jueves, septiembre 17, 2015

Sin imaginación no hay compasión


Obra de Alex Katz
La compasión es el sentimiento que emerge cuando hacemos nuestro el dolor del otro.  Es un sentimiento muy loable que nos hace compartir nuestra condición de seres humanos, nuestra filiación con la fragilidad y la menesterosidad, apreciar el yo como el único territorio del que disponemos para vivir, pero que siempre es susceptible de ser herido. El dolor (en todas sus ramificaciones) nos vuelve comprensiblemente egocéntricos, monopoliza nuestros relatos, entumece nuestra capacidad de elección. Si ese dolor es especialmente invasivo y déspota, quien se siente sojuzgado por él borra todo lo demás de su espacio tanto visual como cognitivo. En el lenguaje llano existe una expresión muy elocuente para cuando uno quiere medir con cierta exactitud el gigantesco tamaño del dolor que le tiraniza: «No te puedes ni imaginar el dolor que siento», o «no te puedes ni imaginar el daño que me han hecho», o «no te puedes ni imaginar lo mal que lo estoy pasando». Son expresiones pronunciadas casi siempre con abrasiva sinceridad que sin embargo son inciertas. Si queremos hacer nuestro el dolor del otro, si queremos compadecernos, si queremos ver y sentir con la mirada y la sensibilidad del otro, la única herramienta que tenemos a nuestro alcance es la imaginación.

La piedad necesita de la ficción para ubicarnos en el dolor de nuestro igual. Creamos una ficción que nos ayude a aproximarnos a sentir lo que siente el afligido, a que su dolor nos duela, pero simultáneamente ayudamos a convertirlo en bálsamo, a que el dolor repartido sea menos lacerante (y si el dolor es de índole social aparece la idea de justicia). Frecuentemente nos compadecemos de aquellas desgracias que pueden ocurrirnos algún día a nosotros, y esta inclinación delata que la compasión limita hasta confundirse con la autocompasión. Existe un presentimiento de similitud, la previsión de que ese dolor nos puede invadir a nosotros, y precisamente hacer nuestro el dolor del otro es aceptar y corroborar que somos «semejantes». No es casual que este término como sustantivo sustituya en muchas expresiones a la de «seres humanos». Quizá por eso empleamos la expresión «no te lo imaginas» cuando queremos enfatizar la insondable profundidad de nuestro dolor. Ese dolor es tan voluminoso y tan hondo que incluso aunque seamos semejantes no poseemos la capacidad de imaginarlo. «No te lo imaginas», nos pueden decir a cualquiera de nosotros. Aunque precisamente imaginarlo como semejantes que somos es lo más inmediato que podemos hacer.



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martes, septiembre 15, 2015

Apología de la zona de confort


Resulta curioso que, aunque la zona de confort tal y como se estila en las definiciones más estandarizadas podría ser el ecosistema levantado con nuestros recursos para resolver problemas que afectan a nuestras necesidades básicas tanto afectivas como materiales, rara vez alguien se refiere a ella en términos laudatorios. Casi siempre se cita estereotipadamente como un lugar del que salir, un infierno en el que se carbonizarán nuestras motivaciones subjetivas y nos volveremos el increíble hombre apergaminado. Hablamos de la zona de confort para referirnos sin matices a actitudes de conformismo, situaciones confortables que nos impiden desarrollarnos, a escenarios de satisfacción autocomplaciente, o de aversión a la mutabilidad del entorno. En la retórica del management se utiliza este término maximizándolo todo, de un modo tristemente maniqueo. Hace poco leí la falaz hipérbole de que «todo lo que quieres está fuera de tu zona de confort», o que es lejos de ella «donde ocurre la magia», o el sofisma «la vida empieza donde acaba tu zona de confort». Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un capitalismo que precisa recursos humanos flexibles y desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de insumisión al capital. De ahí su estigma.

