martes, octubre 20, 2015

Sentir para saber, saber para sentir


Pintura de Keiyno White
Recuerdo una objeción a un artículo en el que escribí que los sentimientos son el cálculo informativo del grado de incursión de nuestros deseos en la realidad. Un lector dejó un comentario en el que se quejaba de por qué hay que complicarlo todo tanto, que dejemos que el corazón se manifieste por sí mismo, que hay que pensar menos y sentir más. Esta aparentemente inocua objeción transparenta el enorme batiburrillo conceptual y semántico que existe en torno a las emociones y los sentimientos. La mayoría de las veces los utilizamos como sinónimos, cuando no lo son. En conversaciones coloquiales se esgrimen gigantescas sinonimias en las que la palabra emoción significa cosas muy distintas, o diferentes palabras (emoción, afectividad, sentimientos, pasión, inteligencia emocional) acaparan un significado análogo. Este es uno de los motivos por el que muchas de estas conversaciones desembocan en la más absoluta ininteligibilidad. Pero este tremendo extravío no sólo se produce en el lenguaje llano y en las charlas espontáneas. Yo he leído a reputados investigadores hablar de los sentimientos embalsamándolos bajo el concepto de emociones, y a la inversa, referirse a emociones señalándolas como sentimientos. Un auténtico galimatías. 

Una de las definiciones más diáfanas con la que me he topado en los últimos quince años se la leí a Antonio Damasio en su segundo ensayo En busca de Spinoza, el punto de partida para su inmediato El error de Descartes: «Si las emociones se representan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente». Las emociones son mecanismos automatizados del organismo que se activan para procurarnos una adecuada respuesta adaptativa a la situación en la que nos encontramos, o a aquella en la que anticipamos nos encontraremos. No son el resultado de una deliberación, sino manifestaciones rápidas para equilibrarlo todo de manera veloz. Ahora bien, cuando somos conscientes de la emoción, cuando la absorbemos racionalmente y la hacemos operar en el umbral de la conciencia junto al acervo adquirido de otras experiencias tanto propias como vicarias, la convertimos en un sentimiento, concretamente en un sentimiento emocional.

Pondré un ejemplo. El miedo que se dispara desde la amígdala sin pasar por la neocorteza ante una amenaza inopinada es una emoción, pero el miedo tamizado por la racionalidad ante una futura situación amenazante es un sentimiento. De ese sentimiento pueden derivarse comportamientos como la huida, la sumisión, o el ataque. Los sentimientos pueden ser sentimientos emocionales y sentimientos cognitivos. Los sentimientos emocionales son las emociones conscientes, y los sentimientos cognitivos son el resultado de la interacción intelectiva de nuestros sentimientos emocionales con nuestros pensamientos privados, y luego con los sentimientos emocionales de los demás para alumbrar los sentimientos sociales. El sentimiento social abandona el lenguaje primario del yo y se adentra en el lenguaje secundario de lo cívico. Basta con echar un vistazo a cualquiera de esos sentimientos para constatar que siempre aparece la figura del otro.

Los sentimientos sociales pueden ser sentimientos de apertura al otro (amor, amistad, compasión, altruismo), sentimientos de animadversión al otro (envidia, celos, odio, etc.), o sentimientos preventivos para no resquebrajar el espacio y los propósitos compartidos (culpa, vergüenza, equidad). Puesto que son sentimientos en los que interviene el conocimiento, tenemos la infinita suerte de que se pueden modular y por tanto educar en aquella dirección que permita construir una convivencia amable. La ética coloca justo aquí su lupa observadora cuando reclama incluir a los demás en nuestras deliberaciones. También la educación reglada cuando nos educa como ciudadanos y no como meros instrumentos destinados a la empleabilidad. En este punto exacto mi mejor amigo y yo inventamos y verbalizamos hace siglos el lema que delata la triple entente que han pactado las emociones, los sentimientos y la racionalidad: «Sentir para saber, saber para sentir». Hasta creamos una dinámica que yo a veces empleo en cursos para demostrar empíricamente este círculo virtuoso.

