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martes, diciembre 19, 2017

Cuidarnos en la alegría



Obra de Antony Williams
Defino como humanidad la conducta en la que un ser humano se preocupa de otro ser humano. Es muy fácil rellenar de contenido este término (humanidad) aparentemente vago y complejo. Basta con acudir a su negación para saber con exactitud de qué estamos hablando. En el lenguaje coloquial existe una fórmula verbal tremendamente delatora. Yo la utilizo a menudo en mis cursos. Cuando decimos de alguien que es «inhumano» estamos señalando subrepticiamente qué entendemos por ser un ser que se conduce con humanidad. Cuando decimos de alguien que «no tiene sentimientos» estamos delineando con escuadra y cartabón qué sentimientos nos gustaría que vehicularan las acciones humanas en el espacio compartido, qué parafernalia sentimental sería bueno que gobernara el nexo entre las alteridades para mejorar su vinculación. Puede parecer una tautología huera, pero el comportamiento humano es ser humano con los seres humanos, incluidos los que exceden la selección de parentesco y las restricciones empáticas. Se trataría de conducirnos con concordia. La palabra concordia proviene de cor, cordis, corazón. Cuando en nuestro comportamiento hay concordia el corazón preside las interacciones con el otro. En ese instante estamos atravesados de cordialidad, una virtud nuclear si aceptamos que los seres humanos somos seres en relación, no entidades insulares ni sujetos atomizados como insiste en hacernos creer el acérrimo individualismo. 

Cuidar a alguien es lo menos pragmático y lo  más humano de todas las actividades posibles que concita la experiencia de vivir. Pragma significa cosa, así que pragmático es el que hace cosas, pero práctico es el que aprende cuestiones relacionadas con la conducta de los sujetos, nada que ver con los objetos. Por eso cuanto más deshumanizado es un contexto lo pragmático acaba subsumiendo a  lo práctico. Los sujetos nos cuidamos prestándonos atención. Esta expresión me resulta excepcionalmente valiosa. Es un  hallazgo léxico de primer nivel que el uso frecuente ha invisibilizado por completo. Cada vez valoro más que alguien me preste su atención (durante un lapso de tiempo su atención es mía) y cada vez presto más atención (entrego mi atención a una otredad) a quien me la presta a mí. Atender es poner la atención en un sitio concreto, y creo que no hay nadie que cuide a nadie si no lo acompaña con su atención. De ahí que cuidar y atender sean sinónimos. Siento decirlo porque adoro los animales, pero el mejor amigo del hombre no es el perro, tampoco el encantador gato, el mejor amigo de cualquiera de nosotros es aquel que nos cuida y se preocupa de cómo va nuestra existencia en el mundo de la vida.  Es decir, aquel que se interesa por nosotros porque le interesamos. Aquel que nos presta su atención. Y nos la presta porque nos quiere. Esta es la concatenación  que explica por qué en su sentido original amar a alguien era cuidarlo.

Se tiende a hablar del cuidado para asistir a nuestros pares en los momentos en los que se les avería el cuerpo, cuando pierden autonomía y no se valen por sí mismos para operaciones primarias, cuando la decrepitud de la carne muestra su poder omnímodo, cuando la precariedad económica oxida sus posibilidades, cuando la vulnerabilidad con sus diferentes rostros muestra sus temibles fauces. Se ha instalado un tropismo que conceptualiza cognitivamente el cuidado como la asistencia al otro en exclusivos episodios de adversidad, quizá porque el antagonismo del cuidado es el daño. De este modo cuidar consiste en evitar que el daño asedie al otro o curarlo en el caso de que ya haya sido asaltado por él.  A mí me provoca perplejidad que muchas personas solo concedan cuidado para amortiguar la tristeza en instantes de mendicidad afectiva o material, pero lo repliegan para la alegría. Acuden a sedar la desgracia, pero no a propiciar la gracia. La tecnología sentimental de la compasión nos enseña a diario que compartir la pena diezma la pena, pero compartir la alegría multiplica la alegría. El cuidado también es participar o hacer partícipe al otro de esta prodigiosa multiplicación. Cuidar es gozar juntos, edulcorar la vida, llenarla de aquello que evapora la sensación de esfuerzo, compartir y degustar el afecto, defender aquello que salvaguarda la dignidad de toda la familia humana (que es como todos nosotros aparecemos citados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en cualquier ensayo que vindique la fraternidad). Cuidar es atender a que la alegría comparezca en la vida del otro, no solo acudir a quitarle la aflicción de encima. Me atrevo a manipular la Regla de Oro y arrimarla a una ética alegre del cuidado: «Cuida al otro como te gustaría que te cuidaran a ti para que no decaiga tu alegría».  Felices días a todos.