Si nos atenemos a las definiciones más canónicas, la zona de confort vincula con uno de los tres grandes deseos del ser humano inscritos en su dotación genética: el deseo de bienestar. Las personas anhelamos construir espacios de equilibrio en el que esté garantizado el bienestar emocional y el bienestar material. Empleamos muchos recursos y mucha energía a lo largo de nuestra biografía en neutralizar en la medida de lo posible todo aquello que pueda amenazar ese equilibrio conquistado. Nuestro cerebro se pasa la vida peleando por ello, muchas veces sin que nosotros seamos conscientes. Lo he escrito aquí muchas veces. Al cerebro no le interesa lo más mínimo realizar una operación matemática de manera brillante, o escribir un texto que no ensucie los ojos del lector, le interesa sobrevivir, y luego vivir, que es sobrevivir sin un número abusivo de contratiempos (lo que no obsta para que seamos muy conscientes de que lo inesperado acaece cuando menos te lo esperas y que lo más cierto es lo incierto). El mundo líquido, la provisionalidad, la volubilidad, la precariedad, la pobreza, la competición, son todos enemigos de la zona de confort. Si vivir con tranquilidad podría ser un aceptado sinónimo de zona de confort, es fácil inferir que son muchos los deportados de la cada vez más despoblada zona.

Nuestro cerebro siente animadversión ante la impredicibilidad, lo que hace incomprensible que estigmaticemos a los que busquen aquilatar sus contextos de certezas e inhibirlos de riesgos. Los críticos de la zona de confort afirman que en esa zona nos atortugamos, pero no es cierto que las personas tendamos a la inacción una vez satisfechas las cuestiones vinculadas a la seguridad personal. El segundo gran deseo del ser humano es el incremento de posibilidades, la prosperidad y el desarrollo de aquello que posee relevancia en nuestras vidas (y que muchas más veces de las que divulgan los altavoces mediáticos está fuera del perímetro del mercado). Este segundo gran deseo vincula con el empoderamiento, la capacidad de que lo posible se haga real. Aquí surge una de las muchas contradicciones que albergamos los seres humanos. Suspiramos por un mundo de certezas, pero sentimos el impulso de curiosear qué hay más allá de lo que conocemos, poner a prueba nuestras capacidades, desarrollarnos, extrapolar nuestra experiencia a escenarios y personas nuevas, inventar, innovar, crear, interaccionar, movernos, hacer cosas. Buscamos el prestigio, el reconocimiento, la admiración, la identidad social, o el mero cariño, pero también sentirnos bien con nosotros mismos, percibir nuestra eficacia, desafiarnos, disfrutar, desarrollar nuestra intimidad, expandir nuestra vinculación afectiva, fortalecer los nexos con el otro, degustarnos, ayudarnos, abrillantar el mundo, hacer aquello que nos haga sentirnos orgullosos sin necesidad de que alguien nos retribuya por ello. La incertidumbre nos espanta. La certidumbre sin novedades nos horroriza. Anhelamos la zona de confort, pero no para no salir de ella, como promocionan los gurús de la literatura de la autoayuda, sino como el garante de unos mínimos para la búsqueda de máximos.

 


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jueves, septiembre 10, 2015

El ser humano ¿es bueno o es malo?



Pintura de Didier Lourenço
Hace unos días me preguntaron si el ser humano es bueno o malo. Se trata de una evidente pregunta maniquea, y cuando alguien formula un interrogante maniqueo existen muchas posibilidades de que la respuesta también lo sea, salvo que uno incursione con un machete dialéctico en la frondosa maleza de los matices. Ante mi inicial silencio, mi interlocutor añadió: «Dicho de otro modo, ¿eres de Rousseau o de Hobbes?». Rousseau defendía que el hombre es bueno por naturaleza, pero que al vivir en sociedad se corrompe porque entran en juego deseos pulsionales como la dominación, la propiedad, el reconocimiento, la cotización, la comparación, el dichoso e insaciable ego. Hobbes cobijaba una visión negruzca del ser humano que resumió en el celebérrimo aforismo «el hombre es un lobo para el hombre». Estaba convencido de que el ser humano sólo se reconduce con el miedo y la disuasión del castigo. La pregunta inicial y la disyuntiva entre el autor de El contrato social y el de Leviatán son tramposas porque inducen a decantarse por una opción o su antagónica, cuando en realidad no hay opciones. 

