Mostrando entradas con la etiqueta ética. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ética. Mostrar todas las entradas

martes, marzo 04, 2025

Cosas de las que arrepentirnos antes de morir

Obra de John Wentz

En el entusiasta Utopía para realistas, el filósofo e historiador Rutger Bregman, autor también del contrahegemónico Dignos de ser humanos, ofrece una de las claves estelares para alcanzar una vida buena: «Reclamo que dediquemos más tiempo a las cosas que verdaderamente nos importan». A mí me gusta recalcar que lo contrario de una vida buena no es una mala vida, sino la indisponibilidad de tiempo para dedicarlo a aquello que conexa con lo más enraizado de nuestro ser. Aunque cada persona elige desde el repertorio de sus predilecciones con qué rellenar el contenido de su vida para tornarla en buena, es fácil consensuar que la vida buena es la vida en la que no hay cabida para la absurdidad y la alienación, la vida en la que se anhela que vuelva a amanecer pronto para proseguir con lo que plenifica y cuaja de sentido la eventualidad de existir. Podemos sintetizar que la experiencia más vigorizante a la que puede aspirar cualquier persona es la de llegar a ser la que ya es, por emplear la célebre fórmula de Píndaro. Me atrevo a afirmar sin titubeo alguno que lo más hermoso que una persona puede decirse así misma es algo emparejado con esta enunciación: «¡Disfruto tanto de la vida que me fastidia tener solo una!». 

En su ensayo, Rutger Bregman se lamenta de que la vida que vivimos propenda a separarnos de lo que nos importa, y brinda una fuente bibliográfica para refrendarlo: «Hace unos años, la escritora australiana Bronnie Ware publicó un libro titulado Las principales cinco cosas de las que se arrepienten las personas antes de morir, basado en su experiencia con los pacientes durante su carrera de enfermera. ¿Cuáles fueron sus conclusiones? Ninguno de sus pacientes le dijo que le habría gustado prestar más atención a las presentaciones de power point de sus compañeros de trabajo, o haber dedicado más tiempo a un brainstorming sobre la cocreación disruptiva en la sociedad de la información. El primer motivo de arrepentimiento fue: «Ojalá hubiera tenido el valor de vivir una vida auténtica para mí, no la vida que otros esperaban de mí». El segundo: «Ojalá no hubiera trabajado tanto». Resulta paradójico y a la vez apesadumbra que la lógica imperante en el mundo sea la ansiógena maximización de la ganancia económica, siempre incremental con respecto al ejercicio anterior (y siempre devastando los vínculos de la vida humana, sacrificando la vida animal y vegetal y destruyendo el planeta), y sin embargo, cuando las personas afrontan el final de sus vidas y recapitulan, nunca citan nada afín a la optimización del beneficio, la obtención de ingresos, o el empleo que parasitó sus vidas. Al pensar la vida antes de que emerja su irreversibilidad se evocan vínculos y lazos con los demás, con los lugares y con las creaciones en las que el ser voluntaria y apasionadamente nidificó.

Hace años leí La revolución de la fraternidad de la periodista y psicóloga Paloma Rosado. En sus páginas finales también narraba los testimonios de personas poco antes de morir. La queja más frecuente de todas ellas era la de no haber aprovechado bien la vida (o sea, no haber tenido una vida buena) y no haber expresado el amor que sentían por quienes habían estado a su lado poniendo a su disposición presencia, atenciones y cuidados. Cito de memoria, pero creo que asimismo había personas quejumbrosas de no haber sabido deslindar lo inane de lo relevante, y  sobre todo de haber sido poco hábiles en el arte de saber restar importancia a lo que no se la merece. En algunas de las conferencias con las que comparto públicamente mi mirada suelo contar una terrible anécdota. En los atentados de las Torres Gemelas de New York ocurrió un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de personas sabían con antelación que iban a morir en cuestión de minutos, y además disponían de un teléfono a su alcance. Empuñando en sus trémulas manos un teléfono realizaron llamadas a sus seres queridos para decirles «te quiero», un adiós con la voz quebrada por el llanto para vindicar el nexo afectivo. De las miles de llamadas grabadas en esos momentos tan trágicos no hay registro de una sola que abordara asuntos relacionados con balances, negocios, inversiones o cuenta de resultados, a pesar de que todas las víctimas se encontraban en sus oficinas. Resulta descorazonador tener que alcanzar las postrimerías del ciclo vital, o que sobrevenga una vicisitud horrible que nos sitúe delante de nuestra propia mortalidad, para ordenar y estratificar nuestras prioridades. No habla bien de nuestra persona. Habla muy mal de las lógicas que rigen el mundo. 


