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martes, julio 07, 2020

La admiración es la contraposición de la envidia


Obra de Bo Bartlet
Es muy curioso comprobar cómo en los procesos educativos se habla mucho de valores y muy poco de virtudes, o se enfatiza con insistencia la para mí erróneamente llamada inteligencia emocional y apenas se subraya la necesidad de un proyecto ético en el que los sentimientos puedan cobrar su genuino sentido evaluativo. En la plaza pública se insiste en que vivimos crisis de valores, pero a mí me parece que no es así. Lo que padecemos es una crisis de virtudes. Las virtudes son valores en acción, ideas sobre el comportamiento hechas comportamiento. Los valores entran por los oídos, pero las virtudes se observan con los ojos en las acciones ejemplares. Si nuestro entramado afectivo está bien alfabetizado, el sentimiento de la admiración activa en nosotras el deseo de incorporar la conducta virtuosa que se despliega ante nuestros ojos en el paisaje de la vida compartida. Frente a otras disposiciones afectivas más sedentarias, en la admiración hay una imantación intrínseca que nos confiere la condición de nómadas. Admirar es ir hacia lo excelente que se mira. Y dirigirse hacia lo mirado ya es una práxis del vivir.

Muchas veces nominamos como envidia sana la virtud admirativa, pero no mantienen nexo alguno. Las palabras nunca son gratuitas y crean mundo y por tanto futuro solo con su propia fonación. Hay que ser muy cuidadosos al elegirlas y al pronunciarlas. La envidia sana se suele utilizar como sinónimo de admiración porque tanto en la una como en la otra el sujeto anhela apropiarse de lo que no posee, pero hay una diferencia gigantesca que las convierte en sentimientos antónimos. Si descodificamos la envidia sana, veremos que no puede ser salubre. La envidia es la tristeza que provoca en nosotros la contemplación de la prosperidad ajena. Es un sentimiento que jamás aporta benignidad ni tampoco ninguna optimización adaptativa. Es mórbida y siempre hace daño. Quien la siente vive dolorosamente encarcelado entre sus enmudecidos muros. Como la envidia es un sentimiento reprobado consuetudinariamente, rara vez se verbaliza y se comparte para evitar así la penalización social. Al margen de qué apellido le acompañe, la envidia nos deja abatidas e incluso enojadas. Sin embargo, la admiración nos inunda de alegría. Cuando contemplamos admirativamente la comisión de lo excelente jamás nos envuelve la tristeza. Lo magnífico observado nos suministra elevadas cantidades de energía para precisamente realizar la tarea de trasladarlo fruitivamente a nuestro comportamiento. Cuando admiramos sentimos cómo la alegría percute y fosforece en el cuerpo, nos entusiasma lo contemplado y anhelamos sedimentarlo en conducta. La alegría adosada a la admiración es la fuerza ejecutiva para realizar este ejercicio de traslación y apropición. El espectador deviene autor. Conviene recordar en este punto que la alegría es decir sí a la celebración de la vida, y lo excelente siempre es una manera de festejar lo hermoso que se agazapa en el irrepetible acontecimiento de estar vivo.
 
Resulta difícil no traer a colación a Aurelio Arteta y su ensayo La admiración, una virtud en la mirada. El propio título es una muy elocuente definición de la admiración. Si no recuerdo mal, estoy citando de memoria, el propio Arteta postulaba que la admiración es el sentimiento de lo mejor y el mejor de los sentimientos. Es el sentimiento elicitado por la panorámica de la conducta excelente, que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro comportamiento a sabiendas de que nos metamorfoseará en personas mejores. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo abyecto, lo que nos amplifica de lo que nos reduce, lo que no ennoblece de lo que nos encenaga. Cuando el lenguaje cotidiano reprende en que no hay que juzgar a las personas, no dice que no haya que delinear éticamente unas conductas de otras, sino que debemos rehuir establecer juicios generales basados en conductas concretas de las que ignoramos el contexto, la intrahistoria, la biografía de su protagonista. La jerarquización del comportamiento sólo es posible con un proyecto ético que nos indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las decisiones de su autonomía cuyo desarrollo se convierte en alegría. La alegría es un indicador inequívoco de si estamos admirando o de si estamos envidiando. Si solo se puede aprender aquello que se ama (por citar el título del ensayo de Francisco Mora), y si se aduce que solo se puede amar aquello que provoca alegría, es fácil silogizar que solo podemos transformarnos a través de la alegría. Sentimentalizarnos en la admiración es sentimentalizarnos en la alegría, el sentimiento que monopoliza cualquier práctica emancipadora. 



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martes, mayo 26, 2020

Los afectos son la manera de ubicar lo que nos afecta


Petra Kaindel
Ayer mantuve una entretenida conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de nuestro trato con el mundo. 

La afectabilidad faculta que el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que nos hacen sentir vivos.

Un afecto puede impugnar o recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo. 
  


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