martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, enero 10, 2017

La vida está en la vida cotidiana



Obra de Didier Lourenço
No sé muy  bien por qué la vida cotidiana vive en permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña  popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.

Tratamos peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras, pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha dado cuenta de nada. De nada relevante.

Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable para el lenguaje científico pero que es la materia prima de la que está hecha nuestra existencia. Todas las enseñanzas filosóficas son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace poco leí el ensayo Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante  del mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca te bañarás dos veces en el mismo río»  es un elogio de esta vida cotidiana. Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo muerto.



Artículos relacionados:
No hay nada más excitante que la tranquilidad.
Cuidarnos en la alegría.
Más atención a la alegría y menos a la felicidad.

jueves, diciembre 22, 2016

¿Quieres ser feliz? ¡Desea lo que tienes!


Hace poco estuve en un programa de radio hablando del ensayo La capital del mundo es nosotros. En una de las secciones el invitado recomienda un libro. Yo recomendé Las experiencias del deseo con el que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 2009. Se trata de una obra magnífica. En sus páginas se bifurcan las experiencias del deseo en amor y odio, y se subdividen en las muchas variantes del amor a uno mismo y el amor al otro, y en las ramificaciones del odio a uno mismo y el odio a los demás. Conviene recordar aquí que los deseos no son sentimientos, pero su coronación o su insatisfacción provocan una frondosa arborescencia sentimental. Antes de continuar estaría bien definir qué es el deseo. El deseo es la punzante sensación de una carencia y la energía motora puesta a disposición de que esa ausencia se haga presencia. Esta semana he estado leyendo a André Comte-Sponville, un filósofo francés que habla de los trajines humanos y de nuestra afición a intentar ser felices. En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, sino también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. El libro vindica la sabiduría del desesperado, aquel que no espera nada porque está tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego.  Por eso es propia del sabio.

Pero yo no me quería detener aquí, sino en cómo podemos hacer una taxonomía de los sentimientos simplemente observando si deseamos lo que tenemos o lo que no tenemos. Juguemos a las posibilidades. Si deseamos lo que no tenemos podemos sentir la esperanza o la ilusión de tenerlo, o la pena de no tenerlo, o la envidia de que lo tenga otro, o la frustración de haberlo intentado tener, u odio a aquel o a aquello que nos frena alcanzarlo. Saltemos al lado opuesto. Si deseamos la pervivencia de lo que ya tenemos podemos sentir la alegría de tenerlo, o la vanagloria de poseer lo que no poseen otros, o miedo a perderlo, o celos de que otro nos desposea de ello, o tristeza ante esa posibilidad, o egoísmo para no compartirlo y evitar perderlo, o irascibilidad si alguien nos complica la meta de poder seguir teniéndolo, o violencia para recuperarlo si nos lo arrebatan.  Es sorprendente que estas variaciones del deseo eliciten tantos sentimientos tan profundos y tan dispares. 

Vinculado con el deseo, y resulta imposible no citar a Spinoza y su conatus, hace ya unos cuantos años le leí al propio Comte-Sponville una maravillosa definición de en qué consiste disfrutar, que es un sentimiento de alegría que deberíamos fomentar más a menudo. La comparto con todos ustedes. «Disfrutar es desear lo que se tiene». Existe un relato tradicional que explica esta mecánica tan poco practicada. Un sultán es dueño del mundo, pero no se regocija con nada de lo que dispone en ese mundo. Lo tiene todo, pero todo le resulta desabrido. Reclama la ayuda de un sabio para ver cómo puede recuperar el deseo. El erudito escucha atentamente y afirma que cree tener la solución a su problema. Con voz parsimoniosa le prescribe la receta mágica: «Llame mañana mismo a un sicario para que lo mate. En cuanto firme el contrato verá cómo disfruta de todo lo que tiene». Dicho de otra manera. De repente el sultán desearía vehementemente lo que tiene porque toma conciencia de que con su contratada muerte puede dejar de tenerlo y de disfrutarlo en cualquier momento. El sicario le hace «habitar el instante a cada instante», término con el que por cierto he titulado un epígrafe de mi inminente nuevo libro. No recuerdo el nombre del autor, pero todavía tengo clavado el verso que le leí hace muchos años. Lo cito de memoria, así que puede ser algo diferente, aunque su significado es el mismo: «Solo los poetas valoran las cosas antes de que se las lleve la corriente». La torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, pero nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta. Hete aquí el pasaporte para ser infelices, pero también el secreto para que con unos retoques poder ser felices.



Artículos relacionados:
La vida está en la vida cotidiana.
Más atención a la alegría y menos a la felicidad.
La vida enseña, pero aprender es privativo de cada uno.