Artículos relacionados:
La vida nos es dada
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.  


martes, febrero 25, 2025

Tranquilidad, belleza, entusiasmo

Obra de Jarek Puczel

El dolor es la forma que encuentra el cuerpo para avisarnos de que alguna de sus partes no funciona correctamente. Cuando algo corporal nos duele, enseguida inferimos que algo no va bien, que hay un defecto en algún lugar que quebranta la armonía. Su correlato en el alma es el sufrimiento. El sufrimiento es la forma que halla el alma para alertarnos de que algo falla y que deberíamos mutar la dirección de alguna de nuestras acciones. En un cuerpo en el que no hay dolor específico hay una estabilidad y un equilibrio que facilitan un adecuado funcionamiento de todo el sofisticado engranaje que lo conforma. ¿Y cuál es el correlato de la buena salud en el alma? Hay una panoplia de posibles respuestas, pero creo que alcanzaríamos rápido consenso si entre ese tumulto de respuestas sale citada la tranquilidad, ese lapso sostenido en el tiempo en el que la realidad ceja de confabular contra nuestros intereses más medulares y relaja su papel opositor. Quien lea habitualmente estos artículos sabrá que es una ideación recurrente afirmar que no hay nada más excitante que la tranquilidad, un aserto de cuño mitad estoico, mitad epicúreo, al que me adhiero cada vez con más convicción.

La disolución de la preciada tranquilidad sucede cuando vivimos con miedo y percibimos amenazas que suspiran por rasgar aquello a lo que conferimos relevancia. Vivir en una alerta perpetua menoscaba nuestra tranquilidad, pero también, y este detalle es culminar, la atención entendida como el mecanismo con el que accedemos a realidades invisibilizadas o estragadas por la costumbre y la celeridad. Estamos alerta cuando presagiamos hostilidad a nuestro alrededor, sin embargo, estamos atentos cuando intuimos que esa atención será recompensada con belleza. Para este segundo cometido es fundamental abandonar el estado de alerta, porque quien está alerta no está atento. Dicho con lenguaje positivo, es imperativo albergar tranquilidad. 

En la universidad asistí a las clases de un profesor que en la asignatura de Estética escindía estas dos disposiciones nominándolas como estar al acecho y estar a la escucha. Encontramos belleza no donde buscamos belleza, sino donde colocamos la atención sin el afán de buscar nada y más bien apreciarlo todo. La belleza es la experiencia contemplativa que nos inclina hacia la delectación y lo fruitivo, pero es un deleite que a la par guarda una energía propulsora para que quien la recibe movilice su atención hacia aquello que lo mejore y a la vez mejore los contextos de las personas que pueblan su derredor. La belleza es omnipresente si poseemos sensibilidad y potencia epistémica para captarla. La belleza no solo se prodiga en la naturaleza y en los fabulosos artefactos culturales que el animal humano es capaz de crear con su inventiva y su inteligencia, también abunda en el comportamiento. Hay abrumadora cantidad de ella en el proceder de quien pone su atención y su cuidado a disposición de la persona que los necesita. El amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas tanto del círculo íntimo como del círculo que excede la geografía de la proximidad. Creo que cuando expandimos ambos círculos celebramos la antología de la belleza. 