Esta aventura sería pedagógicamente muy sencilla si no agregáramos que todo opera de un modo vertiginosamente nodal. La conciencia de una emoción genera un sentimiento emocional, pero ese sentimiento emocional puede intermediar en la emoción que siempre permanece atenta al choque con lo inesperado. A su vez los sentimientos emocionales se pueden modificar gracias a la intervención de la inteligencia, que simultánea e hipostatizadamente está condicionada por los factores contextuales (somos inteligencias compartidas en un momento histórico concreto y en una cultura concreta también) y por los valores personales, y la inteligencia, que comete muchas torpezas, puede educarse gracias a la participación de los sentimientos emocionales, que dan paso a sentimientos sociales, que a su vez intervienen sobre la miríada de los emocionales y sobre la propia inteligencia que los ha construido, todo en una urdimbre tupida de bucles infinitos y siempre en permanente actividad. Toda esta gigantesca red que convierte cualquier saber en un saber muy precario la solemos bautizar como entramado afectivo. Y esta reducción lingüística provoca muchos grandes equívocos. O frases sin sentido, como afirmar que hay que sentir más y pensar menos.



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jueves, octubre 15, 2015

El propósito, el mejor amigo del ser humano



Passenger, de Hossein Zare
Hace unas semanas participé en un juego inocente. Consistía en contestar a la siempre analítica y a la vez evocadora pregunta «¿qué tres cosas te llevarías a una isla desierta?». Mi primera respuesta fue devolver la pregunta con otra pregunta aparentemente picajosa, pero que es nuclear en la urdimbre de la inteligencia social: «¿en vez de cosas pueden ser personas?». Nadie me contestó. Así que mi participación en el juego se redujo a una contestación lacónica. A una isla desierta yo no necesitaría llevarme tres cosas, me bastaría con una. Me llevaría conmigo un propósito. La explicación de mi decisión se la cedo a Nietzsche: «el que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». En las páginas del ensayo El hombre en busca de sentido, su autor, el psiquiatra Viktor Frankl, llega a una conclusión tremendamente ilustrativa. En el campo de concentración nazi en el que estuvo recluido durante la Segunda Guerra Mundial, pudo constatar que sobrevivían los prisioneros que albergaban un propósito. Configurar un propósito era un acto volitivo, una elección deliberada, posiblemente la única elección que tenían a su alcance en la ciénaga moral y material del campo, y precisamente mantener viva esa capacidad de elegir era lo que les permitía sentir que todavía seguían perteneciendo a la condición humana.

En un poema que leí hace siglos de un surrealista francés recuerdo que definía soñar como ese momento en que damos forma al futuro. El propósito no es algo muy distinto. Es una manera poética de confeccionar lo que está por venir, esa pirueta intelectiva que nos permite crear ficciones fiables de lo que aún no ha ocurrido precisamente para pugnar por su ocurrencia. El ser humano inventó en el lenguaje la forma verbal del futuro. Fue una invención antológica porque de repente le permitió calibrar como posible lo que aún no existía, es decir, abrió la espita creadora, el impulso de trasladarse al lugar que indicaban sus propósitos, y eso supuso brincar del pensamiento a la acción. Resulta muy revelador que en la lengua inglesa  la palabra «will» sirva tanto para construir los tiempos verbales de futuro como para señalar la voluntad. Esta coincidencia se puede releer como que el futuro depende de la voluntad que nosotros tengamos de aprovechar nuestras circunstancias, aunque en nuestros análisis conviene tener muy presente que existen factores ambientales que nos sobrepasan y coyunturas que aunque las padezcamos a título individual su resolución es de genealogía social. 

La neurociencia nos recuerda que sin meta el concepto mismo de inteligencia se vuelve errático. El propósito no sólo regula, dirige y prolonga en el tiempo la energía, sino que posee la capacidad demiúrgica de multiplicarla. El propósito saca de la somnolencia a nuestras emociones («al principio de todo está la emoción»), estimula y salvaguarda la motivación, que como todos sabemos tiende a biodegradarse si se encuentra en entornos que la hostiguen, convierte la realidad en materia prima, permite transfigurar increíblemente las cosas en sustancia nutritiva para el contenido del propósito. Hay una mala noticia. El mundo líquido en el que vivimos confabula contra la construcción de propósitos que anhelan adentrarse en el tiempo, que suspiran por ser férreos en vez de gelatinosos. Por ahí planean en incansable ubicuidad la amenaza del despido, la improrrogable y rítmica devolución del crédito hipotecario, el fantasma ululante de la exclusión, la precariedad (que es el Carpe diem de los pobres y que constriñe la inteligencia al aquí y ahora), la ausencia de garantías sobre los compromisos adquiridos (emocionales, sentimentales, laborales, sociales), la volubilidad de los apegos, el imperialismo de los deseos sentidos sobre los deseos pensados. Cada vez es más complicado tener un propósito sólido. Cada vez es por tanto más necesario.



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martes, octubre 13, 2015

«Te lo dije», el oráculo de los profetas del pasado





Composición de Hossein Zare
Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía que lo había advertido, que es muy distinto. 

Los suministradores de predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del pasado. Dicho queda.



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