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martes, diciembre 01, 2015

Admirar lo admirable

Los semblantes y el deseo, de Juan Genovés
Una de las definiciones de educación que me resultan más interesantes pertenece a Platón. Es una definición muy sencilla y muy lacónica: «La educación consiste en enseñar a desear lo deseable». Su brevedad dona contundencia y belleza al adagio, pero nos obliga a la ardua, y sospecho que larga, labor detectivesca de desentrañar qué es lo deseable. Ese es el territorio que trata de desbrozar la ética, encontrar aquellos valores que nos mejoren a todos y que además nos hagan sentirnos contentos y orgullosos por haberlos encontrado y aplicado a nuestra conducta. Lo interesante de la afirmación es que Platón alude a la fuerza centrífuga del deseo, es decir, que la educación ha de promocionar la desobediencia de los deseos que sintamos momentáneamente en aras de no obstruir aquellos otros que nos hemos comprometido a alcanzar encarnándolos en un propósito de más empaque anudado a  lo deseable. Recuerdo que con motivo de un texto para un libro parafraseé la sólida sentencia platónica: «La educación  no es otra cosa que aprender a admirar lo admirable». Aprender es una tarea que nos compete exclusivamente a nosotros mismos (los demás solo nos pueden enseñar), y desear lo deseable es atrapar lo admirable para que nos multiplique en nuestra condición de seres que anhelamos ensanchar el mundo que habita en el interior de nuestro cerebro. Lo admirable es todo lo que la comunidad señala como valioso y se reconoce así y se aplaude y se divulga con la intención de que sea reproducido en la conducta de sus miembros. He aquí la centralidad del ejemplo en la comunidad reticular de la que formamos indefectible parte. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, siempre y cuando sepamos qué palabras quiere ejemplificar, y su impacto en la sociabilidad es más profundo y eficaz que todos los libros de texto juntos.

Lo valioso vincula con la axiología, con los valores, con eso tan rutinario que consiste en valorar primero y elegir después. Admirar lo admirable trae anexada una consecuencia que sólo se puede catalogar de genial. La admiración lleva intrínsecamente una palanca motivadora que impele a reproducir lo admirado, copiar lo que provoca el reconocimiento, mimetizar aquello que, al considerarlo valioso, ha captado nuestra atención y nuestras ansias de emulación. No confundir con idolatría, que es una admiración hiperbólica muchas veces basada en un mérito de valor accesorio. Supongo que es algo frecuente, pero a mí me ha ocurrido que a medida que he acumulado años en mi biografía cada vez idolatro menos y cada vez admiro más. Asombrarse por lo aparentemente ordinario y sencillo, dedicarse a la perplejidad, permitir que la mirada se suicide contemplando cómo lo increíble se instala en lo cotidiano, comprobar a cada instante la condición creadora de la inteligencia humana,  observar la maravillosa convivencia de personas que no tienen nada que ver unas con otras, el soberbio milagro que es compartir espacios y propósitos entre gente que posee preocupaciones tan dispares, habernos dado la condición de existencias al unísono para que vivamos mejor que si estuviéramos desagregadas. Contemplar la belleza que somos capaces de reproducir a través del arte, los artefactos que la tecnología inventa para satisfacer el bienestar, los relatos para explicarnos a nosotros mismos a través de los distintos lenguajes, la gratitud que supone que nuestros antepasados más brillantes nos hayan legado su conocimiento para que lo podamos utilizar ahora, la infinita suerte de sentir afecto por las personas cercanas y afecto ético por las lejanas (y que a los demás les ocurra lo mismo con nosotros), la proeza humana de habernos desatado de una cuota del determinismo biológico y ahora poder elegir con qué fines construir nuestra vida, la insuperable hasta el momento idea de levantar una ficción como la dignidad para modelarnos como sujetos y autorregular nuestro comportamiento para elevarlo. Todo lo aquí listado son aspectos admirables que la cotidianidad invisibiliza y que la educación debería enfatizar. Aprender a admirar lo admirable es lograr que nuestra atención se pose más a menudo sobre todas estas creaciones para sentimentalizar dos aspectos nucleares. Lo alucinante que es todo lo que cada vez nos cuesta más sentir como alucinante. Lo precario que es el equilibrio de lo alucinante y por tanto nuestro deber de cuidarlo.



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jueves, septiembre 24, 2015

¡Peligro: la soberbia!