Y aún queda lo más sobresaliente. La belleza es un generador de entusiasmo, (el entusiasmo es otro de los antónimos del sufrimiento), un impulso que permite que una persona realice una tarea con esfuerzo aunque sin tener la más mínima sensación de que se está esforzando. El entusiasmo atestigua el sí a la celebración de la vida. El entusiasmo nos urge a dedicarnos a aquello que nos abastece de entusiasmo, un bucle que una vez activado dona de plenitud y sentido a quien se interna en él. Nietzsche estableció el concepto del eterno retorno como criterio de selección de nuestros fines. ¿Qué haríamos si lo que decidimos hacer lo tuviéramos que repetir eternamente? Llevaríamos a cabo aquello que nos entusiasma. Y cuando estamos entusiasmados no solo estamos atentamente absortos, asimismo se enraízan los sentimientos de apertura al otro en el espacio compartido y en el uso público de la razón comunicativa. Tranquilidad, belleza y entusiasmo como puertas de acceso a una vida cívica más amable, más habitable, más poblada de atención y afecto. 


Artículos relacionados:
La mirada poética es la que ve belleza en el mundo.
La vida está en la vida cotidiana.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.  




martes, febrero 11, 2025

«La vida nos es dada»

Obra de William La Chance

Las alumnas y los alumnos se sorprenden sobremanera cuando les comento que la existencia es algo con lo que nos encontramos en un determinado momento de primeriza lucidez. Una vez que nos apercibimos de que somos una existencia, no nos queda más remedio que ir decidiendo gradualmente qué hacer con ella. La existencia es el ínterin que transiciona de la cuna a la tumba, un lapso de tiempo que puede parecer muy breve o infinitamente largo según en qué y cómo lo empleemos. Nadie ha pedido nacer, pero una vez que nos nacen asumimos la tarea de hacer algo con el resultado de haber nacido. Resulta paradójico que nacer sea el acto toral en la vida de cualquier persona, pero no se nos haya pedido permiso para nacernos. Con inevitable hilaridad suelo comentar en la clase que ningún progenitor solicitó nuestra aquiescencia para arribar aquí, ni consensuó nuestra llegada, ni las condiciones en las que nos iba a traer, ni si se contemplaba la posibilidad de revocar la decisión después de disponer de cierto conocimiento de causa. Nadie tuvo la deferencia de preguntarnos si queríamos conocer la vida, si nos apetecía abandonar la inexistencia, si entre nuestras prioridades descollaba dejar de ser nada y pasar a oficializar ser algo. En un célebre texto, Ortega y Gasset sintetiza esta vicisitud universal: «La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos».  

La vuelta de tuerca viene a continuación. La vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla, cada cual la suya según sus predilecciones y la miríada de elementos multifactoriales que la rodean y la condicionan. Ortega explicita esta coyuntura con otra sentencia lapidaria: «La vida es quehacer»Dicho de un modo menos sucinto. Se requiere aprender a vivir con una vida de la que, nos guste o no, tenemos que hacernos cargo hasta que la muerte nos escinda de ella. Biológicamente nos encontramos con la vida, pero a partir de ese instante somos los artífices de nuestra biografía conforme al conglomerado de acciones, omisiones y valores que adoptamos en medio de un universo de circunstancias predisponentes y prácticas culturales e institucionales. Nos encontramos con una existencia biológica y, a partir de una edad, con el deber insoslayable de convertirla en biográfica. Aquí radica el significado del aserto de Sartre cuando afirma que los seres humanos estamos condenados a ser libres. Tenemos la suerte de que podemos elegir entre una plétora de opciones (cuanto mayor sea la plétora, mayores serán las posibilidades de convocar satisfacción en el resultado), pero sufrimos la desventaja de que no podemos sortear la obligatoriedad de optar. He aquí la ironía humana en su máximo esplendor. Vivir es elegir, aunque no hayamos elegido vivir. 

Ortega deja consignado un tercer y último elemento en su célebre texto. Cada persona (Ortega utiliza el vocablo hombre, pero es más preciso el de persona) tiene que decidir qué va a hacer, pero «esta decisión es imposible si la persona no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, las otras personas, ella misma». Somos una existencia que nos es dada, pero no una existencia aislada en mitad de una nada, sino en confluencia con otras existencias a las que le ocurre exactamente lo mismo que a la nuestra. Somos existencias al unísono. Cada existencia le ha de brindar sentido, calor y hogar al lapso de tiempo en el que está siendo un ser existente, pero hacerlo de tal manera que la singularidad de su sentido cohabite cordialmente con el sentido que las demás personas quieran atribuirle a la existencia que ellas también son. He aquí el mundo de la vida humana, que es humana porque es compartida en un denso nudo de intereses, deseos, necesidades, proyectos, prioridades, valores. Al compartirse es mucho más fácil hacer con la existencia algo que se zafe de la mera supervivencia para internarse en el apasionante territorio de los fines y los valores personales. Existir es existir en un mundo de existencias para hacer con la nuestra un motivo de celebración. Y coadyuvar a que al resto le ocurra lo mismo. 

