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martes, junio 28, 2022

La trascendencia horizontal o el respeto a la dignidad humana

Obra de Anita Klein

En la novela Los hermanos Karamázov, Dostoievski pone en boca de uno de sus atribulados protagonistas que «si Dios no existe, todo está permitido». El autor de la lapidaria sentencia presuponía que la ausencia de un dios legislador y punitivo con poder condenatorio o absolutorio conllevaría el desorden de los comportamientos y la disolución de los límites. El politeísmo se convirtió en monoteísmo cuando se complejizaron las sociedades. La multiplicidad de deidades se compendió en la creencia de un solo ente supremo. El fin perseguido era monopolizar su voz y la unificación de pautas de comportamiento y criterios relacionales en asentamientos cada vez más poblados y con una red de interdependencias que crecía en densidad y alambicamiento. La presencia de un solo dios uniformizaba normas para vertebrar esa convivencia intrincada y laberíntica. De este modo esas normas llegadas del cielo se podían erigir en código civil sin encontrar la oposición de otros dioses y por tanto de otros creyentes con posicionamientos discordantes. Admitir una entidad sobrenatural con capacidad de administrar premios y puniciones conllevaba la creación de una conciencia que contemplaba al otro como un igual con el que se contraían obligaciones comportamentales, responsabilidades sobre las decisiones personales que al hacerse acciones u omisiones impactaban en la vida de los demás, y por tanto las investían de sentido y valor. La existencia apócrifa o real de un dios monoteísta lograba una proeza ocular que pulsaba una palanca meliorativa en los miembros de las nuevas megasociedades: cada persona se veía desde los ojos de una entidad ubicada fuera de la suya, pero que era la misma para todas las demás. 

Simplemente creer que alguien nos miraba desde su condición ubicua y omnisciente bombeaba incertidumbre en nuestro corazón y nos convertía en sujetos éticos porque nos interpelaba a decidir qué sentir en nuestro entramado afectivo y qué priorizar y qué relegar en nuestra forma de conducirnos en el espacio compartido. Sin embargo, en las religiones de la era axial (900-200 a.C.) lo que importaba no era lo que uno creía, sino cómo se comportaba. En La gran transformación, la historiadora de las religiones Karen Armstrong nos explica que «los sabios de la era axial ponían la moralidad en el centro de la vida espiritual», y que «el primer catalizador del cambio religioso normalmente era un rechazo de principio a la agresividad». La auténtica fuente de moralidad era el comportamiento con los semejantes. Un comportamiento que para no ser penalizado debía desestimar la agresión en favor de otras formas menos brutas de armonizar la discrepancia. De la secularización de las divinizadas normas de comportamiento surgió la ética, la capacidad deliberativa de un individuo de elegir cómo comportarse. La ética es una disciplina filosófica que reflexiona sobre lo moral, pero también es una práctica destinada a forjar un carácter cuyo objetivo es la gobernabilidad de los deseos más díscolos que ponen en crisis proyectos de larga duración y la instauración de valores colectivos cívicos. 

Comportarse de un modo cívico no está necesariamente asociado a creer en entidades ultraterrenales, o a ahormar la conducta a un credo, o a la sumisión de dogmas, sino a dilucidar qué comportamiento de entre los que forman parte de nuestro repertorio es el más adecuado para que la irrevocable convivencia sea un lugar apacible y significativo. Es la idea de la trascendentalidad horizontal del filósofo francés Luc Ferry. Frente a esta trascendentalidad horizontal, existe la trascendentalidad vertical, aquella que sitúa las fuentes de valor por encima de la existencia humana. Justo estos días estoy leyendo el Décalogo del buen ciudadano de Víctor Lapuente, y su queja más reiterada reside precisamente en que hemos perdido a Dios y a la patria,  que son dos de las trascendencias verticales más paradigmáticas. Luc Ferry no considera estas pérdidas y este desencantamiento del mundo como un acontecimiento aciago, al contrario, postula que «los valores sacrificiales han descendido del cielo de las ideas para encarnarse en lo humano». Es fácil colegir que ha ocurrido «la humanización de lo divino y la divinización de lo humano». Luc Ferry nomina este proceso de acumulación de deliberaciones terrenales como trascendencias horizontales: «reconocer en la propia experiencia, en lo inmanente a la vida cotidiana, aspectos de nuestra relación con el prójimo que, simplemente nos obligan».  Se trataría de discernir y jerarquizar lo que se halla enraizado en lo humano, en las prácticas sociales y en esas intersecciones con nuestros semejantes que hacen que la vida se eleve a vida humana.

