martes, octubre 13, 2015

«Te lo dije», el oráculo de los profetas del pasado





Composición de Hossein Zare
Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía que lo había advertido, que es muy distinto. 

Los suministradores de predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del pasado. Dicho queda.



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jueves, octubre 08, 2015

¿Y si nuestras certezas no son ciertas?



Pintura de Alex Katz
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario  gracias a la perezosa participación del intelecto. Una trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante».  A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».

El anclaje cobra un protagonismo central en nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema 1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.



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