 

Artículos relacionados:
Lo que más nos gusta a las personas es estar con personas.
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.  

martes, febrero 04, 2025

El merecimiento y la compasión

Obra de Serge Naijar

La filósofa estadounidense Martha Nussbaum entiende por compasión «una emoción dolorosa orientada hacia el sufrimiento grave de otra criatura o criaturas». Siguiendo esta concepción, a lo largo de los años tanto en textos como en ensayos, he sostenido que solo pueden darse dos opciones cuando entramos en contacto con el sufrimiento ajeno. Son las que sirven para catalogar el trato a los demás de humano o inhumano. O bien mostramos imperturbabilidad e indolencia ante su contemplación (inhumanidad), o bien prorrumpe en nuestro entramado afectivo el sentimiento de la compasión (humanidad). El sentimiento compasivo induce a atenuar el sufrimiento de la persona doliente con cursos de acción personal, o, si el daño guarda genealogía social, insta a reclamar una intervención institucional. Creo que es factible agregar un tercer elemento extraído de la actual deriva política. Nuestra posible respuesta ante el dolor de una persona se puede trifurcar en indiferencia (mirar para otro lado), compasión (acompañar al doliente e incoar procesos para atenuar o clausurar su dolor) y aversión (hostigar al doliente para cronificar su dolor). 

En los últimos tiempos una ciudadanía aquejada de múltiples malestares ha elegido democráticamente a mandatarios cuyo rasgo distintivo es negar cualquier conato de compasión y ayuda hacia quienes se encuentran con vidas sepultadas bajo la mole de la pobreza y la imposibilidad estructural de salir de ella. Releen la pobreza como autoinfligida, consideran que las personas que la padecen se la han buscado por flaqueza moral, o no la ahuyentan por holgazanería, escasez de denuedo personal o perezoso ímpetu emprendedor (término recurrente en la jerigonza neoliberal). La ausencia de compasión en la derechización del mundo encuentra uno de sus motivos en que los decisores políticos y sus votantes juzgan que quienes padecen vidas vulnerabilizadas se las merecen porque no se han esforzado lo suficiente para sortearlas y disponer de otras. Replicando argumentos aporófobos, sopesan que los pobres son pobres porque no ponen empeño suficiente en dejar de serlo. Algún autor denomina esta situación como criminalización de la supervivencia básica de las personas. Se criminaliza a quienes aspiran a subsistir huyendo de la penuria y el horror. Se les estereotipa como únicos agentes responsables de su propia suerte, y no como víctimas de condicionantes políticos y socioeconómicos. 

Esta lectura (la miseria es merecida y por lo tanto «la justicia social es una aberración», como arengó hace unos meses a sus correligionarios una figura política mundial) alberga consecuencias terribles, y explica por qué se  adoptan decisiones que acarrean mucho dolor a quienes ya lo padecen en cantidades abrumadoras. Aurelio Arteta, uno de los mayores estudiosos de la compasión en nuestro país, evoca a Aristóteles para matizar en sus reflexiones sobre este sentimiento que «la compasión es el sentimiento moral de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro». El inmerecimiento citado en la definición aristotélica es un aspecto central en el abordaje de la compasión. Nos conmueve el dolor ajeno cuando lo consideramos inmerecido, y nos volvemos más insensibles ante una situación dañosa que consideramos resultado merecido de decisiones desafortunadas, elecciones fáciles o simple concatenación de dejaciones. Sintetizando. Los seres humanos solemos compadecernos de las víctimas, pero no de quienes acusamos de responsables o directamente culpables.

