martes, enero 10, 2017

La vida está en la vida cotidiana



Obra de Didier Lourenço
No sé muy  bien por qué la vida cotidiana vive en permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña  popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.

Tratamos peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras, pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha dado cuenta de nada. De nada relevante.

Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable para el lenguaje científico pero que es la materia prima de la que está hecha nuestra existencia. Todas las enseñanzas filosóficas son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace poco leí el ensayo Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante  del mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca te bañarás dos veces en el mismo río»  es un elogio de esta vida cotidiana. Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo muerto.



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jueves, diciembre 22, 2016

¿Quieres ser feliz? ¡Desea lo que tienes!


Hace poco estuve en un programa de radio hablando del ensayo La capital del mundo es nosotros. En una de las secciones el invitado recomienda un libro. Yo recomendé Las experiencias del deseo con el que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 2009. Se trata de una obra magnífica. En sus páginas se bifurcan las experiencias del deseo en amor y odio, y se subdividen en las muchas variantes del amor a uno mismo y el amor al otro, y en las ramificaciones del odio a uno mismo y el odio a los demás. Conviene recordar aquí que los deseos no son sentimientos, pero su coronación o su insatisfacción provocan una frondosa arborescencia sentimental. Antes de continuar estaría bien definir qué es el deseo. El deseo es la punzante sensación de una carencia y la energía motora puesta a disposición de que esa ausencia se haga presencia. Esta semana he estado leyendo a André Comte-Sponville, un filósofo francés que habla de los trajines humanos y de nuestra afición a intentar ser felices. En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, sino también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. El libro vindica la sabiduría del desesperado, aquel que no espera nada porque está tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego.  Por eso es propia del sabio.

Pero yo no me quería detener aquí, sino en cómo podemos hacer una taxonomía de los sentimientos simplemente observando si deseamos lo que tenemos o lo que no tenemos. Juguemos a las posibilidades. Si deseamos lo que no tenemos podemos sentir la esperanza o la ilusión de tenerlo, o la pena de no tenerlo, o la envidia de que lo tenga otro, o la frustración de haberlo intentado tener, u odio a aquel o a aquello que nos frena alcanzarlo. Saltemos al lado opuesto. Si deseamos la pervivencia de lo que ya tenemos podemos sentir la alegría de tenerlo, o la vanagloria de poseer lo que no poseen otros, o miedo a perderlo, o celos de que otro nos desposea de ello, o tristeza ante esa posibilidad, o egoísmo para no compartirlo y evitar perderlo, o irascibilidad si alguien nos complica la meta de poder seguir teniéndolo, o violencia para recuperarlo si nos lo arrebatan.  Es sorprendente que estas variaciones del deseo eliciten tantos sentimientos tan profundos y tan dispares. 

Vinculado con el deseo, y resulta imposible no citar a Spinoza y su conatus, hace ya unos cuantos años le leí al propio Comte-Sponville una maravillosa definición de en qué consiste disfrutar, que es un sentimiento de alegría que deberíamos fomentar más a menudo. La comparto con todos ustedes. «Disfrutar es desear lo que se tiene». Existe un relato tradicional que explica esta mecánica tan poco practicada. Un sultán es dueño del mundo, pero no se regocija con nada de lo que dispone en ese mundo. Lo tiene todo, pero todo le resulta desabrido. Reclama la ayuda de un sabio para ver cómo puede recuperar el deseo. El erudito escucha atentamente y afirma que cree tener la solución a su problema. Con voz parsimoniosa le prescribe la receta mágica: «Llame mañana mismo a un sicario para que lo mate. En cuanto firme el contrato verá cómo disfruta de todo lo que tiene». Dicho de otra manera. De repente el sultán desearía vehementemente lo que tiene porque toma conciencia de que con su contratada muerte puede dejar de tenerlo y de disfrutarlo en cualquier momento. El sicario le hace «habitar el instante a cada instante», término con el que por cierto he titulado un epígrafe de mi inminente nuevo libro. No recuerdo el nombre del autor, pero todavía tengo clavado el verso que le leí hace muchos años. Lo cito de memoria, así que puede ser algo diferente, aunque su significado es el mismo: «Solo los poetas valoran las cosas antes de que se las lleve la corriente». La torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, pero nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta. Hete aquí el pasaporte para ser infelices, pero también el secreto para que con unos retoques poder ser felices.



