Obra de Bo Bartlett |
A mí me gusta señalar que los
Derechos Humanos son el cénit de la creatividad humana, una invención ética
para salvaguardarnos de lo más predador de nosotros mismos. Para demostrar su
carácter inventivo, en alguna conferencia he tenido que recordar a los
asistentes que esos derechos no vienen del mar, ni se cultivan
en la tierra, ni caen de los árboles, ni los llueve el cielo, ni los manuscribió
ninguna deidad, ni los bajó nadie en tablas de piedra de ninguna empinada montaña. Nos
los hemos inventado para mejorarnos. Son un común denominador para el
paisaje humano, los mínimos sin los cuales la dignidad no puede brotar en la
vida de una persona. Conviene recordar que esos derechos fueron proclamados
tras la espantosa carnicería de la Segunda Guerra Mundial, un hemoclismo (una inundación
de sangre, según la acertada expresión del atrocitólogo Matthew White) de dimensiones sobrecogedoras. En Pensamientos arriesgados, Savater
recuerda a los despistados que esos derechos «no provienen tanto de las promesas de la luz como
del espanto de las sombras». Cedo a Eleanor Roosevelt, que presidió la comisión que formuló la Declaración Universal, la respuesta a la interesante pregunta «¿dónde empiezan esos derechos?». «Esos derechos
empiezan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan
pequeños que no aparecen en ningún mapa... Si esos derechos no significan
nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una
acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra
voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano».
Estos días estoy
leyendo el voluminoso ensayo Los ángeles
que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones de
Steven Pinker. En sus páginas aboga por la verificada tesis de que los índices
de violencia han descendido extraordinariamente en los últimos siglos. Pinker
busca una causa exógena para explicar esa disminución y por
ende la mejora en la convivencia y en el proceso civilizador. El hallazgo es soprendente y lógico a la vez. Mejoramos
notablemente como especie cuando empezó a importarnos el sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el
dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta? La
explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la
invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión
de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la
lectura de novelas epistolares. La lectura ensanchó la mente, afiló la sensibilidad, conectó ideas, explicó el sufrimiento ajeno, amplió el círculo empático. Los pensadores de la Ilustración (en cuyas ideas se basan las dos Declaraciones que preceden a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia) son
hijos de una empatía estimulada por el poder evocador de los relatos de otras vidas recogidas en los libros. Esa empatía
es esencial para la compasión, el sentimiento más radicalmente humano, o el que más incide en la acción humana.
Curiosamente
leo en una entrevista a la escritora especializada en religión comparada Karen Armstromg, galardonada en la última edición con el
Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, que la compasión está
desacreditada porque la concebimos erróneamente: «a veces se traduce
por misericordia, que significa que yo estoy en una situación de privilegio y
entonces siento pena por ti. Pero la compasión tiene que ver con la igualdad.
Analizas tu corazón, piensas qué te haría daño y no se lo haces a otro. Esa es
la regla de oro». Adela Cortina lo explica de idéntica manera en Aporofobia: «la compasión es sobre todo el reconocimiento de que el otro es un igual con el que existe un vínculo que precede a todo pacto». En el monumental La compasión, una vitud bajo sospecha,
Aurelio Arteta ilustra con claridad que la compasión es el germen de la justicia
que luego se encarna en instituciones. Estoy convencido de que los Derechos Humanos que
están a punto de cumplir su septuagésimo aniversario nacieron del sentimiento
de la compasión. Un sentimiento que se fomenta con las creaciones que los seres
humanos hemos inventado para narrarnos a nosotros mismos (novelas, canciones, obras de teatro,
películas, cuadros, ensayos, poesías, sinfonías, etc.). Cualquiera de estas creaciones es la mejor forma de saber
qué siente aquel que no soy yo y con el que nunca podré intercambiar una
palabra por lejanía geográfica o brecha afectiva. En Sin afán de lucro, la filósofa
norteamericana y escrutadora del orbe sentimental Martha Nussbaum refrenda esta tesis y anima a relanzar las Humanidades en la oferta curricular en un mundo exorbitado de medios tecnológicos pero anoréxico de fines. El italiano Nuccio Ordine también defiende lo mismo en el enternecedor opúsculo La utilidad de lo inútil. Su argumento es que lo más inútil
(para el credo económico y su maximización del beneficio) es lo más útil para vivir y para convivir bien todos
juntos. Acabo de explicar a qué aspiran los Derechos Humanos.
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El derecho a tener Derechos Humanos.
«No quiero que se compadezcan de mí».
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