Acaso desde la arena política no se sienten afectos conmiserativos, o su emergencia es muy exigua, además de por lo mencionado, porque se incumple la necesaria similitud de posibilidades. La compasión nos conduce hacia aquello doloroso que advertimos en el otro, pero que a la par lo reconocemos como propio en tanto que podría sucederle a nuestra persona, o a las personas que conforman nuestro círculo afectivo. Resulta un ejercicio muy sencillo fabular qué hubiera sido de nuestra vida en caso de haber nacido en circunstancias similares, y este malabar imaginativo pulsa la compasión. No se trata tan solo de ponerse en la piel del otro (como reza el título del  incisivo y estupendamente trenzado ensayo de la filósofa Belén Altuna, que va al núcleo mismo de la ética), sino que el otro nos haga visualizarnos en el caso de que algunos de sus condicionantes se hubieran dado en nuestro sino biográfico. Las desigualdades materiales estratosféricas atrofian la compasión porque disuaden la imaginación. Esta propensión es entendible en el nicho de las élites, pero no en los extractos sociales con rentas medias y bajas, que paradójicamente son quienes aplauden y ratifican en las urnas las iniciativas destinadas a desmantelar los resortes protectores del estado, a pesar de que esas mismas medidas acabarán socavando y empobreciendo sus propias vidas. En el luminoso ensayo Una filosofía del miedo, Bernard Castany Prado nos instruye con una ecuación muy sencilla pero muy indicativa: «a más miedo menos compasión». Y con su prosa cargada de expresividad añade: «Cuando el que es vulnerable se nos representa como una amenaza, no solo dejamos de verlo como un individuo que merece nuestra comprensión y ayuda, sino que lo único que deseamos es apartarnos de él, o apartarlo de nosotros». 


Artículos relacionados:
Si pensamos bien nos cuidamos.
La conducta cívica se atrofia si no se practica.
La conducta cívica se atrofia si no se practica.  


martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón sostuvo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse necesita entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se necesitan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


Artículos relacionados:
Si pensamos bien nos cuidamos.
El descubrimiento de pensar en plural.
La conducta cívica se atrofia si no se practica.  



martes, enero 14, 2025

«La gran mayoría de la gente es buena»

Obra de Didier Lourenço

Contraviniendo la idea generalizada de que el ser humano es egoísta e insolidario por naturaleza, el pensador Rutger Bregman en su ensayo Dignos de ser humanos postula una idea ubicada justo en las antípodas: «La gran mayoría de la gente es buena». Yendo todavía más allá agrega que «es una idea fundamentada empíricamente por casi todos los campos de la ciencia, corroborada por la evolución y confirmada por los hechos en la vida cotidiana».  La mayoría de las personas alberga una naturalizada inclinación hacia el bien. Resulta pertinente preguntarse por qué entonces guardamos una visión tan intensamente aversiva de nuestros semejantes. ¿Por qué asentimos cuando leemos a Hobbes afirmar que el ser humano es un lobo para el ser humano y nos pertrechamos sin dudarlo de su pesimismo antropológico? ¿Por qué nos adherimos a Richard Dawinks y su tesis del gen egoísta extrapolándola a la vida humana y a una noción neoliberal de darwinismo social, cuando sin embargo hay abrumadoras muestras de que nos comportamos con nuestros semejantes de un modo colaborador, equitativo y desinteresado?  ¿Por qué defendemos indiscutidamente estar forjados por una esencia que nos imanta al mal?

Resulta un ejercicio muy estimulante elucidar cuál es el motivo de tener un concepto tan desfavorable del ser humano. La respuesta es multifactorial, aunque la escritora Rebecca Solnit ofrece una reveladora contestación señalando precisamente a quienes suelen ser los prescriptores de este pesimismo: «El pánico de la élite (a la gente) se debe a que los más poderosos tienen una imagen de la humanidad basada en cómo se perciben ellos mismos». A mí me produce perplejidad que se admita acríticamente una idea sombría del ser humano a pesar de que nuestros cursos de acción y los de los demás la desdicen en la reproducibilidad del día a día. Provoca extrañeza corroborar cómo casi todas las personas tienen una imagen valiosa de sí mismas, pero cuando se les pregunta por las demás, sobre todo por las personas con las que no tienen contacto alguno, propenden a señalarlas con adjetivos descalificativos. Sintetizado con lenguaje coloquial. Afirmamos que la personas son egoístas, pero ese epíteto desaparece cuando hablamos de la nuestra. A quienes me hablan de lo miserables que somos las personas les pregunto si ellas lo son, y siempre me encuentro con una respuesta negativa. Casi todas se consideran más o menos buenas, e incluyen a las del círculo de proximidad con quienes mantienen lazos de afecto y aprecio, pero estiman al resto rotundamente malas. 

