martes, junio 22, 2021

La susceptibilidad: atribuir mala intención

Obra de Marcos Beccari

Siempre me han llamado la atención los mecanismos de selección de la susceptibilidad, cómo es posible que alguien contemple discordia o agresión donde una mirada neutral vería un comentario divertidamente inocuo. La susceptibilidad ocurre cuando alguien se ofende fácilmente y se enfada de una manera súbita que se va cronificando en su carácter. El diccionario de la Real Academia indica que esa persona es picajosa o quisquillosa, «fácil de agraviarse u ofenderse con pequeña causa o pretexto». En ocasiones se habla de susceptibilidad exagerada, pero este término indica redundancia, porque la susceptibilidad siempre desvela desproporción, desajuste, dislocación. Es susceptible quien se irrita ante comentarios ambivalentes o que relee como ambivalentes. Precisamente esta condición ambivalente de la comunicación es la que induce a la malinterpretación o a la imputación de malevolencia. Por lo tanto la susceptibilidad diseña una narrativa en la que se asigna malicia a los comentarios ambiguos recibidos, sobredimensiona lo anecdótico, toma por desconsideración una broma, por agresión un apunte ligeramente desabrido, por falta de respeto una observación trivial. Las respuestas reactivas de la persona susceptible son hiperbólicas en comparación con la causa que las originó, y propenden a la belicosidad y a una relación adversarial. Es evidente la incompatibilidad entre convivencia y altos niveles de susceptibilidad. La convivencia sufriría un irreversible deterioro gradual si cualquier pequeña contrariedad o cualquier indicación banal se transformaran a la mínima en iracundia o invocaran un conflicto.

En el exhaustivo La ira y el perdón Martha Nussbaum sostiene que las personas que tienen una buena condición psíquica no consideran cada ocurrencia como un posible desaire. La filósofa estadounidense cita a Séneca para remachar este clavo: «Llenaríamos nuestros días de molestias si nos enojáramos cada vez que algo así sucede». No solo eso. Si ciertos comentarios los catalogáramos como agravios, elicitaríamos ubicuos sentimientos displacenteros, un aluvión de disposiciones afectivas que mancharían y resquebrajarían nuestro posible bienestar. Huelga decir que el enfado no soluciona los conflictos, pero es ideal para enmarañarlos. El mapa formal del enfado mira al pasado, y cuando en un conflicto aparece más veces la palabra ayer que la palabra mañana las posibilidades de no resolverlo se expanden geométricamente. Nussbaum propone crear el hábito de interpretar comentarios dudosos con un espíritu generoso. En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza denomino a esta predisposición bondad discursiva: ser cordial y cuidadoso en el juzgar las palabras de nuestro interlocutor. La bondad discursiva persigue la intersección para la prosperidad y el bienestar afectivos, cometido absolutamente incompatible con la atribución de intenciones pérfidas a cualquier comentario que nos dirijan o a cualquier acción en la que estemos involucrados. La bondad discursiva tiende a encontrar puntos de entrelazamiento que afiancen la relación interpersonal. Los esquemas argumentales de la susceptibilidad toman la dirección opuesta.

¿Por qué algunas personas son adeptas a las atribuciones malpensadas? Martha Nussbaum da con una posible respuesta. Son resultado de una hipersensibilidad que suele tener su origen en un narcisismo mórbido. Cuando hablamos de narcisismo solemos emparejarlo con una irrestricta desmesura del ego, alguien tan afanado en su yo que en su atención no deja ningún intersticio para otros yoes. Pero junto a este narcisismo existe un narcisismo jibarizador, el obsesionado repliegue sobre uno mismo para devaluarse, probablemente inspirado por un conjunto de inseguridades que provocan una deficiente armonización del entramado afectivo, lo que a su vez suscita la devaluación, así en un bucle indómito. Uno se empequeñece tanto en contemplarse a sí mismo sin otros puntos cardinales que los propiamente autorreferenciales que adscribe tamaño superlativo a las acciones de los demás que percuten de un modo u otro en su decurso biográfico. Al convertir lo nimio en relevante, imputa malevolencia a acciones que muy probablemente pasen inadvertidas para sus titulares. Acaso busque protegerse de lo grave, pero es que el radar del susceptible otorga gravedad a cualquier cosa por muy exigua que sea, desjerarquiza el mundo y concede una dolorosa horizontalidad a todo lo que le ocurre. Lo lateral se convierte en central, lo central en descomunal. No hay gradientes. De nuevo Séneca pone lenguaje a este fracaso cognitivo de la inteligencia: exaltar las trivialidades y convertirlas en acontecimientos importantes. He aquí la urgencia del pensamiento crítico y un entramado afectivo sólido en nuestros escrutinios. Aprender a separar lo irrelevante de lo crucial para así tratar lo fútil con futilidad y lo grave con sensatez.  Es lo que aconsejaba Aristóteles cuando sostenía que en el punto medio descansa la virtud.