Es fácil dirimir cuáles son esos valores y esas virtudes ya secularizadas que nos sitúan en lo que nos gustaría calificar de humano. En muchas clases he preguntado a las alumnas y a los alumnos que ponen en crisis la propia existencia de una estratificación de valores y la capacidad de juzgarlos. ¿Qué persona prefieres a tu lado, una honesta o una deshonesta, una engreída o una humilde, una bondadosa o una malévola, una compasiva o una cruel, una amable o una irascible, una cariñosa o una arisca, una prudente o una temeraria, una generosa o una egoísta, una atemperada o una impaciente, una respetuosa o una desconsiderada, una ejemplar o una indecente, una cuidadosa o una desatenta, una alegre o una encolerizada, una íntegra o una inicua?  Nadie alberga la más mínima duda en sus contestaciones. Convertimos los valores en virtudes al comportarnos según formas que consideramos más adecuadas que otras, formas que no lastran la habitabilidad que requiere la vida compartida y propenden al cuidado de la dignidad de la que toda persona es titular por el hecho de ser persona. Aristóteles sostenía que la felicidad descansa en aquello que es propio del animal humano, es decir, que debemos exigirnos perseguir los placeres que desarrollan las capacidades específicamente humanas. Eduardo Galeano escribió que «hoy más que nunca la alegría es un artículo de primera necesidad, tan urgente como el agua o el aire».  Creo que la alegría radica en las prácticas de esta trascendentalidad horizontal, prácticas afectivas y éticas irrenunciables para continuar el proyecto siempre inacabado de nuestra propia humanización. 

 

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martes, diciembre 28, 2021

Lee, lee, lee, y ensancha el alma

Obra de Alexander Deinek

El título de este texto parafrasea el título de la canción de Extremoduro «Ama, ama, ama, y ensancha el alma». Leer permite este ejercicio de autocolonización expansiva, pero merece tomarse con cautela ese cliché teórico que pregona que leer nos hace mejores personas. No caigamos en el error de moralizar el acto de leer. Leer sobre virtudes no nos hace virtuosos, lo que nos hace virtuosos es practicarlas. Cuento esto porque estoy inmerso en la escritura de un libro titulado Leer para sentir mejor. Es un ensayo muy atípico porque en su redacción he invertido mis habituales procesos creativos. Cuando me llaman para pronunciar una conferencia utilizo las ideas diseminadas en mis ensayos para vertebrarla, pero en esta ocasión he utilizado el contenido de una conferencia para desarrollar argumentativamente un ensayo. Mi deseo para el inminente nuevo año es que cuando el libro se publique lo pueda presentar en librerías y bibliotecas, los dos lugares fuera de mi casa en los que más tiempo he vivido.

Leer hilvana nuestro mundo con otros mundos porque leer es una manera de escuchar a la otredad. Ayer mismo leí una entrevista de la siempre lúcida y amable Irene Vallejo en la que comentaba que «leer es la forma de introducirte en la mente de otra persona». Precisamente esa infiltración permite comprender la diferenciación y la historicidad del otro, que a su vez nos recuerda lo tremendamente idénticos que somos en tanto miembros de la familia humana, hallazgos reflexivos para neutralizar la producción de odio y prejuicios. El prestigioso crítico Harold Bloom solía decir que él leía para entrar en contacto con mentes más originales que la suya y así aprender de ellas. A mí me ocurre que cada vez que inauguro una lectura siento el cosquilleo preconizante de que su autor me presentará cosas que no sé y de este modo me enseñará a nombrarlas. El filósofo Joan-Carles Mèlich afirma en La sabiduría de lo incierto que lo contrario de la palabra no es el silencio, sino el ruido. Es fácil colegir que habitar en las palabras escritas es una forma de amortiguar lo ensordecedor del mundo. También adoro que la lectura cultive mi imaginación para permitir la expansión de mis ideas y la deliberación en torno a otros horizontes posibles. Hace dos semanas me mostraron un estudio bibliotecario en el que la mayor valoración e identificación que hacían las mil quinientas personas participantes de veintiocho países era que «leer ofrece una ventana abierta a la imaginación». El valor cognitivo de la imaginación es tan ubicuo que no somos capaces de mesurarlo. Gracias a su carácter adivinatorio y anticipatorio la vida humana es posible tal y como la conocemos. Todo lo que ahora existe y nos parece de una obviedad que no merece detenernos nació gracias a que alguien una vez tuvo la osadía de imaginarlo. 

Como este es el último artículo de este año quiero dar las públicas gracias a quienes se demoran en este espacio de reflexión para leer las ocurrencias que sedimento en escritura. Es un gesto al que le confiero muchísimo valor. Como los días siguen teniendo veinticuatro horas como hace siglos, pero el cómputo de tareas que introducimos en ellas se ha multiplicado en las últimas décadas, cada vez disponemos de menos tiempo de calidad para emplearlo en nuestras elecciones personales. Hablando hace poco con un amigo muy lector, pero ahora agobiado por la falta de tiempo para leer, me dijo riéndose de sí mismo: «Antes me daba mucho reparo dejar un libro a medias, ahora los dejo sin empezar». En la gigantesca y a la vez fantástica Una historia de la lectura, Alberto Manguel recuerda algo palmario pero proclive a olvidársenos: «Los libros no piensan por nosotros. Las grandes bibliotecas son objetos inertes, requieren de nuestra voluntad para cobrar vida». En mi condición de autor reconozco que sin el concurso lector de quienes visitan este pergamino digital mi palabra es palabra muerta. Este texto que escribo ahora es palabra difunta, aunque sé que resucitará en el instante en que alguien dialogue con ella a través de su lectura. Muchas gracias por ello. Que todas y todos paséis unos días bonitos. Y que el 2022 sea ese sitio en el que haya oportunidad de hacer existir aquello que ahora no existe y que sabemos nos donará vida. Mucha suerte.


