martes, febrero 17, 2015

La conducta egoísta

Paseo, de Didier Lourenço
Es habitual motejar de egoísta a la persona que piensa excesivamente en sí misma. Pensar en uno mismo sin caer en el abuso es una tarea sana que no tiene nada que ver con el egoísmo. Correlaciona con el conocimiento, con la curiosidad de adivinar quién habita en las palpitaciones de las sienes, quiénes forman esa mitad más uno que hace que adoptemos una decisión y descartemos el resto de las barajadas. A mí me gusta matizar que la conducta egoísta no es aquella en la que uno se dedica a pensar en sí mismo, sino más bien aquella en la que uno desea alcanzar una autogratificación aunque perjudique a los demás. Sería todo curso de acción destinado a coronar un interés personal que simultáneamente desbarata el bienestar común. El egoísta no es por tanto el afanado en responder a las solicitudes de su ego, sino sobre todo es aquel que, al no pensar en los demás, sacrifica el interés de todos en aras de colmar el suyo privado. El utilitarismo de Stuart Mill postula dar la mayor cantidad de felicidad posible a la mayor cantidad posible de personas, y la conducta egoísta subvierte este enunciado buscando la mayor cantidad de felicidad privada aun a costa de provocar gran cantidad de daño en una gran cantidad de congéneres. 

El egoísmo es una pulsión (algunos autores hablan del gen egoísta) y, como toda pulsión, entroniza el instinto y destrona el pensamiento. Sin embargo, cuando incluimos a los demás en nuestras deliberaciones (la ética no es otra cosa que esta incursión), cuando «pensamos» en los otros, cuando deliberamos no en lo mejor para nosotros sino en lo más conveniente para todos, la inteligencia no tiene más remedio que comparecer. Desde la miopía instintiva es imposible ver los lazos que nos convierten en existencias vinculadas. La racionalidad nos humaniza al permitirnos contemplar a los demás con intereses similares a los nuestros que necesitamos ayudar a satisfacer igual que ellos nos ayudan a satisfacer los nuestros para ampliar posibilidades y atajar incertidumbres. En el ensayo Filosofía para desencantados (Atalanta, 2014) de Leonardo Da Jandra me topo con el siguiente esclarecedor párrafo: «Todos los actos egoístas reflejan una burda imposición de la animalidad sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante la que pide y exige sin querer dar nada a cambio. Para los que creemos que los ideales de la razón (bien común, justicia, paz) suponen una mayor evolución que los reclamos orales y genitales, el paso del egocentrismo al sociocentrismo es una muestra sublimadora de inteligencia y generosidad. La primera -concedámoslo- es una muestra inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable sin el soplo hermanante del espíritu». Para tomar conciencia del otro como una equivalencia que solicita para sí mismo un valor parejo al que solicitamos para nosotros no nos queda más remedio que acudir a la racionalidad. Es decir, cavilar, discernir, razonar, inferir, pensar. Y actuar en consecuencia.



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miércoles, febrero 11, 2015

La hoguera del capital



Con una prosa de alto octanaje retórico y epatante belleza, una escritura que se pasea por lo poético y lo analítico, Vicente Verdú propone en La hoguera del capital (Temas de Hoy) una excursión serpenteante que recorre todos los posibles elementos  que han concurrido para abocarnos a esta situación de peliaguda crisis económica, política y social, el análisis pormenorizado de un tiempo que fenece y que nos entrega a otro que poco a poco empezamos a desprecintar. Lo hace a modo de mosaico, callejeando por realidades heterogéneas tupidamente interconectadas que dotan de contenido la eventualidad de vivir. Las causas multifacéticas de la gran crisis (hipotecas subprime, entidades bancarias quebradas, delincuencia financiera, estados extorsionados por la especulación depredadora, eliminación de bancos centrales, desorientación vital en la escala de las cosas importantes, etc. ), Verdú las relee y las escudriña como la lujuria del crédito, la patología de la abundancia, el universo del delirio, la descomposición de la política, la aceleración hipertrofiada destinada a conquistar el beneficio crematístico e incrementarlo mágica e insosteniblemente en cada ejercicio, la necrosis de la Unión Europea. Las soluciones para salvar al paciente de una enfermedad tan inclemente y poco nítida no han servido para nada, como ya insistía en su obra anterior El capitalismo funeral: «No saber con certeza lo que pasa, no poder explicarnos cómo el sistema ha engullido tal cantidad monetaria sin ganar o mejorar su debilidad, denota que su raquitismo no halla salvación en la medicina convencional».

A pesar de la imposibilidad de vaticinar nada («el máximo seguro es la seguridad de lo incierto», certeza que explica por qué los economistas han errado en el pasado inmediato y yerran una y otra vez en sus hechiceras predicciones), el autor intuye nuevos escenarios en los que la emoción y la vinculación social serán los protagonistas de la vida de las personas. La tecnología, sobre todo la destinada a afinar la comunicación, y las redes sociales  transparentan el deseo innato de la conectividad, la inercia genética a relacionarnos con los demás, a ser y estar con otros seres, a la interacción con el otro como manera de ser felices y extender posibilidades. Se auguran nuevos y humanizados horizontes donde el dinero en su vieja acepción tendrá una mera presencia subsidiaria. El conocimiento, los goces estéticos, las relaciones personales («la degustación del otro»), las compensaciones afectivas, un progreso de contenido humano (hay que decantarse entre «el crecimiento de las rentas o la rentabilidad de la vida»), ocuparán lugares de privilegio en la jerarquía ética de las personas del nuevo tiempo poscrisis. El ensayo es una loa a la cooperación, a recordar que la humanidad sólo ha prosperado cuando ha aunado fuerzas para la construcción de espacios colectivos. La solución no es una revolución. Es una colaboración. «No es el fin de la Historia, sino el principio de Otra Historia. Una historia inédita que mediante la metamorfosis llevará a un porvenir más saludable y empático, mas cariñoso, complejo y vecinal».