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jueves, mayo 12, 2016

Si quieres la paz, enseña la paz


Obra de Jorge Rubert
La paz puede definirse como el cese de un conflicto, el fin de una guerra, o la ausencia de dilemas desgarradores en el alma de un sujeto. El diccionario de la RAE la define en su primera acepción como una «situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». La segunda acepción nos recuerda que la paz es una «relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni confictos». Y la tercera la vincula con un «acuerdo alcanzado entre las naciones por el que se pone fin a una guerra». En su ensayo El problema de la guerra y las vías de la paz, el filósofo político Noberto Bobbio resalta que la paz se define siempre orbitando en torno a la guerra, idea que como acabamos de ver refrenda el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, esto no ocurre en la dirección contraria. La guerra no necesita indefectiblemente apelar a su antagonismo para que podamos desentrañar en qué consiste. Todos conocemos el célebre adagio en el que se nos aconseja que si quieres la paz, prepara la guerra. Se puede afirmar también que si quieres definir la paz tendrás que citar inexorablemente la guerra. Esta relación asimétrica que vive la definición de la paz con respecto a la de la guerra testimonia que la confrontación bélica es un hecho acreedor de mucha más centralidad en nuestro argumentario. Es triste, pero alberga más preeminencia a la hora de evaluarnos como especie.

Hace unas semanas le leí a un antropólogo que no existe constatación de guerras tremebundas en los periodos anteriores al neolítico. Pudieron existir conflictos puntuales en el paleolítico y en el mesolítico, pero no matanzas multitudinarias. Nuestros ancestros trashumantes no padecían excesivos contratiempos para sobrevivir, la dadivosa naturaleza les regalaba abundante alimento y por tanto amortiguaba sobremanera el riesgo de que otros desearan arrebatárselo. Más allá de esa subsistencia fácilmente garantizada, no había motivos para forcejeos mortales. La guerra y la agresión, tal y como el estándar las reconoce hoy, brotaron con el descubrimiento de la agricultura y la ganadería. Este nuevo decorado trajo conexada la necesaria organización de unos asentamientos inéditos para el ser humano en su anterior condición de nómada cazador/recolector. Inopinadamente hubo que articular el tiempo y las tareas, imponer normas colectivas, diseñar el reparto vinculante de recursos, distribuir propiedades, repartir responsabilidades. Surgieron las jerarquías verticales, los liderazgos, el despotismo, las órdenes, las sanciones, los castigos, las disidencias, la fricción, la subyugación, el servilismo, el hostigamiento, la depredación, la feudalización de los espacios, el poder en su sentido más abyecto. Bienvenidos al mundo del conflicto social. Bienvenidos al nacimiento del ego que necesita reafirmarse sojuzgando a otros egos. Cualquiera que haya leído la didáctica novela El señor de las moscas se hará una rápida idea de qué problemas afloran cuando a dos o más egos les da por competir.

El despliegue de la fuerza física siempre persigue fines muy similares, ya sea por parte de un estado o de un individuo: satisfacer intereses, posesión de bienes, afán de dominio, contestación de una ofensa, demostración de jerarquía, obtención de obediencia, imposición de un valor incompatible con otro valor, castigar la violación de una norma. Hace ya unos años se publicó un pequeño libro del historiador Ernst Gombrich que compendiaba la historia de la humanidad en pocas páginas. Se titulaba Breve historia del mundo, y estaba redactado en un lenguaje llano que te cogía de la mano y no te soltaba. Era fantástico porque su brevedad permitía contemplar con una mirada sinóptica y cronológica cómo hemos ido desplegándonos como civilización. La conclusión de cualquier lector debió de ser tan desoladora como la mía. La historia de la humanidad es la historia de una matanza, el mundo es un lugar ensangrentado, es imposible hacer balance sin contar millones de cadáveres poblando las tierras y las cunetas. Nos pasamos la vida matándonos. La civilización humana es una guerra continua solo interrumpida por armisticios, moratorias y paréntesis. Cualquier orden nuevo que ha mejorado al anterior ha emanado tras espantosos episodios de violencia. Para no sentirnos ni miserables ni decepcionados hablamos de guerras justas, o de violencia lícita (todo el que la emplea lo hace aludiendo a su licitud), y hasta se han inventado convenciones para protocolizar cómo comportarnos cuando se declara abierta la veda para matarnos unos a otros. Además los libros de historia no ayudan a que sintamos con exactitud en qué consisten estas carnicerías de sanguinolenta crudeza.  Se suelen enredar en análisis geopolíticos tan macroscópicos como asépticos que solapan burdamente la brutalidad y el daño que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Recuerdo una viñeta de El Roto expresada con toda su abrasiva lucidez: «Los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada».