 
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martes, julio 07, 2020

La admiración es la contraposición de la envidia


Obra de Bo Bartlet
Es muy curioso comprobar cómo en los procesos educativos se habla mucho de valores y muy poco de virtudes, o se enfatiza con insistencia la para mí erróneamente llamada inteligencia emocional y apenas se subraya la necesidad de un proyecto ético en el que los sentimientos puedan cobrar su genuino sentido evaluativo. En la plaza pública se insiste en que vivimos crisis de valores, pero a mí me parece que no es así. Lo que padecemos es una crisis de virtudes. Las virtudes son valores en acción, ideas sobre el comportamiento hechas comportamiento. Los valores entran por los oídos, pero las virtudes se observan con los ojos en las acciones ejemplares. Si nuestro entramado afectivo está bien alfabetizado, el sentimiento de la admiración activa en nosotras el deseo de incorporar la conducta virtuosa que se despliega ante nuestros ojos en el paisaje de la vida compartida. Frente a otras disposiciones afectivas más sedentarias, en la admiración hay una imantación intrínseca que nos confiere la condición de nómadas. Admirar es ir hacia lo excelente que se mira. Y dirigirse hacia lo mirado ya es una práxis del vivir.

Muchas veces nominamos como envidia sana la virtud admirativa, pero no mantienen nexo alguno. Las palabras nunca son gratuitas y crean mundo y por tanto futuro solo con su propia fonación. Hay que ser muy cuidadosos al elegirlas y al pronunciarlas. La envidia sana se suele utilizar como sinónimo de admiración porque tanto en la una como en la otra el sujeto anhela apropiarse de lo que no posee, pero hay una diferencia gigantesca que las convierte en sentimientos antónimos. Si descodificamos la envidia sana, veremos que no puede ser salubre. La envidia es la tristeza que provoca en nosotros la contemplación de la prosperidad ajena. Es un sentimiento que jamás aporta benignidad ni tampoco ninguna optimización adaptativa. Es mórbida y siempre hace daño. Quien la siente vive dolorosamente encarcelado entre sus enmudecidos muros. Como la envidia es un sentimiento reprobado consuetudinariamente, rara vez se verbaliza y se comparte para evitar así la penalización social. Al margen de qué apellido le acompañe, la envidia nos deja abatidas e incluso enojadas. Sin embargo, la admiración nos inunda de alegría. Cuando contemplamos admirativamente la comisión de lo excelente jamás nos envuelve la tristeza. Lo magnífico observado nos suministra elevadas cantidades de energía para precisamente realizar la tarea de trasladarlo fruitivamente a nuestro comportamiento. Cuando admiramos sentimos cómo la alegría percute y fosforece en el cuerpo, nos entusiasma lo contemplado y anhelamos sedimentarlo en conducta. La alegría adosada a la admiración es la fuerza ejecutiva para realizar este ejercicio de traslación y apropición. El espectador deviene autor. Conviene recordar en este punto que la alegría es decir sí a la celebración de la vida, y lo excelente siempre es una manera de festejar lo hermoso que se agazapa en el irrepetible acontecimiento de estar vivo.
 
Resulta difícil no traer a colación a Aurelio Arteta y su ensayo La admiración, una virtud en la mirada. El propio título es una muy elocuente definición de la admiración. Si no recuerdo mal, estoy citando de memoria, el propio Arteta postulaba que la admiración es el sentimiento de lo mejor y el mejor de los sentimientos. Es el sentimiento elicitado por la panorámica de la conducta excelente, que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro comportamiento a sabiendas de que nos metamorfoseará en personas mejores. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo abyecto, lo que nos amplifica de lo que nos reduce, lo que no ennoblece de lo que nos encenaga. Cuando el lenguaje cotidiano reprende en que no hay que juzgar a las personas, no dice que no haya que delinear éticamente unas conductas de otras, sino que debemos rehuir establecer juicios generales basados en conductas concretas de las que ignoramos el contexto, la intrahistoria, la biografía de su protagonista. La jerarquización del comportamiento sólo es posible con un proyecto ético que nos indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las decisiones de su autonomía cuyo desarrollo se convierte en alegría. La alegría es un indicador inequívoco de si estamos admirando o de si estamos envidiando. Si solo se puede aprender aquello que se ama (por citar el título del ensayo de Francisco Mora), y si se aduce que solo se puede amar aquello que provoca alegría, es fácil silogizar que solo podemos transformarnos a través de la alegría. Sentimentalizarnos en la admiración es sentimentalizarnos en la alegría, el sentimiento que monopoliza cualquier práctica emancipadora. 



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