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martes, diciembre 12, 2017

Empatía, compasión y Derechos Humanos

Obra de Bo Bartlett
Un nuevo 10 de diciembre volvemos a celebrar el Día de los Derechos Humanos. En esa misma fecha, pero de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida por tercera vez en París firmó la Declaración Universal de esos Derechos Humanos. El documento aloja treinta artículos que se sostienen en la idea de la dignidad humana. Tenemos el derecho de que esa dignidad que nos arrogamos en tanto que somos seres humanos sea protegida, pero también cargamos el deber de cuidarla en los demás. Fue la primera vez en la historia de la humanidad en que la dignidad humana (el valor que nos damos a nosotros mismos los seres humanos por ser seres humanos y el derecho a tener derechos) encontró reconocimiento y protección jurídica. Cualquier ser humano posee unos inalienables derechos sin distinción alguna de su raza, color, sexo, religión, condición política, propiedades, nacionalidad, o país de origen. 

A mí me gusta señalar que los Derechos Humanos son el cénit de la creatividad humana, una invención ética para salvaguardarnos de lo más predador de nosotros mismos. Para demostrar su carácter inventivo, en alguna conferencia he tenido que recordar a los asistentes que esos derechos no vienen del mar, ni se cultivan en la tierra, ni caen de los árboles, ni los llueve el cielo, ni los manuscribió ninguna deidad, ni los bajó nadie en tablas de piedra de ninguna empinada montaña. Nos los hemos inventado para mejorarnos. Son un común denominador para el paisaje humano, los mínimos sin los cuales la dignidad no puede brotar en la vida de una persona. Conviene recordar que esos derechos fueron proclamados tras la espantosa carnicería de la Segunda Guerra Mundial, un hemoclismo (una inundación de sangre, según la acertada expresión del atrocitólogo Matthew White) de dimensiones sobrecogedoras. En Pensamientos arriesgados, Savater recuerda a los despistados que esos derechos «no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras». Cedo a Eleanor Roosevelt, que presidió la comisión que formuló la Declaración Universal, la respuesta a la interesante pregunta «¿dónde empiezan esos derechos?». «Esos derechos empiezan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa... Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano».

Estos días estoy leyendo el voluminoso ensayo Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones de Steven Pinker. En sus páginas aboga por la verificada tesis de que los índices de violencia han descendido extraordinariamente en los últimos siglos. Pinker busca una causa exógena para explicar esa disminución y por ende la mejora en la convivencia y en el proceso civilizador. El hallazgo es soprendente y lógico a la vez. Mejoramos notablemente como especie cuando empezó a importarnos el sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta?  La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. La lectura ensanchó la mente, afiló la sensibilidad, conectó ideas, explicó el sufrimiento ajeno, amplió el círculo empático. Los pensadores de la Ilustración (en cuyas ideas se basan las dos Declaraciones que preceden a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia) son hijos de una empatía estimulada por el poder evocador de los relatos de otras vidas recogidas en los libros. Esa empatía es esencial para la compasión, el sentimiento más radicalmente humano, o el que más incide en la acción humana. 

Curiosamente leo en una entrevista a la escritora especializada en religión comparada Karen Armstromg, galardonada en la última edición con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, que la compasión está desacreditada porque la concebimos erróneamente: «a veces se traduce por misericordia, que significa que yo estoy en una situación de privilegio y entonces siento pena por ti. Pero la compasión tiene que ver con la igualdad. Analizas tu corazón, piensas qué te haría daño y no se lo haces a otro. Esa es la regla de oro». Adela Cortina lo explica de idéntica manera en Aporofobia: «la compasión es sobre todo el reconocimiento de que el otro es un igual con el que existe un vínculo que precede a todo pacto». En el monumental La compasión, una vitud bajo sospecha, Aurelio Arteta ilustra con claridad que la compasión es el germen de la justicia que luego se encarna en instituciones. Estoy convencido de que los Derechos Humanos que están a punto de cumplir su septuagésimo aniversario nacieron del sentimiento de la compasión. Un sentimiento que se fomenta con las creaciones que los seres humanos hemos inventado para narrarnos a nosotros mismos (novelas, canciones, obras de teatro, películas, cuadros, ensayos, poesías, sinfonías, etc.). Cualquiera de estas creaciones es la mejor forma de saber qué siente aquel que no soy yo y con el que nunca podré intercambiar una palabra por lejanía geográfica o brecha afectiva. En Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana y escrutadora del orbe sentimental Martha Nussbaum refrenda esta tesis y anima a relanzar las Humanidades en la oferta curricular en un mundo exorbitado de medios tecnológicos pero anoréxico de fines. El italiano Nuccio Ordine también defiende lo mismo en el enternecedor opúsculo La utilidad de lo inútil. Su argumento es que lo más inútil (para el credo económico y su maximización del beneficio) es lo más útil para vivir y para convivir bien todos juntos. Acabo de explicar a qué aspiran los Derechos Humanos.