Los seres humanos no somos ni buenos ni malos, existen conductas execrables y existen conductas admirables, y la mayoría de las veces unas y otras aparecen abigarradamente entremezcladas en los cursos de acción protagonizados por el sujeto que somos. Hace muchos años me aprendí una hilarante tautología del humorista José Luis Coll relacionada con estas cuestiones tan capitales. Coll afirmaba que «el hombre es como es, y bastante desgraciada tiene con ser así». Es cierto que tenemos bastante mala suerte en ser como somos, pero falsearíamos las cosas si escamoteáramos que también tenemos una suerte fantástica en ser como somos. Recuerdo que en una entrevista que realicé a Jesús Ferrero con motivo de la publicación de su maravilloso ensayo Las experiencias del deseo (Premio Anagrama), le pregunté algo parecido, si en nosotros prevalecía más la dimensión cooperativa o la competitiva. Su respuesta fue muy elocuente: «Somos ambas cosas a la vez, y si negamos una parte en favor de la otra estaremos negando la esencia de nuestra naturaleza».    

En mis cursos y en mis charlas yo suelo citar la figura del renacentista Pico de la Mirándola y su Elogio de la dignidad. Allí postulaba que el ser humano es el único animal con la suerte proteica de erigirse en el arquitecto de su propia vida. Podemos ser ángeles o demonios porque tenemos capacidad para emanciparnos de nuestro sino biológico y elegir libremente nuestra conducta. Blaise Pascal afirmaba con mucho criterio que una hormiga o una abeja de hoy hace invariablemente lo mismo que una hormiga o una abeja de hace tres mil años. Pero los seres humanos, a pesar de que soportamos determinismos genéticos, sociales y económicos, podemos elegir, escoger, discernir, valorar, optar. Poseemos inteligencia volitiva, identidad movediza, recursos para interpretar y transformar el entorno y a nosotros mismos en una biografía de geometría variable. Somos los únicos privilegiados que podemos hacerlo a través de la educación, el conocimiento, la cultura, el arte, la pedagogía de las interacciones. Nuestra versatilidad es decididamente enorme para lo bueno (que podríamos definir como tratar el otro con la misma consideración que solicitamos para nosotros) y para lo malo (convertir al otro en un medio para colmar nuestros intereses). Nuestra volubilidad nos hace capaces de lo peor y de lo mejor.

Podemos dar la vida por salvar a alguien a quien  no conocemos de nada y podemos asesinar legalmente a miles de congéneres industrializando la violencia y empleándola con gélido y exterminador pragmatismo. Sabemos bien que deprimir determinados factores del medio ambiente social favorece la emergencia del lado depredador que llevamos en nuestra dotación genética, pero también que estimular ciertos contextos saca lo más loable inscrito en nuestra naturaleza. Nos podemos encanallar pero también nos podemos mejorar. La mayor proeza de la inteligencia para sacarnos de la selva fue la de convertir los fines de los demás en nuestros propios fines, y viceversa, una contorsión sublime y maravillosa alcanzada gracias al afecto en las distancias cortas y a la dimensión ética en las distancias largas. A todos nos compete decidir con nuestro comportamiento y nuestras decisiones qué preferimos promocionar. Existe una anécdota que relata un enfrentamiento encarnizado entre un lobo feroz y egoísta y un lobo amable y justo. A nosotros nos atañe a cuál de los dos debemos alimentar sabiendo que el mejor alimentado ganará la pelea.



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