A sus pies. Luis Beltrán
La soberbia es el primero de los siete pecados capitales. Los pecados capitales son un paseo por los lóbregos sótanos del alma humana, una llamada de alerta de los peligros que acarrean aquellas pasiones que han tomado la dirección de la desmesura. Son comportamientos que se hibridan con otros comportamientos con los que comparten vecindad y a veces consanguinidad y que entorpecen la convivencia, ensucian las interacciones, inoculan insalubridad en el yo. El primero de ellos es la soberbia. Es un movimiento de doble dirección. Alude a la atracción que nos impulsa a la grandeza y a la fe en uno mismo por alcanzarla en su sentido positivo, pero también a la vanagloria y al desprecio a los demás en su sentido negativo. Coloquialmente hablamos de la soberbia  como la hipertrofia del ego, que además posee la irrefrenable singularidad de que no admite los méritos en otro yo al que trata de anular con el menosprecio. Una envenenada pedagogía del mirar hace que la conducta soberbia incapacite para ver o aceptar en los demás atisbos de excelencia, porque señalarlos empequeñecería la grandeza que el soberbio reclama para sí mismo en exclusividad. Esta necesidad de devaluar la conducta ajena se basa en la desconsideración:  negarle al otro el valor y el respeto que se concede a sí mismo, y por tanto humillarlo y rebajarlo en un juego de vasos comunicantes en el que el desprecio al otro es en realidad un velado halago al propio yo. 

Si los pecados capitales señalan la desmesura, la soberbia es el descomedimiento de un buen concepto de uno mismo. Creemos saludable poseer una buena autoestima para evitar la irresolución del yo ante los desafíos del mundo, pero no rotar hasta el otro extremo y granjear peligrosa amistad con la altivez. Nos quejamos de aquellos cuya excesiva modestia les impide incrementar posibilidades, pero censuramos y solemos alejarnos preventivamente de los que han enfermado de vanidad. Animamos a los que se atribuyen una autoestima baja a que aprendan a hablarse bien para sortear la mortificación, pero nos provocan vergüenza los que pasan al otro lado del péndulo y se instalan en la arrogancia.  Nos gusta la gente que siente orgullo (la satisfacción que procura lo que uno considera bien hecho, no confundir con el orgullo del que se niega a capitular un curso de acción a pesar de coleccionar razones para ello, todo por no aceptar que otros han propuesto mejores opciones), pero nos produce aversión la gente aquejada de egolatría (la admiración impúdica y continua de lo propio) o narcisismo (un amor tan abusivo hacia él mismo que no le quedan porciones que repartir con los demás). Consideramos inteligente pertrecharnos de un buen autoconcepto, pero nos resultan insoportables los vanidosos (los que buscan cualquier excusa para pavonearse buscando la permanente alabanza de los demás). Este equilibrio funambulista entre la desmesura y la carestía de soberbia nos retrotrae a Aristóteles y su célebre conclusión de que la virtud se halla en el justo medio, en ese punto geográfico situado entre el exceso y el defecto. El propio Aristóteles defendía que la virtud sedimenta en la conducta a través del hábito. Yo creo que al defecto le pasa exactamente lo mismo. Sólo que necesita bastante menos hábito.



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jueves, septiembre 10, 2015

El ser humano ¿es bueno o es malo?



Pintura de Didier Lourenço
Hace unos días me preguntaron si el ser humano es bueno o malo. Se trata de una evidente pregunta maniquea, y cuando alguien formula un interrogante maniqueo existen muchas posibilidades de que la respuesta también lo sea, salvo que uno incursione con un machete dialéctico en la frondosa maleza de los matices. Ante mi inicial silencio, mi interlocutor añadió: «Dicho de otro modo, ¿eres de Rousseau o de Hobbes?». Rousseau defendía que el hombre es bueno por naturaleza, pero que al vivir en sociedad se corrompe porque entran en juego deseos pulsionales como la dominación, la propiedad, el reconocimiento, la cotización, la comparación, el dichoso e insaciable ego. Hobbes cobijaba una visión negruzca del ser humano que resumió en el celebérrimo aforismo «el hombre es un lobo para el hombre». Estaba convencido de que el ser humano sólo se reconduce con el miedo y la disuasión del castigo. La pregunta inicial y la disyuntiva entre el autor de El contrato social y el de Leviatán son tramposas porque inducen a decantarse por una opción o su antagónica, cuando en realidad no hay opciones. 

Los seres humanos no somos ni buenos ni malos, existen conductas execrables y existen conductas admirables, y la mayoría de las veces unas y otras aparecen abigarradamente entremezcladas en los cursos de acción protagonizados por el sujeto que somos. Hace muchos años me aprendí una hilarante tautología del humorista José Luis Coll relacionada con estas cuestiones tan capitales. Coll afirmaba que «el hombre es como es, y bastante desgraciada tiene con ser así». Es cierto que tenemos bastante mala suerte en ser como somos, pero falsearíamos las cosas si escamoteáramos que también tenemos una suerte fantástica en ser como somos. Recuerdo que en una entrevista que realicé a Jesús Ferrero con motivo de la publicación de su maravilloso ensayo Las experiencias del deseo (Premio Anagrama), le pregunté algo parecido, si en nosotros prevalecía más la dimensión cooperativa o la competitiva. Su respuesta fue muy elocuente: «Somos ambas cosas a la vez, y si negamos una parte en favor de la otra estaremos negando la esencia de nuestra naturaleza».    

