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martes, diciembre 05, 2023

Conócete a ti mismo para poder salir de ti

Obra de Ali Cavanaugh

Vivimos tiempos en los que se ensalza la vivencia, pero se desvitaliza la convivencia. Prolifera un agotador énfasis en vindicar ser uno mismo, y mucha desatención cívica y política en proclamar ser con los demás. Sócrates exhortaba al célebre «conócete a ti mismo», que es la vía de acceso para comenzar a discernir que el ser que somos está inervado de seres que no somos nosotros, descubrimiento que abre la puerta a la racionalidad ética. Sabernos existencias al unísono es la resultante de la deliberación íntima y de la conversación pública destinada a comprender mejor nuestra inscripción en un mundo devenido tupidísima malla de personas como la nuestra. En el prólogo a su ensayo La nueva intolerancia religiosa (aunque sirve para entender otros órdenes vitales), Martha Nussbaum da en el clavo: «Todo autoconocimiento digno de llamarse así nos hace ver que todas las demás personas son tan reales como nosotros mismos, y que en la vida de uno no es sólo la propia persona lo que importa: lo importante de verdad es que ésta acepte el hecho de que comparte un mundo con otra, y que emprenda acciones encaminadas a lograr el bien de otras personas». Unas líneas después la filósofa estadounidense remata: «Conócete a ti mismo para que puedas salir de ti, servir a la justicia y fomentar la paz». 

Ser uno mismo (o una) no necesariamente involucra epistemología de la mismidad en que estamos constituidos, a veces incluso son dos polos que colisionan. Quien se conoce conoce a los demás, esto es, sabe que limita con los demás, discernimiento que origina unos límites en su comportamiento que quienes abogan por la liberalización de ser ellos mismos propenden a minusvalorar. Redactado con economía de mensaje digital: Conócete a ti mismo pone límites, ser tú mismo los borra. Resulta ahíto escuchar esa pastoral del neoliberalismo sentimental en que se recalca que tenemos que ser nosotros mismos, cuando en numerosos casos lo más sensato sería dejar de serlo. En más de una ocasión he enmudecido ante personas cuyo comportamiento reprobable merecía una inmediata filípica: «por favor, deja ya de ser tú mismo». El promocionado y publicitado ser tú mismo no es garantía de nada, pero sobre todo no confiere a nadie ni buen comportamiento ni lo aprovisiona de sentimientos buenos para pavimentar el espacio común. Al contrario. Una persona puede ser muy ella misma y esa destilación le haga conducirse con las personas prójimas de una manera despojada de consideración. La mismidad ensalzada en criterio de evaluación puede convertir fácilmente en cosidad a los demás.

Hace unos años Manolo García publicó su cancionero ilustrado en un libro de título ingenioso, Vacaciones de mí mismo. Eso es lo que deberíamos sugerirle a algunas personas afanadas con un denuedo desmedido en sacar al exterior a ese ser quintaesenciado de su propia mismidad: «Por favor, tómate inmediatamente unas vacaciones de ti mismo». Con la determinación que da sabernos portadores de un valor irreal llamado dignidad, pero que funcionalmente mejora nuestra conducta con las personas en el mundo real, podemos formular un renovado imperativo categórico: «Obra de acuerdo no al ser que eres cuando eres tú mismo, sino de acuerdo a la dignidad de la que eres acreedor por ser una persona». Si sacar lustro a ser tú mismo autoriza una temible carta blanca, obrar en consonancia con la dignidad establece deberes con uno mismo y con los demás. La siempre lúcida y de prosa bondadosa Irene Vallejo escribía en uno de sus últimos artículos que «quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no somos nosotros». Es una invitación ética que nos mejora mientras mejoramos el mundo. Y a la inversa. Mejora el mundo mientras nos mejoramos. He aquí un magnífico círculo virtuoso.