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viernes, diciembre 09, 2016

El derecho a tener Derechos Humanos



Obra de Duarte Vitoria
Mañana es el día en que celebramos la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Yo siempre cuento la anécdota de cómo la Carta Magna estuvo a punto de no firmarse aquel 10 de diciembre de 1948 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas se reunió en París. Los representantes de los cincuenta y un países  convocados no se ponían de acuerdo para fundamentar la idea de dignidad. Unos querían vincularla con alguna entidad sobrenatural, otros  con alguna de las varias deidades monoteístas que figuran en el catálogo antropológico, los laicos renegaban de la participación divina en estos trajines tan netamente humanos. Al final la idea de dignidad no se fundamentó en nada. He aquí el milagro de esta creación insuperable, la antología de la inteligencia que decidió que poseemos dignidad porque los seres humanos somos valiosos y, frente a cuaquier otro ser vivo de la ecosfera, podemos orientar la vida por fines que van mucho más allá de los dictados por la biología. La dignidad, que no se sostiene en nada, nos sostiene a nosotros. Se produce el bucle creador del que hablaba Vigotsky.  El hombre crea la cultura y la cultura crea al hombre en un proceso inacabable que a cada rotación va pormenorizando ambos vectores. O, dicho desde el prisma neurobiológico y empleando el título de un ensayo de Antonio Damasio, el cerebro creo al hombre, y el hombre fue desarrollando el cerebro y sobre todo utilizando sus mecanismos emocionales y corticales para ponerlo a trabajar en la aventura de humanizarnos.

Los Derechos Humanos orbitan en torno al eje axial de la dignidad. La dignidad es una idea portentosa que a pesar de no tener correlación extramental se transforma en funcional si todos los que participamos en el proyecto mancomunado de humanizarnos la respetamos en nosotros mismos y en los demás.  En los últimos años he comprobado con sorpresa que se habla mucho de dignidad y sin embargo apenas nadie sabe qué es. Su definición es muy sencilla. Toda persona por el hecho de serlo posee el derecho a tener derechos. Existir te hace titular de esa carta de derechos y por supuesto también de sus deberes (mi derecho es el deber de los demás, mi deber es su derecho).  Esos derechos son los inalienables Derechos Humanos. Matizo aquí que tanto los derechos de primera como los de segunda generación, que son yuxtapuestos. Sin los primeros los segundos no tienen validez real, y viceversa, sin derechos sociales y económicos los derechos civiles son papel mojado.

En mis paseos por la capital del mundo (o sea en las presentaciones del libro La capital del mundo es nosotros),  o en alguna de mis conferencias que comparto por ahí, siempre acabo reinvidicando explícita o tangencialmente el cumplimiento de estos Derechos. Como los Derechos Humanos no son obligatorios ni vinculantes, aunque por ahora ningún mandatario ha tenido la procacidad de denigrarlos públicamente en sus discursos, algunos de los asistentes siempre objetan lo quimérico de ponerlos en práctica.  Ante sus dudas a que los Derechos Humanos se puedan cumplir en cualquier persona que habite el planeta Tierra, les pregunto si ellos querrían que se realizaran en la vida de sus hijos, o en la de sus seres queridos, o en la suya. La respuesta siempre es afirmativa. En esta contestación reside la esperanza de un mundo más decente y más acogedor para vivir y degustar la vida. Es palmario que en muchísimos lugares estos Derechos se vulneran, y  en otros tantos se aceptan de una manera parcial, pero parece que hay consenso en que el ser humano tendría una vida más plena y con menos tentativas depredadoras y de subyugación del otro si se cumplieran en su totalidad y en todos los rincones del orbe.  No me quiero extender mucho, pero los Derechos Humanos son el desiderátum de la humanidad. Es decir, la aspiración máxima de un deseo máximo. Este ideal es estrictamente ético. Lo que nos gustaría ser como seres humanos porque todavía no lo somos. En nuestra mano está llegar a serlo. Un primer paso sería tratar al otro con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros. A partir de ahí, todo es muy sencillo, si se quiere.



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