En mis cursos y en mis charlas yo suelo citar la figura del renacentista Pico de la Mirándola y su Elogio de la dignidad. Allí postulaba que el ser humano es el único animal con la suerte proteica de erigirse en el arquitecto de su propia vida. Podemos ser ángeles o demonios porque tenemos capacidad para emanciparnos de nuestro sino biológico y elegir libremente nuestra conducta. Blaise Pascal afirmaba con mucho criterio que una hormiga o una abeja de hoy hace invariablemente lo mismo que una hormiga o una abeja de hace tres mil años. Pero los seres humanos, a pesar de que soportamos determinismos genéticos, sociales y económicos, podemos elegir, escoger, discernir, valorar, optar. Poseemos inteligencia volitiva, identidad movediza, recursos para interpretar y transformar el entorno y a nosotros mismos en una biografía de geometría variable. Somos los únicos privilegiados que podemos hacerlo a través de la educación, el conocimiento, la cultura, el arte, la pedagogía de las interacciones. Nuestra versatilidad es decididamente enorme para lo bueno (que podríamos definir como tratar el otro con la misma consideración que solicitamos para nosotros) y para lo malo (convertir al otro en un medio para colmar nuestros intereses). Nuestra volubilidad nos hace capaces de lo peor y de lo mejor.

Podemos dar la vida por salvar a alguien a quien  no conocemos de nada y podemos asesinar legalmente a miles de congéneres industrializando la violencia y empleándola con gélido y exterminador pragmatismo. Sabemos bien que deprimir determinados factores del medio ambiente social favorece la emergencia del lado depredador que llevamos en nuestra dotación genética, pero también que estimular ciertos contextos saca lo más loable inscrito en nuestra naturaleza. Nos podemos encanallar pero también nos podemos mejorar. La mayor proeza de la inteligencia para sacarnos de la selva fue la de convertir los fines de los demás en nuestros propios fines, y viceversa, una contorsión sublime y maravillosa alcanzada gracias al afecto en las distancias cortas y a la dimensión ética en las distancias largas. A todos nos compete decidir con nuestro comportamiento y nuestras decisiones qué preferimos promocionar. Existe una anécdota que relata un enfrentamiento encarnizado entre un lobo feroz y egoísta y un lobo amable y justo. A nosotros nos atañe a cuál de los dos debemos alimentar sabiendo que el mejor alimentado ganará la pelea.



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martes, marzo 24, 2015

La envidia sana



Pintura de Francis Bacon
Con motivo de mi último artículo sobre la envidia (ver), una lectora, a la que desde aquí agradezco su participación, preguntaba con muy buen criterio si existe la envidia sana. En ese mismo texto yo citaba a Hobbes. El autor del célebre «el hombre es un lobo para el hombre» ya distinguía entre la emulación y la tristeza que sentimos cuando observamos la prosperidad ajena. Platón acuñó una de  las definiciones de educación más sólidas de todas las que yo he leído: «Educar es enseñar a admirar lo admirable». Cito aquí a Platón porque su apelación a lo admirable vincula con la envidia sana. Podríamos decir que este tipo de envidia es sinónimo de intentar reproducir lo admirable que vemos en el otro, el deseo de replicar en nuestra vida lo que consideramos plausible. No tiene nada que ver con el dolor interior, o el daño de contemplar en el otro lo que a nosotros nos falta, sino con el deseo de mimetizar lo valioso. Probablemente lo admirable correlacione con el comportamiento más que con bienes, experiencias o estatus (uno de los lugares sobre los que la corrosión de la envidia opera con más ahínco sobre el envidioso). La envidia sana es la contemplación de lo elogiable y el deseo de aplicarlo a nuestra vida sin que en ese trasvase sintamos tristeza. Al contrario. En casos así lo que se suele sentir es inspiración e impulso. La envida sana sería la antesala del aprendizaje vicario, el resorte que moviliza energías para que el ejemplo ajeno se erija en maestro propio. Aprendemos aquello que observamos en los demás, que suele ser validado por la comunidad, y que consideramos útil para mejorar nuestra vida. Aquí no hay envidia malévola y deletérea, esa que se sitúa en las antípodas y se activa cuando alguien desea con inquina lo peor a aquel con quien se siente en insoportable desventaja. Acaso tampoco en la envidia sana haya nexos que la emparejen con el sentimiento social de la envidia, aunque el lenguaje coloquial se refiere a ella en estos términos. Hay deseos de mimetizar una conducta que extraería de nosotros una versión más afinada.



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