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martes, diciembre 20, 2016

Yo y yo se pasan el día charlando


Obra de Guim Tio
Somos lo que nos vamos contando de nosotros mismos a lo largo del tiempo que vivimos. Este hecho tan cotidiano pero tan mágico depara muchas sorpresas. Como nos estamos hablando ininterrumpidamente, nos vamos dibujando con palabras, derrotando a lo amorfo para remitirnos a la concreción de una figura, compitiendo contra lo borroso en favor de lo nítido. Esa figura pretendidamente diáfana y ordenada es un relato más o menos congruente de nuestra instalación en el mundo. Rimbaud se sorprendió mucho de este desdoblamiento que hace que uno se pase el día hablándose a sí mismo. Ojo, se quedó perplejo el jovencísimo poeta que había pasado una estancia en el infierno, no un cualquiera. Todos sabemos que albergamos en nuestro interior un yo, pero lo increíble es que también se hospeda otro yo tan protagonista o más que el primero. Se trata de un yo que escucha atentamente, pero su tarea no concluye en la pasividad del que presta sus oídos con el propósito de que su interlocutor se sienta escuchado y reconocido. Este otro yo es muy activo. Interpela, discrepa, desaprueba, puntualiza, o levanta la mano airado para pedir su turno de réplica al yo al que acaba de escuchar unos argumentos poco convincentes. Rimbaud concentró este estupor en su célebre frase «yo es otro».

En mis clases sobre los aspectos sentimentales en la emergencia del conflicto cuento el asombro que nos produjo a mi mejor amigo y a mí descubrir en un relato corto de Benedetti la antológica expresión «yo y yo». Nos topamos con ella hace veinte años, y todavía hoy la utilizamos hilarantemente cuando nos preguntamos qué tal nos ha ido la semana. Nos desternillamos de risa cuando alguno de los dos contesta: «yo y yo nos hemos llevado bastante bien estos días, o «yo y yo hemos reñido y llevamos un tiempo sin dirigirnos la palabra». Lo he escrito mil o dos o tres mil veces en este espacio, pero vuelvo a anotarlo una vez más. A mí me gusta definir el alma vinculándola con esta aparente disociación. «El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos a cada instante relatándonos lo que hacemos a cada momento». Lo curioso es que en este relato de nuestra interioridad palpita un yo que habla y un yo que escucha. Más todavía. En un dinamismo sorprendente cambian los papeles según las circunstancias.  Súbitamente el yo que antes escuchaba ahora no para de hablar, y el yo que enhebraba palabras enmudece al comprobar cómo su hermano gemelo le está soltando una severa homilía. Así hasta que en un punto inconcreto se ponen de acuerdo. O no.

A veces la realidad se presenta tan abrasiva que uno de los dos yoes busca coartadas para justificarse, y a la inversa, todo con tal de no tropezar con una disonancia o  con algún aspecto que nos haga sentir mal o nos obligue a abdicar de la maravillosa tranquilidad en la que duerme la posibilidad de ser felices. De este modo tan dualmente narrativo vamos decorando con palabras nuestra vida para intentar que en ese texto novelado no salgamos muy malparados. A algunos se les va la mano en la redacción de la novela y se vuelven soberbios, vanidosos, insoportablemente egocéntricos. Otros se quedan cortos y, en un exceso de introspección no contrastada con el exterior, se transfiguran en seres apocados, amilanados, habitantes de una grisura frente a la que se sienten inermes. La mayoría de las veces la redacción discurre por territorios intermedios, ni por la necedad ni por el derrotismo. Los párrafos de nuestra narración suelen incidir en aspectos en los que unas veces nos elogiamos tímidamente y en otras desenroscamos una exagerada mortificación, aunque ante todo menudean las ocasiones en las que no sucede ni lo uno ni lo otro.

Rosa Montero lo explica muy bien en su fantástico libro La loca de la casa, un ensayo sobre el papel de la imaginación en nuestros recuerdos, pero atribuible también a nuestras vivencias en tiempo real: «Para ser tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos». Podemos agregar más verbos: nos agrandamos, nos miniaturizados, nos secuestramos, nos estupidizamos, nos pavoneamos, nos paralizamos, nos entusiasmamos, nos compungimos, nos deformamos. Todo lo que nos hacemos ocurre en el interior de este relato literario. Entonces es cuando surge la sorpresa. Entre lo que creemos ser y lo que otros creen que somos aparece con toda su enormidad el abismo. O dicho con el título de la recomendable novela de Juan Bonilla: Nadie conoce a nadie.  Normal que sea así. Nadie puede leer en su totalidad la novela que han escrito los demás sobre sí mismos.



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