 

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martes, junio 15, 2021

Las mutaciones de la palabra miserable

Obra de Marcos Beccari

Recuerdo lo mucho que me llamó la atención leer en La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El filósofo Aurelio Arteta explicaba en las páginas de este ensayo que, igual que memorable es lo que merece ser recordado, el miserable es el que por su situación es digno de compasión. El tiempo borró el significado seminal de este vocablo y lo mutó en otro muy disímil. Ahora miserable es aquel que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así. No hay compasión hacia él, solo desaprobación, o punición. Sin embargo, si nuestra ordenación sentimental está bien configurada, si nuestro entramado afectivo ha indagado lo suficiente como para verse cara a cara con la vulnerabilidad y la falibidad humanas, el miserable nos debería dar lástima, otra virtud bajo sospecha, por proseguir con la terminología de Aurelio Arteta, una variación de la tristeza que emerge cuando oteamos comportamientos tan desalmados que llega a afligirnos la corroboración de que alguien semejante a nosotras y nosotros los pueda llevar a cabo. 

Las trayectorias de la palabra miserable son numerosas y todas ellas invitan al ejercicio especular. El término alberga varias acepciones relacionadas con lo mezquino y la pobreza. Por un lado tildamos de miserable a quien se conduce de manera ruin, pérfida, abyecta, malvada, canalla, vil, innoble, despreciable.  Por otro, a quien sufre pobreza extrema. En esta segunda rama semántica, miserable sería quien acumula mucha miseria, del mismo modo que amable es el que hospeda mucha amabilidad en el trato. Otra acepción es la de tacaño y cicatero. Hay una cuarta acepción que significa desdichado, desventurado, infeliz. La genética lingüística de malvado enlaza directamente con la de desdichado. Si desgranamos su etimología, veremos que el término malvado proviene de malifutius, que a su vez procede de malus (malo) y factus (destino). Una persona desdichada es una persona condenada a una existencia desgraciada,  el desgraciado es aquel que se halla en una situación lamentable, que no tiene donde caerse muerto, que es una formulación eufemística de la pobreza, pero a la vez también es el que tiene mal destino, lo que le convierte en malvado. Se cierra este espacio de convergencia léxica.

Hibridar pobreza y ruindad bajo el mismo paraguas conceptual es un auténtico semillero para que brote con frondosidad la aporofobia. El lenguaje nunca es inocuo, y detrás de estas ingenieras semánticas germinan creencias y ficciones con mucho protagonismo en la estructuración de los imaginarios y en la vertebración del medioambiente social. Si la pobreza adjunta pobreza moral, como indica la compartición del mismo término, acto seguido justificaremos el miedo al pobre, porque a quien vemos como poco moral lo juzgamos peligroso, una persona cuya impredecibilidad nos desasogiega al no estar sujeta a los estándares éticos y prefigurados. He aquí la criminalización del pobre y su conversión en miserable, ahora según la acepción moral. La aporofobia no es solo la aversión al pobre por ser pobre, como bien señala la progenitora del vocablo, Adela Cortina, sino que es aporofóbica toda disposición a señalar al pobre como agente ameritador de su pobreza. Culpabilizar al pobre de su situación de pobreza pone en cuestión su voluntad y por lo tanto desplaza el asunto a la esfera ética.

Al atribuir voluntariedad  a la pobreza (y por lo tanto admitir el colmo de culpar de ella a quien la padece), se descarta así su condición de problema estructural y político propios de los escenarios de suma cero, se omite la preminencia del entorno en el que se despliega cada vivir humano, y por su puesto  se excluye la pobreza del listado de asuntos a tratar en la agencia pública. La omisión intencional de la pobreza como problema colectivo que delata enorme fragilidad social da alas argumentativas a la afirmación  de que ser pobre es una decisión, como lo es ser feliz o desdichado, lo que la perenniza, pero asimismo justifica la contraimagen del éxito personal de la riqueza. Si en el relato del pensamiento hegemónico la riqueza es fruto del denuedo, sería fácil aducir que la pobreza se podría exorcizar si hiciéramos partícipe de ese desempeño al compromiso individual. Se construye la falacia de que la voluntad es el garante que media en los procesos meritocráticos, en vez de un criterio de posibilidad. De este modo en el escrutinio de la pobreza no solo se penalizaría al pobre por serlo («no se ha esforzado lo suficiente», según la retórica aporofóbica), simultáneamente esta penalización que prestigia la voluntad traería adjuntado un halago narcisista para quien no es o no se considera pobre. La estigmatización de la pobreza encubriría el autoelogio.

 

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