Rutger Bregman se pregunta por qué cometemos este aparatoso error de percepción. Teoriza que nuestra imagen negativa del ser humano es un nocebo, esto es, que si creemos que los seres humanos son malos, los trataremos como si lo fueran, lo que hará que las relaciones sean malas y avalen nuestra idea de que las personas también lo son. Pura profecía autocumplida y puro sesgo de confirmación. Lo que buscamos con denuedo lo encontramos por todas partes, sobre todo si valida una idea maliciosa. También colaboran a esta distorsión perceptiva del ser humano las noticias y su fijación por dar cobertura a hechos muy llamativos de cariz aciago. Toda la belleza de nuestro derredor con la que es obsequiada la mirada atenta se omite en las informaciones al considerarla de nulo interés mediático. Se nos olvida que las noticias lo son por su condición de excepcionales, pero al verlas todos los días traducimos erróneamente lo inusual en frecuente. Creemos que las noticias nos aproximan a la realidad, cuando lo que hacen es distanciarnos de ella. Los emporios tecnológicos y los medios de comunicación tradicionales son proclives a la espectacularización y estetización del mal. Existe una apabullante mayoría de noticias con tendencia a lo dramático y luctuoso en las que el ser humano se presenta como una criatura miserable e impertérrita ante el daño que depredadoramente aflige a sus semejantes. Por supuesto, los relatos ficcionales recogen esta propensión y la centuplican, y no hay día en el que no se emitan infinidad de películas en la que la gente es muy malvada y mata con enconada dedicación a quienes se encuentran por delante. Tanto las noticias como los relatos ficcionales se alimentan del sesgo de negatividad que hace que nos afecte más un incidente malévolo que uno bondadoso. Y por si todo esto fuera poco distorsionante, cuando nos informamos nos secuestra una explosiva pereza porcentual que inadvierte que por cada suceso acivilizatorio concurren millones de interacciones afables y cuidadosas, lazos de cooperación y altruismo que embellecen la biografía humana. Convertimos una noticia en una forma de leer el mundo exenta de porcentajes y probabilidades estadísticas. Un auténtico dislate.

Las personas nos conducimos por la reciprocación. Cuando los factores contextuales son mínimamente benévolos, tratamos a los demás como nos tratan a nosotros, con una particularidad que conviene subrayar y que enfatiza nuestra predisposición a actuar de un modo que consideramos encomiable. A quien nos trata bien le tratamos bien, pero a quien nos trata mal no solemos tratarle mal, sino que propendemos a retirarle nuestra amistad, o le denegamos en la medida de nuestras posibilidades la reiteración de contacto. Tratar bien a los demás nos hace sentirnos bien, lo que a su vez favorece que les tratemos bien, tanto a las personas próximas como a aquellas con quienes el azar nos hace interaccionar. Los informativos deberían abrir todos los días sus cabeceras con esta maravillosa noticia. Hacer el bien nos sienta bien. Me parece un lema precioso para empezar el nuevo año. 


Artículos relacionados:
Las tragedias sacan lo mejor de las personas.
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
La conducta cívica se atrofia si no se practica.  

 

 

