lunes, julio 13, 2015

¿Para qué sirve la literatura?



Recuerdo que en una entrevista relacionada con el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, me preguntaron qué cambiaría del actual sistema educativo. Tragué saliva y respondí con temeraria honestidad: «no lo sé, no soy la persona adecuada para responder a algo así». De repente, la entrevistadora me regaló un silencio áspero e incómodo, como reprochándome una contestación tan prosaica en alguien que llevaba varios años reflexionando sobre temas educativos, así que agregué con la misma temeridad que en mi anterior respuesta: «Creo que existe una tecnificación excesiva. Aprendemos medios y técnicas, pero nos olvidamos de los fines, de preguntarnos para qué hacemos lo que hacemos. Y no me refiero sólo al sistema educativo». La entrevista continuó y la rematé con un final atrevido, máxime después de sincerarme afirmando que no tenía ni idea de la mayoría de las cosas que me preguntaban: «Debemos exigirnos a aprender a tratar a los demás con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros». Al salir del estudio me acordé de la definición de consideración del sociólogo Erving Goffman: «la consideración es tratar al otro con el respeto y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma». 

Leyendo este fin de semana ¿Para qué sirve la literatura? del catedrático de literatura francesa Antoine Compagnon (Acantilado, 2008), advierto que sus respuestas están decididamente encaminadas a lograr este propósito tan noble. La pertinencia de la literatura en nuestras vidas estriba en que la lectura de relatos de vidas ajenas favorece ir al encuentro del otro, dirige las emociones y la empatía, «recorre regiones de la experiencia que los otros discursos desdeñan, pero que la ficción reconoce en los menores detalles». En la república de las letras se explican la conducta y las motivaciones humanas, se transmite casi epidérmicamente la experiencia de los otros, se favorece la comprensión y se esclarece la vida, pero también se permite la inclusión de la duda y la interrogación, el cuestionamiento de lo establecido y lo convencional. «La literatura nos enseña las complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales los discursos del conocimiento se pierden». En las ficciones uno no lee la vida de los demás, se lee así mismo a través de esas vidas, y leerse de ese modo es comprender, contrastar, discernir, escoger, vivenciar, aprender, dudar, advertir la diversidad y la pluralidad de cosmovisiones, aceptar la complejidad, asumir que la indeterminación y la aleatoriedad se erigen en coautores legítimos de la biografía de cualquiera de nosotros.

La literatura y cualquier forma narrativa en la que aparece el otro nos instan a empatizar con él, sentir que estamos ante un congénere, ante alguien que perfectamente podríamos ser nosotros. Se propala con abusiva retórica mercantilista que la literatura (y por extensión las Humanidades –arte, cine, teatro, música-) es una inversión carente de réditos, que posee valor de uso (placer lúdico, entretenimiento, ocio, pasatiempo), pero adolece de falta de valor de cambio. Dicho de un modo franco: no sirve para nada más allá de pasar un buen rato, si es que te gusta leer. La literatura no instruye para el mercado, no te acopia de técnicas y destrezas para desempeñar un oficio, no amplifica la empleabilidad, no estimula la obtención de renta (en muy feliz definición de la filósofa Martha Nussbaum acuñada en su ensayo Sin fines de lucro). Todo esto es cierto. Pero las Humanidades en general y la literatura en particular te ayudan a preguntarte para qué, que es con diferencia la pregunta más importante que puede hacerse cualquiera de nosotros en cualquier sitio y en cualquier momento. Si abdicamos de hacernos esta pregunta de vez en cuando, no tengo la menor duda de que en la urdimbre social se entronizará todo lo que nos deshumaniza. Me refiero a más todavía.



Artículos relacionados:
Leer es dejar de ser borrosos.
Breve elogio de las Humanidades.
Lo más útil es lo inútil. 



viernes, julio 10, 2015

Creer en la educación



Muy ilustrativo este ensayo de Victoria Camps. La profesora de Filosofía Moral y Política defiende la denostada idea de desigualdad bien entendida en el campo de la educación. El profesor y el alumno, el padre y el hijo, no son iguales y no poseen la misma autoridad. Somos desiguales porque nos regimos por el mérito, la excelencia, la preparación, el estudio, el estatus labrado con el paso del tiempo. Somos iguales en derechos, pero la desigualdad entendida como que no todos los actores merecen la misma autoridad es una idea que convive perfectamente con los códigos democráticos. Este derribo o laxitud de la autoridad ha provocado una especie de peligrosa articulación que iguala a profesores y alumnos, a padre e hijos. Ni en el colegio ni en la familia tiene que haber criterios asamblearios en los que los alumnos y los profesores, los padres y los hijos, negocien en pie de igualdad. No es discriminación. Es desmontar una democratización absurda e incendiaria. Esta pérdida de autoridad junto con el ideario que promulga la ley de mercado en su frenético afán de consumir para producir y producir para consumir (o para pedir créditos y endeudarnos y mantener incólume la economía especulativa), han abierto la puerta a todo lo demás: pérdida del prestigio profesoral, evaporación del respeto, deslegitimidad del esfuerzo, fascismo del deseo inmediato (como lo bautiza maravillosamente Rafael Argullol), disolución de las fronteras que separan lo admirable de lo mediocre, apología del consumo y devaluación del pensamiento, bulimia por tener y dejación u olvido de ser, desorientación de qué es la felicidad. La educación pertenece a toda la tribu, escribió Marina, y Victoria Camps refrenda esta idea aunque reconoce que la realidad conspira contra ella. La educación va a la contra, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas: «La dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». Mientras la cotización social de una persona se tase por las necesidades creadas que es capaz de sufragarse y no por las necesidades creadas de las que es capaz de prescindir, la educación podrá ganar alguna batalla, pero seguirá perdiendo la guerra, me permito añadir yo. Perdón por la intrusión.