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martes, octubre 31, 2023

«La cultura no es un lujo, es un recurso vital»

Obra de Paola Wiciak

En su último libro, Los hombres no son islas, el recientemente fallecido Nuccio Ordine sostenía que la sabiduría no es una ciencia productiva. El saber no puede servir exclusivamente a empeños tan prosaicos como el provecho monetario o la ampliación de posibilidades laborales. Líneas más adelante se ratificaba en su idea: «el auténtico conocimiento no sirve porque no es servil, nos ayuda a ser mejores».  Es un argumento análogo al que trazó en el libro que le donó celebridad, La utilidad de lo inútil.  Por paradójico que pueda parecer, el conocimiento no es utilitarista, aunque no hay nada más útil que el conocimiento. La noción de utilidad en la civilización del empleo y la técnica reduce el conocimiento a instrumento para optar a una empleabilidad con alto valor de uso en el mercado. En palabras de Aristóteles la filosofía no sirve para nada, porque no es un medio, es un fin en sí mismo. Pensar no es un instrumento al servicio de algo concreto, sino que el propio despliegue del pensamiento es un fin en sí mismo que modula el carácter y la mentalidad de la persona.

El pasado miércoles 25 de octubre el catedrático de Teoría de la Literatura Antonio Monegal obtuvo el Premio Nacional de Ensayo con su obra Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura (Acantilado, 2022). En las páginas del libro desgrana diferentes nociones de cultura que la asientan como un fin en sí misma muy parecido al que Aristóteles confería al pensamiento y Ordine a la literatura: «la cultura es toda forma de estar en el mundo, cómo los seres humanos organizan su existencia», «vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida», «la cultura actúa como determinante de los procesos de construcción de sentido y relación con el entorno». Me resulta muy audaz la definición que aparece al final del ensayo: «Es el sistema mediante el que se construyen, expresan, organizan y negocian diferencias, identidades, relatos, conflictos y formas de convivencia. Reconcilia los desajustes entre el ser humano y el mundo, modula el horizonte de lo posible y nos invita a enunciar anhelos utópicos»

En el ensayo premiado el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes sobre qué hace la cultura con las personas, el escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico)  no es pertinente. No podemos constreñir la cultura a mercancía degradada a entretenimiento, actividad lucrativa o patrimonio que explotar a través del turismo. La pregunta sobre qué nos hace la cultura la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Unas páginas después el autor vuelve a hacer hincapié en este aspecto: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital». 

Nada más recibir el galardón, Monegal detalla un poco más esta visión omniabarcativa en una entrevista concedida a La Vanguardia: «La gente habla del mundo de la cultura separado del resto. Para mí el mundo de la cultura es el mundo, no hay un mundo fuera de la cultura. Hemos de preocuparnos si consideramos que puedes encontrar mejores modelos de vida y mayores recursos para aprender empatía, solidaridad y comprensión del punto de vista del otro en la literatura o en ciertas películas que simplemente mirando la información que te llega por TikTok». Fernando Savater sostiene que la cultura sirve para disfrutar con muy poco dinero de una amplia panoplia de cosas, aseveración muy atinada que se puede conjugar con la de Kierkeegard, que arguyía que la cultura es una manera de apreciar lo sublime en lo mundano. Cuando uno tiene la capacidad analítica de ver lo extraordinario en lo ordinario puede vivir asiduos episodios de delectación extrema sin la intermediación monetaria.  El escritor y poeta Antonio Lucas posee un repertorio de definiciones de cultura comprimido en el texto que escribió para el libro compartido Perder la gracia. Con su reluciente prosa nos dice que «la cultura entrega utensilios para consolidar la voluntad propia»,  «la cultura no es un espacio excluyente o sagrado, sino el camino natural para tomar conciencia de lo que somos». En un mundo saturado de saberes instrumentales resulta difícil entender que la cultura abastece a las personas de estructura y criterio crítico de sentido. Como el ser humano es un ser en tránsito uncido a su propia autodeterminación, saber elegir es la tarea más medular de todas con que la vida le confronta. «La cultura sirve para enriquecer el horizonte de lo posible», escribe Monegal. No hay propósito más elevado al que podamos aspirar. Individual y colectivamente.

 
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