martes, diciembre 17, 2024

La atrofia narrativa

Obra de John Wentz

He comenzado a leer el ensayo Sin relato de la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar. Se trata del libro con el que ha obtenido el prestigioso premio Anagrama de Ensayo de 2024. Mondéjar aborda el estudio de lo que ella denomina atrofia narrativa, una carencia analítica y lingüística para que las personas traduzcan sus experiencias en lenguaje, vertebren sus vidas a través de un relato y, gracias a él, sostengan en el tiempo procesos de subjetivación. La autora explicita esta atrofia como «dificultades del sujeto mismo para enunciarse», o bien que «lo hace mediante una descripción anecdótica y despojada de sentido, sin impronta subjetiva y temporal»En su anterior trabajo, Invulnerables e invertebrados, Mondéjar ya problematizó este tema. El individuo posmoderno encuentra agudizadas trabas para devenir sujeto, puesto que no alberga las suficientes competencias narrativas en las que sujetarse (ni su vida las faculta). Hay incapacidades exacerbadas por la ecología digital y el mundo pantallizado. Ahí están la degradación cognitiva, la fragilización atencional, el empeoramiento analítico, el debilitamiento de la memoria, la desactivación de la capacidad crítica y la pérdida de interacción con el pensamiento abstracto. Se puede sintetizar que la pixelización de la vida atenta contra aquello que propicia entender la vida. Sin embargo, el análisis quedaría escamoteado si no se agrega que la forma de organizar la existencia en torno a una producción capitalista que aspira a extender la ganancia infinitamente favorece el florecimiento de condiciones para vidas sin relato y relatos sin vida. Convertir la perpetua ampliación de beneficio lucrativo en mandato incuestionado acarrea profundas consecuencias en la agencia humana y en el propio planeta Tierra. 

Una de las más visibles es la proliferación de un precariado en el que la inestabilidad, la fragmentariedad y la provisionalidad de todo aquello en lo que se sustancia una vida (empleo, ingresos, tiempo, proyectos, tejido vincular, autonomía, dignidad) entorpece la narración sólida y el relato prospectivo, y a la par promociona un pensamiento cada vez más escuálido y menos autorreflexivo en su pronunciamiento. La discontinuidad salteada de la vida se alza enemiga frontal de un hilo narrativo cuya génesis requiere tránsito reflexivo, concatenaciones discursivas, dotación de sentido. Las intermitencias volatizan la capacidad de historiar y textualizar lo vivido, pero también de propulsarlo orientativamente al futuro en forma de expectativa y orquestación de planes. Se desintegran así las identidades (laborales, geográficas, culturales, vinculares, filiativas), lo que interfiere de forma protagónica en la construcción de la subjetividad. Sin el concurso de la lentitud, la atención demorada y un ritmo de tiempo reposado languidece  el análisis subjetivado de una persona sobre sí misma, y se clausura la opción de que que los acontecimientos devengan experiencia y la experiencia aprendizaje. La celeridad frenética por un lado y la exasperante sobresaturación de estímulos por otro no dejan apenas inscripción mnémica. Obturan la labranza de un patrimonio argumental y memorativo fecundo.

De la confluencia de todos estos factores se colige la condición invertebrada del sujeto, a la que habría que yuxtaponer una invulnerabilidad ficticia alentada por el régimen neoliberal para fomentar el individualismo y desmantelar todos los puntos en los que los seres humanos podríamos pensarnos en común. Lo apócrifo de esta invulnerabilidad (o «la fantasía de la individualidad», utilizando el incisivo título del ensayo de Almudena Hernando) no ha impedido que goce de un predicamento mayúsculo en los imaginarios. Frente a quienes no cejamos de repetir que somos vulnerables, afectivos y mortales, la cultura neoliberal persiste en denegar nuestra idiosincrática vulnerabilidad y por lo tanto nuestra fragilidad constituyente; desdeña lo afectivo y por lo tanto el cuidado y la dignidad como elementos troncales para poder aspirar a una vida buena; silencia en los discursos públicos toda referencia a la muerte, como si fuéramos inmortales y pudiéramos postergar sin sufrir aquello que entronca con lo más profundo de nuestro ser, pero que ahora no podemos llevar a cabo por las coerciones inherentes a la vida-trabajo, que al rutinizarse y naturalizarse ni impugnamos ni nos resultan atroces. Margaret Thatcher hizo célebre una sentencia en la que condensaba esta agenda política: «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Si una definición acientífica de alma nos enuncia que el alma es la conversación en la que una persona se va narrando a cada segundo lo que hace a cada instante para dotarse de sentido y orientación, expropiarla de discurso vertebral es dejarla sin alma. Sin estructura. Sin persona dentro de la persona. 

 

  Artículos relacionados:
La atención convierte al mundo en un lugar apasionante.
Conócete a ti mismo para que puedas salir de ti.
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.