes es la hostilidad, el odio y, en algún momento, incluso la guerra». 

 

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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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