La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia  a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario.  El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto,  sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.



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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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martes, noviembre 29, 2022

«El diálogo se torna imposible sin la dimensión del otro»

Obra de Jurij Frei

La filósofa brasileña Marcia Tiburi sostiene que «la violencia aparece cuando el diálogo no entra en escena».  Es una definición próxima a la que despliega Michel Onfray en su Antimanual de Filosofía: «la violencia es la incapacidad de liquidar una querella por medio del lenguaje». Aceptando estas definiciones es fácil adherirse a lo que argumenta el profesor Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: «lo contrario de la palabra no es el silencio, es la violencia». Sin embargo, si uno demora su análisis y atiende a las posibilidades de la palabra es fácil mostrar desacuerdo con esta afirmación. Lo contrario de la violencia no es la palabra, es la convivencia. Hay palabras muy agresivas que pueden hacer mucho daño a una persona simplemente con su pronunciación. Hace años defendía, y así aparece escrito en artículos y en algún ensayo, que «se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un axioma que neglige el poder destructor del verbo. Es más que probable que si la palabra verbalizada es una palabra agresiva, sea una mera cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo, o certificando el deceso de la relación. Solo la palabra educada, considerada, respetuosa con la dignidad de la persona que la recibe es una palabra que elimina la violencia en aras de abrir un espacio compartido pacíficamente. Esa palabra es la palabra hecha diálogo.

Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce. Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es vida compartida precisamente con ese otro. Si queremos seguir viviendo agregados, no nos queda más remedio que entendernos y limar las posibles fricciones connaturales a la convivencia. Solo el diálogo posee el monopolio de atenuar el disenso y ampliar el entendimiento mutuo. El diálogo festeja la convergencia, la búsqueda interactiva de voces dispares buscando una razón común. En la redacción de unos manuales para un curso universitario tuve que definir qué es violencia, y lo hice como contraposición a esta experiencia privativa del diálogo. «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». La persona violenta detenta poder, pero se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene. El genuino poder es el que puede mutar la voluntad  prójima y lo hace desgranando argumentos tan sólidos y bien configurados que la persona interpelada se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.

Me viene ahora  a la memoria una amiga que se quejaba de que siempre que hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día no se contuvo y me soltó enconada: «¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza y no pude por menos de exclamar: «¡Creo que tendrías que volver a leerlo, o tendría que reescribirlo para explicarme mejor!». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, tampoco convencidos. En el paraninfo de la misma universidad en la que estudié Filosofía Miguel de Unamuno hizo célebre la exclamación «venceréis, pero no convenceréis», que sin embargo considero imprecisa, porque nadie puede convencer a nadie. Cuando en alguna ocasión mi interlocutor me ha dicho que lo he convencido, he negado con la cabeza: «No, no es así. Utilizando alguno de mis argumentos, te has convencido tú solo». Convencerse es un ejercicio exclusivamente personal. Sólo la bondad discursiva está en disposición de que ocurra esta metamorfosis emancipadora en la subjetividad que estamos siendo a cada instante. Concilia el cuidado de escuchar con el deseo de entender. Con ella, el diálogo es posible. Sin ella, la violencia extiende las probabilidades de entrar en escena.

 

(*) Mañana miércoles 30 de noviembre pronunciaré virtualmente la conferencia  La bondad discursiva. Forma parte de la celebración del primer y sexto aniversario de los dos Centros de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias en materia familiar del Poder Judical del Estado de Sinaloa (México). Será a las 11: 00 (hora en México) y las 19:00 (hora en España). Toda la información en el apartado Conferencias.


 
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